De entre todos los curas que tuve la desgracia de conocer, hubo alguno que, como suele ocurrir de vez en cuando, representa una magnífica excepción. Son esos curas que me trataron con respeto, algunos incluso con cierto cariño. Ya he mencionado anteriormente al que le preocupaba verme la cara desencajada por el dolor de estómago. Era el hermano Aurelio. Otro de los hermanos a destacar era el que nos impartía clases de Historia, de Literatura y de Historia del Arte. Era una auténtica delicia escucharle. Además, a lo largo de los varios años que le tuve de profesor no recuerdo que jamás castigara a nadie. Conseguía que todo el mundo prestara atención en su clase. Pero sin duda, si de alguien me acuerdo con especial cariño era del hermano Santiago.
El hermano Santiago era el
responsable de deportes, o sea, fútbol, porque no había más. Él organizaba el
torneo interno, por cursos y letras de cada curso. Además, era el responsable
de inscribir al equipo en las competiciones oficiales. El hermano Santiago
siempre contaba conmigo y fue el primero en hacer algo que se repetiría más
adelante: siempre me hacía jugar en una categoría superior a la que me
correspondía por la edad.
Para mí el fútbol siempre fue la
válvula de escape a una vida sin tiempo para el ocio, para compartir y tener
amigos. Una vida de lucha continua contra los curas y profesores abusadores.
Una vida en soledad, aislamiento y falta de comunicación. Una vida similar a la
de un gladiador romano cuyo único horizonte era el día siguiente.
Y precisamente, por ser mi única
válvula de escape, hubo un momento en que rechacé la posibilidad de convertir
mi afición en mi manera de ganarme la vida. Intuía que llegaría el día en el
que podría perder los dos. Pero eso fue un par de años después y no quiero
adelantarme.
Aquel verano de 1969, el hombre
llegó a la Luna. Recuerdo que mi familia se levantó de madrugada para poder
verlo por la tele, pero a mí no me pareció que fuera más importante que dormir.
Tal vez intuía que esa imagen la iba a ver repetida mil millones de veces y
que, además, el asunto de la exploración espacial no terminaría ahí. El caso es
que tan magno evento me lo pasé durmiendo.
Ese verano fue el más triste y
aburrido de todos los que recordaba hasta ese momento. Mis recuerdos de los
veranos se iniciaron en la playa de Foz; luego, tras la muerte de mi padre eran
en Miraflores de la Sierra, pero ese año de 1969, nos quedamos en Madrid todos.
Mis tíos habían decidido adquirir una parcela de terreno en una urbanización a
unos quince kilómetros de El Escorial, en un término municipal que nadie
conocía – Valdemorillo-, en medio de un secarral de monte bajo, encinas y ulagas,
al que había que llegar por una carretera infernal por la que apenas circulaban
coches y con un firme que parecía que acababa de sufrir un bombardeo. Dado el
desembolso necesario para sufragar la operación del chalet, se hacía imposible
salir de vacaciones a ninguna parte. Así es que si sustituir el pueblo de la
sierra por el de la playa, ya era duro, quedarse en casa, al menos te enseñaba
algo importante: valora lo que tienes porque la cosa siempre puede empeorar.
Así es que, a los doce años,
camino de los trece, mi panorama vacacional en Madrid me ofrecía todas estas
alternativas. No tenía amigos, ni en el colegio ni en el barrio. Lógico. En
realidad, no pertenecía a ninguno de los dos mundos. Al colegio sólo iba para
asistir a las clases, pero no disponía de tiempo para socializar con mis
compañeros. Tenía que salir corriendo a casa a hacer los deberes. Por esa misma
razón, tampoco tenía amigos en el barrio. Además, a mi madre los chicos del
barrio que veíamos por la ventana, eran poco más que “ratas callejeras”, gente
poco recomendable para frecuentar, con un lenguaje soez, barriobajero, en
absoluta disonancia con la exquisita educación que recibía yo en el penal de
las sotanas, aplicada por la tribu de los “sotánicos”. (Obsérvese el
inteligente juego de palabras del autor mezclando los términos satán y sotana).
Por si acaso a alguien se le
escapa, es necesario recordar que, en esa España, había una única cadena de TV,
en blanco y negro, que comenzaba a emitir a eso de las 14.00, que cerraba la
emisión alrededor de las 17.00, para regresar sobre las 19.00 y cerrar
definitivamente la emisión a medianoche. Es decir que, cuando servidor se
despertaba por la mañana, después de desayunar no había nada de distracción. No
había tv, no había internet, no había nada. La única diversión posible era
asomarme a la ventana del salón que daba a la calle y ver cómo los otros niños
del barrio jugaban al fútbol.
Me costó convencer a mi madre que
si bajaba a jugar con ellos era bastante improbable que pudiera contagiarme de
su nula educación y ello pudiera afectar a la mía, con el consiguiente
perjuicio económico que hubiera supuesto invertir tanto dinero para perderlo en
un callejón sin salida rodeado de gente tan vulgar. Jugar al fútbol con gente
de esa ralea no terminaría por convertirme en un mafioso.
