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sábado, julio 08, 2023

Sinatra y mis recuerdos (XIII) (y último)

Qué mejor forma de terminar una serie que con el capítulo XIII.

1973 significaba el principio de mi anhelado punto y final a esa larga estancia en ese campo de concentración al que llamaban colegio.

Como ya he dicho anteriormente, si algo aprendí de los curas a lo largo de doce años fue su inquebrantable deseo de domeñar las voluntades de quienes ofrecían resistencia a su concepto de educación, autoridad y formación del espíritu. Eso y una nada disimulada obsesión por la venganza para hacer pagar de una manera u otra las afrentas. Y sé bien de lo que hablo.

“El Gorila”, el cura sin la más mínima capacidad didáctica, ni empatía, ni respeto por ninguno de sus estudiantes, el mismo que tuve que sufrir un año antes, se tomó cumplida venganza contra mí en este curso último de COU. De entre las asignaturas optativas que podía elegir, yo había seleccionado matemáticas porque las iba a necesitar en mis futuros estudios de Informática. Por desgracia, él era quien impartía esa materia y claro, habló con el director del centro – que, para más inri, era su propio hermano – y entre ambos me “aconsejaron” que no eligiera esa asignatura argumentando que mi nivel no era el más adecuado. Vamos, que estaba sólo un peldaño por encima de Forest Gump.

El caso es que, a pesar de tener que soportar al “gorila” otra vez, tenía tanto interés en asistir a las clases e insistí tanto, que al final el gorila y su hermano, el director, accedieron a “hacerme el favor” de permitir acudir a las clases como oyente. La mala noticia era que esas clases comenzaban a las 08.00 de la mañana, lo que significaba un madrugón importante. Pero estaba dispuesto a todo.

Las clases comenzaron y yo, como siempre, estaba como un clavo, cada mañana, a la hora señalada sentado en mi sitio en la última fila de la clase. Y todo fue razonablemente bien hasta que un día levanté la mano para preguntar algo. “El gorila” me vio y pasó de mí. Y yo mantuve la mano levantada. La mantuve levantada durante una hora. Y no pude formular la pregunta, que, por otra parte, ya se me había olvidado. Mensaje captado. No volví a esa clase. Los oyentes no tenían derecho a participar activamente en esa clase. Hubiera dado lo mismo si me hubieran entregado un vídeo.

Lo más irónico del asunto fue que, en esa época, todavía no existía la carrera universitaria de informática como tal. Había un organismo (Instituto de Informática) situado en la calle Vitruvio, de Madrid, que impartía una formación mucho más ajustada a un perfil de FP, - muy práctico-, que al de un universitario, y las matemáticas no era una de las asignaturas principales. Primaban más los lenguajes de programación.

Pensando en informática, otra de las asignaturas a las que me dejaron apuntarme fue a inglés. Hasta entonces el idioma por excelencia del colegio era el francés, por ser ese el origen de la institución. El francés es un idioma muy fino y muy elegante, pero en informática, no sirve para nada. Así es que tenía que aprender inglés y esa fue una gran oportunidad.

No recuerdo el nombre del profesor, un seglar con aspecto de profesor chiflado, con poco pelo, gafas oscuras, muy agradable, muy educado, todo lo cual representaba una auténtica novedad. Sí que me acuerdo de dos detalles. Uno de ellos era el nombre del libro que usamos: “inglés para españoles” del autor Basil Potter. El otro detalle, simpático, era la forma en la que el profesor usaba mi apellido. Lo pronunciaba al más puro estilo Eaton.

Un poco antes de las Navidades de ese año, una noticia conmocionó a España. El 20 de diciembre de 1973 la banda terrorista ETA asesinó con una bomba al almirante Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno. Las vacaciones de Navidad se adelantaron un par de días.

En general fue el curso más apacible de todos, diría yo. Sólo había clases por las mañanas, lo que te dejaba llevar una vida sin tanto estrés y con tiempo para hacer los deberes. Recuerdo que había días que la primera clase la tenía a las diez de la mañana y a las 13.30 o las 14.00, no lo recuerdo - nos íbamos a casa.

En junio de 1974, después de los exámenes correspondientes y de aprobarlos, por fin pude cumplir la promesa que le hice a aquel niño mi primer día de colegio doce años atrás:

¾     Dentro de doce años, abandonaré este colegio y no volveré jamás.

Así fue como terminó una etapa fundamental en mi formación. Una etapa en la que destacaría el acoso sistémico que sufrí por parte de la tribu de los “sotánicos” durante años, que me llevó a somatizar un principio de úlcera de estómago.

Esto tuvo dos grandes consecuencias. La principal de este traumático, largo, intenso y tóxico período, fue la formación de un carácter refractario a todo tipo de abusos de autoridad, arbitrariedades, injusticias o faltas de respeto.

Ayer por la noche, veía a Luz Casal en el programa de Bertín “Esta es tu casa”, y decía – y con toda la razón – que en general vivimos en una sociedad en la que al que se distingue del resto por la razón que sea, se le persigue, se le acosa, se intenta apartarle del grupo. Y tiene razón. Creo que está en la condición de cada especie, no sólo en la humana. Estoy seguro que entre los chimpancés, los leones o las ranas, también debe haber algo parecido. Y eso es exactamente lo que yo tuve que padecer durante doce años. Un acoso sistémico por intentar doblegar mi voluntad, algo que probablemente, sucedió con algunos de mis compañeros, que simplemente, se acomodaron para vivir mejor, mientras, al mismo tiempo, a otros les supuso una fractura total de sus esquemas todavía en formación. Algunos de mis compañeros terminaron por abandonar el colegio y marcharse a otros centros y su tuvimos la ocasión de volver a verlos, se felicitaban de haberlo hecho.

Después de muchos años intenté reflexionar sobre este tipo de comportamientos. He intentado comprender la lógica de sus órdenes y el sentido de sus castigos y al final, he llegado a la conclusión de que había una especie de ley no escrita, según la cual, en las aulas debían fabricarse muchachos dóciles, listos y trabajadores; gente obediente, que no pensara demasiado y que no preguntara el porqué, al tiempo que había que doblegar de la manera que fuera, a todo aquel que planteara cualquier tipo de inconveniencia, problema o simplemente se atreviera a poner en duda su autoridad, su jerarquía o la justicia de sus decisiones.

La segunda consecuencia a la que hacía referencia más arriba, fue la de descubrir que, si en lugar de callarme lo que me atormentaba, lo soltaba por la boca, no tendría más úlceras de estómago, y desde entonces, procuro cuidar mi salud. Pero en esta vida, no hay nada gratis. Tan sólo se trata de aceptar el precio.

Finalmente, aquella promesa que me hice a mí mismo el primer día de colegio “dentro de doce años, abandonaré este colegio y no volveré jamás”, ese día llegó. Aunque he de confesar que no cumplí del todo la promesa. La verdad es que volver, sí que volví, pero sólo para jugar al fútbol en un torneo entre curas y los de la tercera edad. Corría el año 2000 o así.

Pero esa es otra historia.

 

sábado, julio 01, 2023

Sinatra y mis recuerdos (XII)

A mediados de septiembre de 1972 iniciaba el sexto curso de bachiller. Tan sólo me quedaba ese año y el siguiente y saldría liberado de la tribu de los “sotánicos” a la que estaba sometido.

Si el año anterior había sido un año normal en cuanto a curas dando por saco, este fue diferente. Se ve que cuando uno se vestía con la sotana le entraban unas ganas irrefrenables de amargar la vida a los alumnos; a unos alumnos más que a otros, eso sí. Me recordaba a ese chiste en el que dos gitanos se encuentran un tricornio, uno de ellos se lo pone y el otro le pregunta qué tal y el que se ha puesto el tricornio le responde. “no sé por qué, pero me están entrando unas ganas de darte una hostia…”. Pues con la tribu de los “sotánicos” debía pasar algo similar.

Esa constante de que cada año, cada curso, tuviera que aguantar algún cura cretino, me recordaba a una película que se estrenó ese año: “Las aventuras de Jeremiah Johnson”. En la película Robert Redford tiene que ir enfrentándose a muerte con una tribu de indios con la que tuvo ciertas “diferencias” y mató a todos menos a uno. Desde entonces, esa tribu enviaba a sus mejores guerreros, de uno en uno, a matarlo, sin conseguirlo, evidentemente. Ellos le sorprendían en los momentos más insospechados, pero Redford consiguió sobrevivir. La última escena de la película se ve al jefe de la tribu en la distancia, ofreciendo la paz y Redford la acepta encantado. Pues algo así me sentía yo. Cada año tenía una lucha a muerte con algún cura y entre hachazos, navajazos, ahogamientos en el río y disparos, estaba herido, pero vivo.

Puestos a intentar adivinar cómo funciona el cerebro de un “sotánico”, cabría pensar que la vida para los alumnos encerrados en ese stalag ([1]) era demasiado plácida y debían hacer algo para recordarnos que esto era un valle de lágrimas. Sólo así se podría entender que en ese año coincidieran los tres elementos más nazis de los que se tenía noticias hasta entonces. Tanto estos como el resto del profesorado, tenían asignados los apodos por los que eran conocidos entre los estudiantes- prisioneros. El de estos tres eran: “El bombilla”, “El Gorila”, y “El Mini Marcelino”. Hitler los hubiera convertido en Mariscales de Campo.

“El bombilla” debía su apodo, como es fácil de adivinar, al estado que presentaba su pelona mollera, sin el más mínimo atisbo de que en algún momento de su existencia hubiera estado poblada por cabello alguno. Probablemente, se suicidaron todos arrojándose al vacío. Él era el responsable de darnos la asignatura de literatura.

El primer día de clase hizo su entrada triunfal como si de César se tratara regresando de alguna campaña victoriosa contra los germanos. Sólo faltaban los pífanos y trompetas anunciando la llegada del líder y que alguien fuera sembrando sus pasos con pétalos de rosas recién cortadas.

El problema era que su baja estatura, prominente barriga, su cabeza rapada, su aspecto rechoncho y sus ademanes y tono de voz, algo afeminados, poco invitaban a percibir esa figura como la de un emperador todopoderoso. Antes, al contrario, era mucho más proclive a tratarlo como alguien merecedor de la burla y la chanza. Tal es el espíritu indómito de un adolescente.

Fiel a la costumbre establecida entre los “sotánicos”, “el bombilla” entró en clase sin saludar. Se subió inmediatamente a la tarima que cubría todo el frente de la clase y se paseó parsimonioso como si de un pase de modelos se tratara, hasta la mesa ubicada en el otro extremo. Bajo el brazo llevaba como único elemento extraño a su sotana, un libro cuyo grosor, sólo de verlo, estremecía. 

Se sentó cómodamente tras la mesa, oteó el horizonte de la clase, abrió el ladrillo que llevaba bajo el brazo y para pasmo de todos los allí presentes, comenzó a leer las primeras líneas:

“Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos que anduvo errante muy mucho después de Troya sagrada asolar”.

Si ya de por sí escuchar una lectura, la que sea, puede ser aburrido a no ser que el lector sea un actor o alguien entrenado, escuchar “la Odisea” el primer día de clase y con treinta grados en la calle, era, cuanto menos, soporífero.

Al final de esa clase nos enteramos de que, al parecer, el libro seleccionado de la editorial para la asignatura se había retrasado más de lo esperado. Lo normal hubiera sido que, en ese primer día de clase, nos hubieran informado de tales eventualidades y no que, de repente, fuimos testigos de cómo un señor bajito, regordete, calvo, con un tono de voz monocorde y de pronunciación algo sospechosa, nos intentaba leer la Odisea sin anestesia.

Al cabo de unos pocos días, llegó por fin el libro de marras y todos esperábamos que “el bombilla” se ganara el sueldo ilustrándonos acerca de los diferentes estilos, escuelas y escritores que estaban incluidos en el libro de texto. ¡Ilusiones! Nada más lejos de la realidad. “El bombilla”, nos sorprendió a todos un día y nos pilló desarmados:

    - ¿Quién está ansioso por recitar? - soltó así, como quien no quiere la cosa.

Las caras de estupefacción fueron la nota dominante en el auditorio. La primera parte del procesamiento de la oración, se centraba en traducir qué coño había dicho “el bombilla”.

    -¿Quién está ansioso por recitar? - repitió una vez más y más alto, al comprobar el estado catatónico en el que nos había dejado la primera vez.

Efectivamente, habíamos entendido la frase, aunque no su significado en toda su profundidad. ¿Ansioso? ¿Recitar? ¿Pero éste de qué habla? Pues “el bombilla” tenía pensado que su labor como docente durante ese año al frente de la asignatura de Literatura, se iba a limitar a escuchar a los alumnos que se presentaran en el estrado, junto a su mesa, a recitar de memoria el texto del libro. Ni más, más, ni más menos. Ni aconsejar lecturas, ni trabajos sobre las diferentes corrientes, ni sobre los escritores. Nada de nada. Aprenderse de memoria los textos y repetir como papagayos.

Fue la única vez que suspendí una asignatura en junio. Me pasé todo el verano sin abrir el libro. Llegó septiembre y el examen consistía en definir las características principales de ciertos movimientos literarios. Lo hice y para ello sólo necesité una línea para cada uno. Conciso, concreto, escueto, parco. Me aprobó. Su dedicación nunca mereció más esfuerzo por mi parte.

Otro de los fichajes estrella para ese sexto de bachiller era el antes mencionado “El Gorila”.

Hay momentos en las mentes de los púberes estudiantes en los que el proceso de encontrar el mote adecuado, requiere de un esfuerzo y de una imaginación propias de un escritor de guiones de ciencia ficción de Hollywood. Hasta encontrar el apropiado se establecen diferentes congresos entre los colegas, hasta que finalmente, se decide por consenso y amplia mayoría bautizar al pobre incauto. No fue así en el caso de “El gorila”. Cinco décimas de segundo después de haber traspasado el umbral de la puerta, fue inmediatamente catalogado como espécimen y archivado para el resto de sus días.

Su descomunal cabeza, unido a su extraña forma de extra terrestre, hacía imaginar un parentesco mucho más cercano con un “espalda plateada”, que con cualquier ser humano. De mirada torva y entrecejo fruncido, su lenguaje corporal y su tono de voz, no invitaban a compartir confidencias. La entrada en la clase se produjo sin el más elemental “buenos días”, algo que venía a demostrar, una vez más, que los buenos modales no venían con la sotana.

Tras atravesar el dintel de la puerta se fue derecho a su mesa, situada sobre la tarima, donde dejó unos papeles y carpetas. Se abotonó la bata blanca de científico que llevaba puesta y se dirigió como un poseso a la pizarra, negra, impoluta y todavía ansiosa de que alguien la manchara con la tiza. Tomó un trozo de tiza y se puso a escribir fórmulas ignotas, al tiempo que comenzó a parlotear algo ininteligible y de espaldas a su auditorio. Lo único que teníamos claro es que eso formaba parte de algo relacionado con alguna parte de las matemáticas, pero nada más.

Si hubiera entrado con un revólver y hubiera disparado cinco tiros al techo no habría impresionado más a su ya de por sí, estupefacto auditorio. Tal fue el desconcierto inicial, que algunos se preguntaron si no se habría confundido de clase y se pensara que estaba en la Universidad o en la NASA. Hasta que finalmente, un osado, que además era de los “listos” de la clase, le interrumpió y le dijo que no estaba entendiendo nada y que no sabía de qué estaba hablando. Los demás, nos quedamos mucho más tranquilos comprobando que nuestro CI no era el responsable de no haber entendido nada, porque si los listos tampoco lo habían entendido, el problema era de “el gorila.”