La calle en cuestión, estaba
cortada al tráfico, lo cual era muy beneficioso para establecer allí un
sucedáneo del Santiago Bernabéu. Bastaban dos piedras - cogidas de los solares
abandonados que flanqueaban el campo-, para definir las porterías. Lo malo fue
que algunas academias de autoescuelas coincidieron en pensar que esa era una
zona estupenda para hacer las prácticas de sus alumnos. Debo confesar que la
convivencia entre las autoescuelas y los chavales con aspiraciones a ser
futbolistas, nunca fue un ejemplo de buena conducta y sí, una fuente de
conflictos y tensiones. Nosotros, los profesionales del fútbol callejero,
reclamábamos la propiedad en exclusiva, ya que todos nosotros vivíamos en las
casas colindantes, mientras que las autoescuelas, venían del extranjero, de
otros barrios aledaños. Algo así como los Apaches y los pioneros.
Además de para albergar partidos
de fútbol y campo de prácticas para las autoescuelas, la calle también servía -
al caer la noche- como refugio de enamorados sin techo. Sólo se trataba de
encontrar un lugar en el que aparcar el coche, lejos de la influencia del único
farol que arrojaba algo de luz. Los más necesitados, es decir, los que ni
siquiera tenían coche y les apremiaba la urgencia amatoria, se conformaban con
buscar entre los escombros del solar, un lugar al abrigo de miradas indiscretas
y hacerlo de pie, contra alguna pared que todavía se mantuviera en pie.
Los partidos se organizaban por
la tarde porque por la mañana hacía demasiado calor. En esos partidos se hacía
cumplir de modo inflexible algunas de las reglas básicas del fútbol callejero:
- El más torpe, de portero.
- No hay fuera de juego.
- De penalti y gol, es gol.
- La ley de la botella: el que la pierde, va a por
ella.
- No vale tirar fuerte.
- Todos son árbitros y se arbitra por consenso.
- El partido acaba cuando todos están cansados o
cuando uno de los equipos se queda sin jugadores porque sus madres les llaman
para cenar.
- Los jugadores pueden cambiarse de equipo previo
consenso de todos para hacer más justo y equitativo el partido.
- Se detiene el partido cuando pasa una persona
mayor o una madre con un carrito de bebé. En nuestro caso, eran las
autoescuelas. De ahí las tensiones.
Correr y sudar crea la necesidad
de consumir líquidos. Para eso acudíamos a una boca de riego del ayuntamiento.
De ella se servían los jardineros para regar los setos del jardín, los árboles
y la calle. Lo que ellos no sabían es que, después de que hicieran su trabajo y
cerraran la llave de paso, los futbolistas callejeros disponíamos de una llave
inglesa con la que no sólo abríamos el paso del agua, sino que, además, la
dejábamos correr; así, todo el que necesitara beber disponía de agua fresca sin
tener que acudir al dueño de la llave. Un auténtico terrorismo urbano y
ecológico.
Un día, mientras jugábamos, el
balón rodó y rodó ladera abajo y llegó hasta la Ronda de Segovia. Lo peor de
todo es que el balón era mío e independientemente de que no era yo el que tenía
la obligación de ir a buscarlo, me interesaba y mucho no perderlo. Si lo hacía,
si lo perdía, no tendría posibilidad de comprar otro. Por eso, inicié una
persecución alocada para recuperarlo, lo que me llevó a realizar un salto desde
lo alto del muro externo del jardín hasta la acera. Mientras estaba en el aire,
me di cuenta de que era más alto de lo que imaginé en un principio. Al caer
sentí un dolor intenso en el talón, en el hueso calcáneo. Entre eso y que la
pelota se despeñó irremediablemente pendiente abajo a una velocidad
inalcanzable, me quedé allí, dolorido y sin esperanza de recuperarlo, mirando
frustrado cómo alguien acabaría haciéndose con mi balón. Afortunadamente, un
peatón vio venir hacia él la pelota y tuvo la amabilidad de cogerla y de alguna
manera de darle una patada lo suficientemente fuerte como para que me llegara a
mí, en lo alto del terraplén.
Aunque feliz por recuperar mi único
tesoro, no podía apoyar el talón derecho en el suelo, así es que, como la
pelota era mía y estaba lesionado, me fui directamente a casa cojeando. Aquello
dolía y mucho, pero pensé que pasaría pronto. Mi madre preguntó qué me pasaba y
le quité importancia. Estuve varios meses cojeando, hasta que el dolor
desapareció del todo y recuperé el andar normal. No fui a ningún médico. Si
tenía cura ¿para qué iba a ir? Y si no la tenía, ¿para qué perder el tiempo?
Se podría pensar que había otras
alternativas a la diversión, como, por ejemplo, ir a una piscina municipal,
pero ni tenía idea de por dónde quedaba, y, aun así, eso costaba dinero, además
de otros peligros añadidos.
1969 no es que fuera un mal año,
después de todo. Fue el año que descubrí que en mi barrio había otros chavales
de mi edad con los que – además -podía jugar al fútbol. Pero mientras ellos
hacían planes para empezar a trabajar a los catorce años en los empleos más
miserables, los míos eran intentar adivinar qué clase de capullo con sotana me
iba a tocar ese año en el colegio.