La respuesta de “el gorila” fue tan despótica y displicente como su aspecto y sus modales hacían presagiar. La impresión que daba era la de un individuo sentenciado judicialmente a ejercer la docencia cuando a él lo que le habría gustado, probablemente, sería estar fuera de aquella aula, algo que, por cierto, sus alumnos habríamos aplaudido a rabiar, aunque él no lo sabía.

Dice la famosa frase que no hay una segunda oportunidad para una primera impresión, y la que causó aquel día “el gorila”, no fue la mejor, sin duda alguna. Aquella relación no empezó bien y al cabo de un tiempo continuó aún peor.

Sus habilidades pedagógicas eran inexistentes, toda vez que daba la impresión que sus clases estaban dirigidas solamente a los más capacitados, excluyendo por defecto al resto. Así, en cierta ocasión y avanzado ya el curso, tuve la mala idea de levantar la mano para formular una cuestión que no entendía. Como ya ha quedado de manifiesto, “el gorila” no se caracterizaba por sus buenos modales, ni por su empatía y delicadeza, por lo cual, al escuchar la pregunta, su respuesta tuvo la intención de menospreciarme. Craso error el suyo que pagaría caro en tan solo unos segundos.

    - ¡Vaya pregunta! ¿Y por qué haces esa pregunta? ¡Qué atrevida es la ignorancia! - dijo el gorila como ofendido de que alguien pretendiera que se rebajara a responder a lo que era evidente que consideraba una bajeza intelectual.

A lo que yo, hartito ya de tanto desplante por parte del gorila, le respondí:

    - Es que, si supiera la respuesta, estaría ahí dando yo la clase.

Ya te digo que por la cara que puso no le gustó ni un pelo.

En otro momento del curso un compañero nos hizo llegar un método diferente para resolver los problemas de derivadas que “el gorila” nos estaba enseñando. A todos nos pareció muchísimo más sencillo que el que nos proponía el cura, y la inmensa mayoría de la clase, en el siguiente examen, aplicamos la llamada regla de l'Hôpital. Nuestra sorpresa fue que a pesar de que la solución a los problemas aplicando ese método eran correctos, el cura decidió anular la prueba o lo que es lo mismo, suspender a todos los que la aplicaron, que fuimos el 90%. Eso motivó la justa indignación de todos los que, habiendo obtenido el resultado correcto, decidimos interpelarlo en mitad de la clase, para que el gorila explicara sus razones. El argumento que utilizó el gorila para justificar su ataque de celos fue decir:

     - Esas no son las matemáticas que yo he enseñado.

En ese momento, el siempre inoportuno señor Usín, tomó la palabra y preguntó sin anestesia al gorila:

   -¿Aquí estamos para aprender matemáticas o sólo las matemáticas que usted nos enseña?

El debate terminó ahí con la cara del gorila en la que quedaba de manifiesto su íntimo deseo de faltar al quinto mandamiento.

La historia entre “el gorila” y un servidor terminó aún mucho peor. No volvimos a dirigirnos la palabra jamás, ni siquiera cuando nos cruzábamos por los pasillos del colegio, algo que yo estaba convencido de que le encolerizaba aún más si cabe, debido a su ya de por sí, insoportable carácter.

La venganza - dicen - es un plato que hay que tomar bien frío. Y él se tomó cumplida venganza al año siguiente. Para que luego los curas vayan por ahí dando lecciones de perdón.

El que cierra este triunvirato de “sotánicos” inolvidables, guardianes del stalag 16, se llamaba Marcelino.

En aquellos tiempos se había puesto de moda una especie de moto, de tamaño reducido y cuyo nombre era “La Marcelino”. El apodo al cura en cuestión le venía al pelo, toda vez que además de llamarse Marcelino, debía medir poco más o menos como un pigmeo.

Como les suele pasar a muchos de los de baja estatura, quería suplir su complejo con una exhibición de autoridad exagerada, generalmente injusta y totalmente inútil. Por eso daba el perfil idóneo como vigilante del stalag 16 al que estaba asignado.

Su tarea durante el curso consistió en estar en la clase mientras nosotros disponíamos de una hora de estudio que podíamos aplicar a cualquier asignatura. Es decir, que, en vez de mandar a los alumnos a casa, nos mantenían en el colegio cubriendo el expediente de las horas lectivas dadas por el Ministerio y al frente de dicha tarea, habían colocado al más inútil de todos: al Marcelino.

El Mini-Marcelino se esforzaba mucho al exigir que las filas en las que debíamos entrar en el colegio estuvieran perfectamente alineadas y rectas. Era muy estricto en prestar atención para que durante el trayecto desde el patio a las aulas, nadie hablara ni una palabra so pena de ser fusilado inmediatamente en la pared del fondo y ponía un énfasis especial en eliminar cualquier atisbo de sonido que supusiera que alguien arrastraba los pies al subir las escaleras. Él, se ponía en medio de las mismas, mientras por sus costados iban pasando los estudiantes que, por supuesto, se iban aguantando a duras penas las ganas de descojonarse del enano.

A veces, en su afán de perfeccionamiento de sus responsabilidades, en lugar de esperar en pie en la escalera, iba por la retaguardia y a todo aquel al que viera hablar o que considerase que arrastraba los pies al subir los escalones, le solía clavar a la altura de los riñones, la regla que solía llevar, como si estuviera azuzando a un animal de carga.

Pero un día tuvo la mala fortuna de toparse con un servidor. Sin ton ni son me metió la regla en la espalda con algún objetivo ignoto. Craso error. Mi respuesta fue la de echarme hacia atrás hasta casi caer encima del enano, que retiró la regla, no fuera que acabara clavándosela él mismo. La cosa pareció que se había quedado ahí, pero si algo he aprendido de los curas, ha sido lo de la venganza en frío.

De forma totalmente discrecional y sin dar ningún tipo de explicaciones, al terminar la hora de estudio, procedía a nombrar a los que él consideraba oportuno, y los sometía a un castigo: debían entregarle al siguiente día que le tocara la clase, tres hojas de matemáticas. No importaba cuál fuera el tema, porque sistemáticamente, inmediatamente después de que los primeros incautos le entregaron sus tres hojitas de matemáticas, procedía a romperlas en mil pedazos y tirarlas a la papelera, en un gesto de desprecio absoluto. Era su extraña manera de impartir la sensación de autoridad, de disciplina. El castigo era discrecional y la forma de impartirlo, también. Al más puro estilo nazi.

Visto lo cual, la primera vez que me tocó el castigo me limité a emborronar tres hojas con unas letras tan enormes, que parecían las iniciales de los viejos libros que solían copiar en los monasterios medievales. Por supuesto, al hacerle entrega de las hojas, el Mini-Marcelino, ni las miró. Las rompió y las tiró a la papelera.

La alternativa a no entregar las tres hojas, era pasarse toda la hora de estudio de rodillas frente a la tarima que presidía la clase. Y para el día siguiente, se doblaba la apuesta, esto es, el penado debería entregar seis hojas de matemáticas y así sucesivamente, en progresión aritmética.

El sistema carecía de un mínimo de lógica, toda vez que nadie sabía cuáles eran los posibles motivos por los que el liliputiense nos había castigado, por una parte, y por otra, era un desprecio absoluto, una falta de respeto total al individuo, al hacer trizas el trabajo encargado, sin prestar la mínima atención.

Y así fue cuando en cierta ocasión me volvió a tocar el turno. El condenado – o sea, un servidor - debía entregar en la clase siguiente tres hojas de matemáticas. Solo que, en esta ocasión, ni siquiera me tomé la molestia de escribir con letras de tamaño capital. Simplemente no hice nada, aun conociendo las consecuencias. En efecto, en la clase siguiente, el Mini Marcelino me pidió las tres hojitas de marras y como no las tenía, me pasé el resto de la clase de una hora, de rodillas frente a la tarima.

    - Para el próximo día, seis - me dijo el enano en el momento de abandonar la clase.

Al día siguiente en que tocaba hora de estudio sin necesidad de que el Mini Marcelino me preguntara, tomé mi libro y me encaminé directamente a la tarima, donde me puse de rodillas, lo cual, descuadró por completo al enano que no esperaba semejante actitud.

    - ¿No has hecho las hojas?

    -  No.

Cuando la clase terminó, el cura volvió a repetir la rutina:

     -  Para la próxima vez tres más.

El proceso se repitió de manera continua durante semanas incontables. Tan pronto como el Mini Marcelino asomaba por la puerta, yo me levantaba de mi asiento, tomaba un libro y me dirigía derecho a la tarima a colocarme de rodillas. A veces, hasta tuve que dejar pasar al enano porque nos cruzábamos antes de que el cura llegara a su destino, que era su escritorio, donde se ponía a leer un libro muy gordo. Era tal el grado de frustración del cura que un día llegó y me dijo:

   - Si para el próximo día no me entregas las (X) páginas, no te permito que te examines.

Y hasta ahí podríamos llegar.

Al llegar a casa puse en antecedentes a mi hermano, - que era el que había asumido la labor de tutelaje de mi educación por indicación directa de mi madre. Fue entonces cuando pidió cita con el director del colegio.

En ese momento se le informó de los métodos y maneras del Mini Marcelino, del desprecio a los alumnos, de lo absurdo de los castigos y de lo discrecional de los mismos.

En el tira y afloja con el director del colegio, defendía, sobre todo, el principio de autoridad del Mini Marcelino y afirmaba que yo, evidentemente, había puesto en jaque ese principio. La postura de mi hermano era que defendía que todo castigo debe ser justo, equitativo y obtener un fin. Pero hubo un argumento que caló hondo en el ánimo del director del colegio:

- ¿De verdad quiere usted que el Ministerio de Educación tenga conocimiento de que ustedes están impidiendo a un alumno a que realice sus exámenes correspondientes?

Al final, se llegó a un pacto: yo entregaría seis hojas de matemáticas y haría mis exámenes.

Creo que utilicé una letra por cada hoja. Por supuesto, fueron a la papelera inmediatamente. Y me examiné.

Otra de las memorables anécdotas de este año tiene como protagonista al que por entonces ejercía de director del colegio, “El Julio” y a un servidor.

El que suscribe formaba parte de la fila para entrar a clase. Como ya ha quedado de manifiesto, estaba tajantemente prohibido hablar mientras estabas en la fila. Aquello era peor que la película “Doce del patíbulo”. Pero yo siempre lo respetaba. Nunca fue un problema. El caso es que esa tarde, al entrar en los pasillos que conducían a nuestr aula, pasábamos por una ventana que daba a la calle. El paso era obligatorio y mi reacción de volver la cabeza y echar un vistazo, tan lógica como la de todos los que me precedieron y me siguieron. Sin embargo, en ese momento y sin que viera venirla, me cayó un ostión sin comerlo ni beberlo. El agresor, “el Julio”, el director del colegio, que en esos momentos vigilaba a la cadena de presos por si alguien osaba transgredir las normas. Y según parece, él pensó que un servidor había hecho algo tan grave como para soltarme una ostia, a traición y sin motivo.

Por si lo del guantazo no era suficiente, me espetó:

- Ahí de rodillas.

Y por supuesto que ahí de rodillas significaba estar de rodillas frente a la pared, con el cogote echando fuego de la que me había dado y en el alma albergando la idea de meterle una silla en la cabeza a ese cabrón de mierda disfrazado con una sotana negra. Y, por si fuera poco, la humillación de ser el espectáculo del resto de mis compañeros que pasaban camino de sus clases y me veían ahí castigado por algo que no había hecho.

Después de que pasara el último de todos ellos, “El Julio” me ordenó que me levantara.

Era un hombre alto, delgado, mal encarado y a lo que se ve, con peor talante. Por un instante, se me pasó por la cabeza devolverle el guantazo, pero me contuve.

- ¿Es que no sabes que en fila no se habla?

- Yo no he sido – fue mi sencilla y sincera respuesta.

Creo que la firmeza de mi afirmación junto con una mirada furibunda y la cara de absoluto desprecio con la que la acompañé, a medio metro de la suya, fueron suficientes para convencerlo de que se había equivocado de culpable. “El Julio” tiene el dudoso privilegio de ser el último “sotánico” que me agredió y, además, injustamente.

Al colegio del Sagrado Corazón de Madrid, le cabe el honor de haber tenido entre sus alumnos a individuos que posteriormente alcanzaron la fama, como, por ejemplo, José María García, el famoso periodista, o el también famoso José Antonio Martín Otín, más conocido como “Petón”. Éste, además, era compañero mío en el equipo del colegio. Jugaba muy bien, regateaba mucho y era lo que se llama un chupón de toma pan y moja. Recuerdo que, en cierta ocasión, empezó a regatear en el área contraria, una y otra vez, en vez de tirar a gol, y le grité: como no la metas te inflo a ostias. La metió.

Pero si tenemos que resaltar a alguien en el campo de los curas, sin duda el Gabilondo se lleva la palma.

La llegada del hermano Gabilondo, hermano a su vez del famoso periodista, Iñaki, fue todo un acontecimiento social. Fue un auténtico shock para todos, pero, sobre todo, para los alumnos. Tanto, que a éste ni siquiera se le puso mote alguno. Era simplemente, el Gabilondo.

Era un tipo joven, alto, fuerte y ¡llevaba melena! ¡Un cura con melena! Jugaba al fútbol bastante bien, incluso con sotana, que debe ser jodido. De vez en cuando, se organizaban partidos entre los alumnos y los curas. Había algún cura que no lo hacía nada mal, pero no tenían nada que hacer contra toros de dieciséis años como yo, que, además, éramos más rápidos en velocidad. Aun así, los curas daban guerra.

Un día, el Gabilondo fue a pelear un balón aéreo con un alumno que medía metro cincuenta. No se dio cuenta de la diferencia de estatura y el alumno, ni siquiera entró al choque, porque el Gabilondo era una mula de metro ochenta. En el salto se desequilibró por completo porque esperaba encontrarse con otro en el aire y al caer, se metió un ostión de campeonato que dio con la cabeza contra el suelo, que, además, era de asfalto. Afortunadamente, no se abrió la cabeza, ni sangró, pero se quedó un buen rato en el suelo aturdido y dolorido, mientras los demás, lo único que podíamos hacer era esperar a que se recuperase.

Aunque daba clases de filosofía en mi mismo curso, no era en mi clase.

Hoy en día, Ángel Gabilondo, filósofo, ex cura, hermano del periodista Iñaki Gabilondo, forma parte del PSOE, y en la actualidad es el Defensor del Pueblo.

Lo mejor que tuvo el año 1972 era ser el anterior a mi salida definitiva del colegio.

La noticia trágica la protagonizó mi compañero de pupitre Alfredo. Llevábamos años compartiendo la ubicación que las iniciales de nuestros apellidos habían decidido. Ese año, Alfredo faltaba a clase con frecuencia, estaba delicado de salud. Al cabo de unos meses, nos comunicaron que Alfredo V., de dieciséis años, había fallecido de un cáncer fulgurante. Fuimos muchos a su entierro.

1972 no fue un buen año.


[1] Stammlager (abreviado, Stalag) fue en el III Reich la denominación de un campo para prisioneros de guerra en la Segunda Guerra Mundial.

sábado, junio 24, 2023

Sinatra y mis recuerdos (XI)

1971 fue un año pródigo en experiencias.

A mediados de septiembre iniciaba el 5º de bachiller. La ventaja de esos primeros quince días era que sólo había que ir a clase por la mañana. Era una forma suave de retomar el ritmo después de haber estado dos meses de vacaciones. Y también había una razón climatológica y es que era imposible estar en las clases con el calor que hacía.

Como no podía ser de otra forma, ese año nos tocó otro cura tocapelotas: “El Fuentes”.

Fue de los escasos curas a los que se les conocía por su verdadero apellido y no por el mote. Tenía la importante tarea de dirigir y ensayar los cánticos que posteriormente se iban a utilizar en las diferentes ceremonias que se oficiaban en la capilla del colegio, como, por ejemplo, la novena a la Virgen María que se realizaba todos los viernes del mes de mayo.

Era tal el celo que ponía en el desempeño de su cargo, que durante los ensayos y ceremonias solía pasear por los bancos de la capilla, vigilando a los alumnos que cantaban y a los que no, y por supuesto, a los que pillaba con la boca cerrada o incluso fingiendo que cantaban, pero sólo hacían mímica con los labios, les metía un paquete.

Además de tan importante desempeño, el Fuentes nos daba clases de Física, algo que, dicho sea de paso, no se me daba mal. A la hora de hacer los exámenes el libro de texto venía acompañado de unos cuadernillos de ejercicios en los que figuraban las preguntas sobre los diversos conceptos que se trataban. Eso hacía más fácil al profesor la tarea, pues no tenía que inventarse las preguntas y, además, el cuadernillo, corregido, siempre quedaba en poder del alumno, cosa que no sucedía con el resto de hojas de exámenes, que una vez las entregabas para ser calificadas, las perdías de vista para siempre.

En cierta ocasión uno de esos exámenes me salió bordado. Estaba convencido de que había sacado una nota muy alta y estaba casi eufórico y ansioso por ver el resultado. Sin embargo, cuando el Fuentes, me entregó el cuadernillo corregido, me encontré con que en vez de una nota alta el cura había escrito “PLAGIO” en rojo y en diagonal.

Desconcertado, le pregunté al cura que era eso de “plagio” y el cura me respondió:

-  Has copiado de tu compañero.

Nunca he soportado – ni hoy en día tampoco- que me acusen de algo que no he hecho y en esta ocasión, no había copiado. Me lo había estudiado, el examen no era complicado y lo había hecho perfecto.

-  ¡No es cierto! ¡Yo no he copiado! - le respondí indignado al Fuentes.

-  Tienes las mismas respuestas que tu compañero de pupitre – argumentó él.

-  ¡Evidentemente! – respondí enfurecido-. ¡Si las respuestas son correctas, ambos debemos tener las mismas! ¿No se ha planteado que haya sido él el que haya copiado? Porque a él no le ha dicho que ha copiado.

- Has copiado - insistió el imbécil del cura sin demasiado entusiasmo y sin ningún argumento.

-  Para demostrarle que no he copiado y que me lo sé, hágame ahora mismo un examen oral - le reté.

En caso de haber aceptado mi reto, yo habría demostrado que tenía razón y que él se había equivocado y eso, no lo podía permitir. No quiso de ninguna manera hacerme de nuevo el mismo examen u otro similar, allí mismo y delante de toda la clase. En el fondo en ese momento se dio cuenta de su injusticia, pero no tuvo valor de admitirlo. No hubo quien le moviera de su postura.

-  Siéntate y no sigas protestando.

Mi frustración no tenía límites. Si hubiera tenido un bate de beisbol le habría reventado la cabeza al “tontoelculo” del Fuentes. Y me quedé con el cero más injusto de la historia del colegio, por plagio, cuando no había copiado.

A la semana siguiente tocaba otra prueba. El Fuentes dio la orden de sacar los cuadernillos y empezar a responder las preguntas que tocaban. Todos sacaron los cuadernillos…menos yo, que con los brazos cruzados encima del pupitre miraba fijamente al imbécil del Fuentes.

- ¿No tienes el cuaderno? - me preguntó el cura.

-  Sí.

-  ¿Y entonces por qué no lo sacas?

- ¿Para qué? ¿Para que si lo hago bien me diga que he copiado, pero si lo hago mal me ponga mala nota? Pues para eso me ahorro el esfuerzo. Póngame el cero directamente - le respondí indignado.

En el fondo ese era el mensaje que estaba enviando a toda la clase con mi “plagio” falso: si alguien se esforzaba por ser mejor y saber más, el cura iba a sospechar que eso no era posible y le iba a condenar a suspender.

-  Saca el cuaderno y comienza a hacer el examen - sugirió más que ordenó el Fuentes.

Mi objetivo ya se había cumplido. Había dejado bien claro delante de toda la clase que no había copiado, que me sentía seguro de los conocimientos y que había retado al cura para comprobarlo.  La injusticia de la que había sido objeto era patente y lo mejor de todo, dejé claro el comportamiento pusilánime del cura, que no se atrevió a examinarme de modo oral. Así que, saqué mi cuadernillo y completé el examen. Ya nunca más volví a obtener un “plagio”. Pero aquel cero, no me lo quitó nadie.

Aparte de padecer al director del coro y profesor de Física, lo más llamativo en el terreno de los curas de ese año, fue que el que nos daba las clases de religión.

Un día apareció con un tocadiscos y un LP. El impacto que tuvo ese gesto no habría sido mayor si hubiera entrado con la cabeza de San Juan Bautista en la mano.

Las clases de religión se habían ido convirtiendo en un auténtico tostón a medida que pasaban los años y las enseñanzas eran las mismas de siempre, dichas por los mismos de siempre. Al final, si llegabas a detectar cuáles eran las palabras clave para aprobar los exámenes – había exámenes de religión -, lo tenías resuelto, y todo lo demás era una penitencia que tenías que sufrir. Pero, aun así, aquello era un ladrillo.

Por eso, cuando ese día apareció el padre Larreta – a ese no le tratábamos de hermano, ese era padre – con el tocadiscos portátil y con un disco bajo el brazo, de entrada, logró captar la atención de todos.

El padre Alfredo Larreta era un hombre joven, vasco, como su apellido apuntaba y solía vestir de clériman y no tanto con sotana como el resto. Desde el principio la clase de religión la convirtió en un lugar de debate sobre aspectos que interesaban a chicos de 15 años. Así es que, en vez de ser un profesor, más se convirtió en una especie de tutor.

Después de enchufar el tocadiscos, pidió algo de atención y explicó que ese disco se lo había enviado un amigo desde EEUU. El título “Jesucristo Superstar”. Y comenzamos a escuchar el disco, con un volumen que no molestara a la clase de al lado. No escuchábamos las canciones enteras, sólo trozos sueltos, pero nos íbamos haciendo una idea. Ese fue el origen de una serie de debates acerca de la figura de Jesús, de su mensaje, de su legado, de otros personajes de la historia, incluso de la iglesia como organización. Una forma de analizar si esos chicos iban a misa los domingos, y si no lo hacían por qué, pero todo ello planteado en un tono de debate abierto, sincero, de mutuo conocimiento y no en plan persecución y castigo. Todo esto fue la puerta de entrada a diferentes trabajos en grupos, acerca de diversos temas, con encuestas a personas desconocidas por la calle, para llegar a ciertas conclusiones; una especie de compulsación de la realidad.

Como balance final de ese año, debo considerarlo como un año muy bueno, aunque en ese balance influyen sin duda alguna, algunos aspectos ajenos al colegio y de índole personal, que he considerado mejor no incluir para no distraer la atención del lector.

sábado, junio 17, 2023

Sinatra y mis recuerdos (X)

El año 1970 vino cargado de novedades, tanto en el colegio como fuera.

Hasta ese momento era costumbre que, en España, las empresas trabajaran hasta el sábado por la mañana, estableciendo un descanso el miércoles o el jueves por la tarde, dependiendo. Mi colegio se había acogido a dar libre el miércoles por la tarde. Pero ese año, el ministerio introdujo un cambio en nuestras vidas que hoy en día pensamos que siempre ha sido así y no es cierto. Ese año se establecieron una serie de cambios en el ámbito educativo.

En primer lugar, en cuarto de bachiller, o lo que es lo mismo, a los alumnos que cumplían los catorce años durante el curso, - en mi caso 1970 - al finalizar el mismo debían afrontar un examen que abarcaba todo lo estudiado en los tres cursos anteriores. Era lo que se llamaba el examen de Cuarto y Reválida. Si no pasabas la Reválida, no podías continuar con los cursos siguientes. Pues bien, ese año se eliminó ese examen.

Había, además, otra reválida en sexto de bachiller y con ella se hizo un enjuague. Se decidió que podías no hacer la reválida de sexto, pero entonces tenías que hacer el curso de Pre-Universitario. Y al final, ese curso de “PREU” se terminó por convertir en el C.O.U. o lo que es lo mismo, Curso de Orientación Universitaria, es decir, preparar a los estudiantes para un entorno universitario como su propio nombre indica.

Todo eran buenas noticias: se eliminaba la temida reválida de cuarto, se modificaba los días lectivos incluyendo el miércoles por la tarde, pero dejando el sábado y el domingo como festivos y también hacía factible ignorar la reválida de sexto a cambio del COU. Todo eran buenas noticias, como digo, hasta que nos encontramos con el cura tocapelotas de cada curso. En esta ocasión el ínclito se llamaba Jesús y nos daba Química.

La razón de que forme parte de mis tristes recuerdos es doble. Por un lado, tuve que copiar diez veces el cuadro entero de los elementos químicos de la tabla periódica y sus valencias. Ya no se me volvió a olvidar más cada uno de los elementos, su nombre, su símbolo, su peso atómico, sus valencias y hasta el nombre de quien lo descubrió. La otra razón por la que figura en este museo de los horrores es que durante muchos meses se buscó toda clase de excusas para castigarnos a toda la clase, muchas veces; a muchos, otras; y desde luego casi siempre a mí, a tener que asistir los sábados al colegio, todo un sacrilegio a tenor de que el sábado ya debía ser considerado festivo.

Los sábados y domingos eran los días que el hermano Santiago había destinado para los partidos de futbol entre las diferentes clases, con lo que la manía de su colega, trastocaba todos sus planes. Hasta el punto que - creo recordar - en alguna ocasión llegó a interceder ante el hermano Jesús para que levantara el castigo y así poder usar a los jugadores necesarios para poder incluirlos en los partidos oficiales.

Uno de esos partidos oficiales del colegio de ese año, fue contra los infantiles del At. de Madrid. Cuando saltamos al campo – de tierra, por supuesto – a mí me parecieron como armarios y teníamos todos la misma edad. Jugamos un sábado por la tarde a eso de las 18.00 horas y perdimos por la mínima, por una cagada de nuestro portero. Nos hinchamos a correr. La mala noticia es que, al día siguiente, domingo, a las 09.00 de la mañana estábamos sacando de centro otra vez jugando contra los mismos. En esta ocasión me parece recordar que nos metieron 6-0. Todos mis compañeros estaban rotos de cansancio. Yo también. No podía con las botas, pero seguí corriendo. Al llegar a casa me dolían músculos que no sabía que tenía. No podía moverme. Estuve tres días en la cama, sin moverme, intentando recuperarme de las agujetas.

Uno de esos sábados en los que por alguna rara razón el hermano Jesús nos liberó de su esclavitud, estábamos jugando un partido de futbol en el patio, de esos que organizaba el hermano Santiago, el cura de los deportes. El de química, estaba asomado a la ventana de su dormitorio en lo alto del edificio y desde allí se permitía ejercer de árbitro sin que nadie se lo hubiera pedido. Se ve que al hombre le costaba esfuerzo pasar desapercibido. El caso es que me tenía tan harto que en uno de sus innumerables comentarios le grité que se callara de una vez. Y me oyó, y aunque no pudo reprimirse las ganas de amenazarme con represalias, se calló.

Ni que decir tiene que, una vez más, la relación entre ese cura y yo, nunca fue la mejor posible. El obligarnos cada sábado a tener que acudir al colegio, podría dar la sensación de que el hombre no tenía nada mejor que hacer y nos usaba como excusa para rellenar su tiempo libre a costa del nuestro, lo que en realidad representaba un sobre esfuerzo, porque, no hay que olvidar, que los miércoles por la tarde, sí que teníamos clase.

El ambiente en general en el colegio era de una persecución implacable, una opresión y un acoso sin fin. Nunca he estado en un campo de concentración, pero estoy seguro que si alguna vez caigo en alguno, ya iré entrenado porque no debe haber mucha diferencia. Y para muestra, otro botón más.

Una tarde cualquiera, a la hora del recreo, en vez de jugar al fútbol paseaba por el patio junto con mi compañero, Alfredo, con el que además compartía pupitre.

Estábamos charlando tranquilamente cuando de pronto, algún zoquete tuercebotas de los cientos de chavales que estaban jugando al fútbol, lanzó un disparo que casualmente tropezó en mi pie y salió rechazado, con tan mala fortuna, que fue a parar a las narices del hermano Valeriano, que venía andando en sentido contrario y que estaba a escasos tres metros de distancia.

El problema fue que el balón no sólo golpeó en la nariz del cura, sino que le rompió las gafas y encima al romperse las patillas que reposan en la nariz, hizo que se clavara el metal en la carne y comenzara a brotar algo de sangre.

Como es lógico, Alfredo y yo nos acercamos a interesarnos por él. El golpe había sido tremendo y veíamos cómo sangraba por la herida. Dolía con sólo verlo. Sin embargo, la respuesta del hermano Valeriano – sí, ya sé que tiene rima – me sorprendió

-     ¡Usín, da dos vueltas al patio corriendo! - espetó casi de inmediato el cura en un arranque de venganza.

Parecía una respuesta refleja, automática, de cualquier cura ante cualquier evento: Usín, dos vueltas al patio, aunque el tal Usín estuviera en su casa con gripe. Lo indignante en este caso, es que mi compañero Alfredo estaba conmigo, a mi lado, y al que le ordenaron empezar a correr fue a mí, no a él.

-     ¿Pero por qué? – pregunté.

Al menos este cura fue capaz de mantener un diálogo inteligente entre seres humanos durante unos minutos, al cabo de los cuales, mi compañero y yo le hicimos comprender que sólo había sido un desgraciado accidente y que no respondía a una acción terrorista premeditada por mi parte, ni siquiera que hubiera tenido parte activa. Finalmente, no se llegó a cumplir ningún castigo, pero, en cualquier caso, ese era el ambiente que se vivía a diario en el colegio.

1970 fue un año tan bueno como los anteriores.

 

sábado, junio 10, 2023

Sinatra y mis recuerdos (IX)

De entre todos los curas que tuve la desgracia de conocer, hubo alguno que, como suele ocurrir de vez en cuando, representa una magnífica excepción. Son esos curas que me trataron con respeto, algunos incluso con cierto cariño. Ya he mencionado anteriormente al que le preocupaba verme la cara desencajada por el dolor de estómago. Era el hermano Aurelio. Otro de los hermanos a destacar era el que nos impartía clases de Historia, de Literatura y de Historia del Arte. Era una auténtica delicia escucharle. Además, a lo largo de los varios años que le tuve de profesor no recuerdo que jamás castigara a nadie. Conseguía que todo el mundo prestara atención en su clase. Pero sin duda, si de alguien me acuerdo con especial cariño era del hermano Santiago.

El hermano Santiago era el responsable de deportes, o sea, fútbol, porque no había más. Él organizaba el torneo interno, por cursos y letras de cada curso. Además, era el responsable de inscribir al equipo en las competiciones oficiales. El hermano Santiago siempre contaba conmigo y fue el primero en hacer algo que se repetiría más adelante: siempre me hacía jugar en una categoría superior a la que me correspondía por la edad.

Para mí el fútbol siempre fue la válvula de escape a una vida sin tiempo para el ocio, para compartir y tener amigos. Una vida de lucha continua contra los curas y profesores abusadores. Una vida en soledad, aislamiento y falta de comunicación. Una vida similar a la de un gladiador romano cuyo único horizonte era el día siguiente.

Y precisamente, por ser mi única válvula de escape, hubo un momento en que rechacé la posibilidad de convertir mi afición en mi manera de ganarme la vida. Intuía que llegaría el día en el que podría perder los dos. Pero eso fue un par de años después y no quiero adelantarme.

Aquel verano de 1969, el hombre llegó a la Luna. Recuerdo que mi familia se levantó de madrugada para poder verlo por la tele, pero a mí no me pareció que fuera más importante que dormir. Tal vez intuía que esa imagen la iba a ver repetida mil millones de veces y que, además, el asunto de la exploración espacial no terminaría ahí. El caso es que tan magno evento me lo pasé durmiendo.

Ese verano fue el más triste y aburrido de todos los que recordaba hasta ese momento. Mis recuerdos de los veranos se iniciaron en la playa de Foz; luego, tras la muerte de mi padre eran en Miraflores de la Sierra, pero ese año de 1969, nos quedamos en Madrid todos. Mis tíos habían decidido adquirir una parcela de terreno en una urbanización a unos quince kilómetros de El Escorial, en un término municipal que nadie conocía – Valdemorillo-, en medio de un secarral de monte bajo, encinas y ulagas, al que había que llegar por una carretera infernal por la que apenas circulaban coches y con un firme que parecía que acababa de sufrir un bombardeo. Dado el desembolso necesario para sufragar la operación del chalet, se hacía imposible salir de vacaciones a ninguna parte. Así es que si sustituir el pueblo de la sierra por el de la playa, ya era duro, quedarse en casa, al menos te enseñaba algo importante: valora lo que tienes porque la cosa siempre puede empeorar.

Así es que, a los doce años, camino de los trece, mi panorama vacacional en Madrid me ofrecía todas estas alternativas. No tenía amigos, ni en el colegio ni en el barrio. Lógico. En realidad, no pertenecía a ninguno de los dos mundos. Al colegio sólo iba para asistir a las clases, pero no disponía de tiempo para socializar con mis compañeros. Tenía que salir corriendo a casa a hacer los deberes. Por esa misma razón, tampoco tenía amigos en el barrio. Además, a mi madre los chicos del barrio que veíamos por la ventana, eran poco más que “ratas callejeras”, gente poco recomendable para frecuentar, con un lenguaje soez, barriobajero, en absoluta disonancia con la exquisita educación que recibía yo en el penal de las sotanas, aplicada por la tribu de los “sotánicos”. (Obsérvese el inteligente juego de palabras del autor mezclando los términos satán y sotana).

Por si acaso a alguien se le escapa, es necesario recordar que, en esa España, había una única cadena de TV, en blanco y negro, que comenzaba a emitir a eso de las 14.00, que cerraba la emisión alrededor de las 17.00, para regresar sobre las 19.00 y cerrar definitivamente la emisión a medianoche. Es decir que, cuando servidor se despertaba por la mañana, después de desayunar no había nada de distracción. No había tv, no había internet, no había nada. La única diversión posible era asomarme a la ventana del salón que daba a la calle y ver cómo los otros niños del barrio jugaban al fútbol.

Me costó convencer a mi madre que si bajaba a jugar con ellos era bastante improbable que pudiera contagiarme de su nula educación y ello pudiera afectar a la mía, con el consiguiente perjuicio económico que hubiera supuesto invertir tanto dinero para perderlo en un callejón sin salida rodeado de gente tan vulgar. Jugar al fútbol con gente de esa ralea no terminaría por convertirme en un mafioso.

La calle en cuestión, estaba cortada al tráfico, lo cual era muy beneficioso para establecer allí un sucedáneo del Santiago Bernabéu. Bastaban dos piedras - cogidas de los solares abandonados que flanqueaban el campo-, para definir las porterías. Lo malo fue que algunas academias de autoescuelas coincidieron en pensar que esa era una zona estupenda para hacer las prácticas de sus alumnos. Debo confesar que la convivencia entre las autoescuelas y los chavales con aspiraciones a ser futbolistas, nunca fue un ejemplo de buena conducta y sí, una fuente de conflictos y tensiones. Nosotros, los profesionales del fútbol callejero, reclamábamos la propiedad en exclusiva, ya que todos nosotros vivíamos en las casas colindantes, mientras que las autoescuelas, venían del extranjero, de otros barrios aledaños. Algo así como los Apaches y los pioneros.

Además de para albergar partidos de fútbol y campo de prácticas para las autoescuelas, la calle también servía - al caer la noche- como refugio de enamorados sin techo. Sólo se trataba de encontrar un lugar en el que aparcar el coche, lejos de la influencia del único farol que arrojaba algo de luz. Los más necesitados, es decir, los que ni siquiera tenían coche y les apremiaba la urgencia amatoria, se conformaban con buscar entre los escombros del solar, un lugar al abrigo de miradas indiscretas y hacerlo de pie, contra alguna pared que todavía se mantuviera en pie.

Los partidos se organizaban por la tarde porque por la mañana hacía demasiado calor. En esos partidos se hacía cumplir de modo inflexible algunas de las reglas básicas del fútbol callejero:

     - El más torpe, de portero.

     - No hay fuera de juego.

     - De penalti y gol, es gol.

     - La ley de la botella: el que la pierde, va a por ella.

     - No vale tirar fuerte.

     - Todos son árbitros y se arbitra por consenso.

    - El partido acaba cuando todos están cansados o cuando uno de los equipos se queda sin jugadores porque sus madres les llaman para cenar.

   - Los jugadores pueden cambiarse de equipo previo consenso de todos para hacer más justo y equitativo el partido.

     - Se detiene el partido cuando pasa una persona mayor o una madre con un carrito de bebé. En nuestro caso, eran las autoescuelas. De ahí las tensiones.

 

Correr y sudar crea la necesidad de consumir líquidos. Para eso acudíamos a una boca de riego del ayuntamiento. De ella se servían los jardineros para regar los setos del jardín, los árboles y la calle. Lo que ellos no sabían es que, después de que hicieran su trabajo y cerraran la llave de paso, los futbolistas callejeros disponíamos de una llave inglesa con la que no sólo abríamos el paso del agua, sino que, además, la dejábamos correr; así, todo el que necesitara beber disponía de agua fresca sin tener que acudir al dueño de la llave. Un auténtico terrorismo urbano y ecológico.

Un día, mientras jugábamos, el balón rodó y rodó ladera abajo y llegó hasta la Ronda de Segovia. Lo peor de todo es que el balón era mío e independientemente de que no era yo el que tenía la obligación de ir a buscarlo, me interesaba y mucho no perderlo. Si lo hacía, si lo perdía, no tendría posibilidad de comprar otro. Por eso, inicié una persecución alocada para recuperarlo, lo que me llevó a realizar un salto desde lo alto del muro externo del jardín hasta la acera. Mientras estaba en el aire, me di cuenta de que era más alto de lo que imaginé en un principio. Al caer sentí un dolor intenso en el talón, en el hueso calcáneo. Entre eso y que la pelota se despeñó irremediablemente pendiente abajo a una velocidad inalcanzable, me quedé allí, dolorido y sin esperanza de recuperarlo, mirando frustrado cómo alguien acabaría haciéndose con mi balón. Afortunadamente, un peatón vio venir hacia él la pelota y tuvo la amabilidad de cogerla y de alguna manera de darle una patada lo suficientemente fuerte como para que me llegara a mí, en lo alto del terraplén.

Aunque feliz por recuperar mi único tesoro, no podía apoyar el talón derecho en el suelo, así es que, como la pelota era mía y estaba lesionado, me fui directamente a casa cojeando. Aquello dolía y mucho, pero pensé que pasaría pronto. Mi madre preguntó qué me pasaba y le quité importancia. Estuve varios meses cojeando, hasta que el dolor desapareció del todo y recuperé el andar normal. No fui a ningún médico. Si tenía cura ¿para qué iba a ir? Y si no la tenía, ¿para qué perder el tiempo?

Se podría pensar que había otras alternativas a la diversión, como, por ejemplo, ir a una piscina municipal, pero ni tenía idea de por dónde quedaba, y, aun así, eso costaba dinero, además de otros peligros añadidos.

1969 no es que fuera un mal año, después de todo. Fue el año que descubrí que en mi barrio había otros chavales de mi edad con los que – además -podía jugar al fútbol. Pero mientras ellos hacían planes para empezar a trabajar a los catorce años en los empleos más miserables, los míos eran intentar adivinar qué clase de capullo con sotana me iba a tocar ese año en el colegio.

sábado, junio 03, 2023

Sinatra y mis recuerdos (VIII)

El año 1968 fue prolífico en acontecimientos históricos.

Los americanos seguían asesinando a los que no les interesaba, como Martin Luther King o al hermano de JFK, Robert Kennedy. Los telediarios nos mostraron a los tanques rusos del Pacto de Varsovia invadir y tomar posiciones en Praga, la capital de un país que más tarde desapareció, Checoslovaquia. La guerra de Vietnam nos llegaba casi en directo, mostrando los efectos del napalm, o el ajusticiamiento en plena calle de uno del Viet Cong, con un tiro en la cabeza, y viendo cómo caía al suelo muerto, mientras le salía la sangre a chorros por el agujero de la bala.

Hablando de guerras, ese año fue el primero en el que una banda que se llamaba ETA asesinó por primera vez.

Yo continuaba con mi guerra particular contra los curas. Todos los años tenía alguno que era especialmente tocapelotas. Los podrían haber concentrado a todos juntos en un curso y así, al menos, podría haber disfrutado algo en los años siguientes, pero por desgracia, alguien decidió amargarme la existencia poniendo en mi camino sucesivos zoquetes con la misma capacidad didáctica que un comisario político chino y aproximadamente con el mismo criterio de entendimiento y justicia. A ese perfil respondía la última adquisición que me tocó en suerte: el hermano Federico.

Rumores sin confirmar apuntaban a que el susodicho provenía de otro colegio de la congregación que estaba en Zaragoza. Una de las peculiaridades de esta criaturita, aparte de que se pasaba el día chillando como un berraco en celo, era que usaba ciertos términos al hablar y que a nosotros nos llamaba especialmente la atención. El más característico era que en vez de decir “estoy cansado de repetirlo” decía “estoy canso…”.

Era bien sabido que yo a las clases de por la tarde, llegaba, eso: tarde. Salvo algún año que comía en la casa de mis tíos y mi frenético ritmo de vida se calmaba un poco, el resto era como ya lo he contado anteriormente. Así es que, de alguna manera, era famoso.

Ese curso recuerdo que teníamos clase de gimnasia de 12.30-13.30, lo que significaba que, terminada la clase, te ibas a casa. El problema que se planteaba era que para la clase de gimnasia era obligatorio vestir el chándal rojo del colegio y, por tanto, tenías que desnudarte por completo. Para ello, no podías hacerlo en medio de la clase, pero al mismo tiempo, no había un vestuario como tal y los baños estaban saturados. Hasta que la dirección del colegio se percató del problema y decidió construir unos vestuarios rudimentarios en una parte del patio de recreo.

Un día, terminada ya la clase de gimnasia, tuve que hacer cola en los lavabos a la espera de poder quitarme el uniforme de gimnasia, vestirme con ropa de calle y salir pitando a casa con la bolsa a cuestas. Eran las 13.45 y como siempre salía escopetado junto con mi amigo y compañero de pupitre. Al salir por la puerta casi corriendo, estaba el hermano Federico y nos mandó parar.

Nos llamó la atención, en especial a mí, porque eran las 13.45 y siempre llegaba tarde a las clases de después de comer. Le expliqué cuál era el problema de la falta de espacio y el número de personas intentando usar los servicios, pero su respuesta fue contundente.

¾     Estáis perdiendo el tiempo. Ahora mismo dad dos vueltas al patio corriendo.

Algo que no he aceptado jamás han sido las órdenes sin sentido, sin lógica, y esta era una de ellas. De cualquier forma, intenté razonar.

¾     Hermano, son las 13.45 si ahora nos dedicamos a dar dos vueltas al patio corriendo, voy a salir de aquí a las 14.00 y no voy a poder llegar a tiempo a las 15.30, que es precisamente lo que intenta evitar.

Evidentemente, siempre se ha dicho que discutir con un gilipollas es una pérdida miserable de tiempo, porque ambas personas están en planos distintos. Y en este caso, se demostró una vez.

¾     Que sean tres vueltas.

De haber aceptado el argumento – por otra parte, impecable - de un niño de doce años, y eliminar el absurdo castigo, habría sido tanto como admitir ante el propio niño, que el hermano Federico era lo que aparentaba ser: un cretino inconmensurable. Así es que se aferró al viejo axioma de “mantenella y no enmendalla”.

Mi amigo Alfredo y yo, decidimos salir de allí. Yo ya había perdido mucho tiempo y comenzamos lo que en términos deportivos se conoce como “trote cochinero”, un ritmo a medio camino entre la carrera y la marcha atlética. Nos dirigíamos hacia la puerta de salida y al llegar allí decidimos abandonar ese estúpido castigo y marcharnos a casa. Él, como muchos de mis compañeros, vivía más o menos cerca del colegio, pero yo tenía una aventura y ya llegaba tarde.

La primera clase de esa tarde era, casualmente, con el Federico de las narices. Ni siquiera recuerdo qué tipo de asignatura nos daba. Creo recordar que ninguna, que sólo se encargaba de controlar a las ovejas, como un perro pastor, mientras ellas estudiaban cualquier asignatura. De repente se arranca y dice:

¾     Los dos que me deben un castigo que se pongan de pie.

Mi amigo Alfredo y yo, codo con codo, literalmente, nos miramos sinceramente extrañados. Estábamos absolutamente convencidos de que eso no iba con nosotros, lo cual, por cierto, nos dejó desconcertados. Al parecer había otros que estaban en deuda con el Federico.

El Federico se empezó a impacientar y finalmente, al ver que ninguno de nosotros se dio por aludido, se dirigió directamente y llamándonos por nuestros apellidos – norma de conducta del colegio -, nos ordenó que nos pusiéramos en pie. Y allí, puestos en pie, con cara de circunstancias Alfredo y yo escuchamos una larga perorata, un rapapolvo, un soliloquio, con más tinte de rosario de penalidades y frustraciones del propio Federico, a lo que ninguno de los dos podíamos añadir nada. El Federico retomó el diálogo que mantuvimos en la puerta en un vano intento de justificar ante el resto de la clase lo justo que era su proceder y lo canallas que habíamos sido mi colega y yo. Baldío esfuerzo que se esfumó en cuanto yo repetí mi argumento de que si lo que se pretendía era castigar mi retraso habitual, el castigo no iba a solucionar nada, más bien al contrario.

Entonces la bronca devino en una especie de coloquio con 45 testigos en el que el Federico intentó inculcarnos a todos, de que su autoridad estaba por encima de cualquier discusión, y que, si él decidía imponer un castigo, éste debía cumplirse. Pero yo se lo discutí aduciendo que mi retraso continuo no se debía a ninguna actitud indolente, sino simplemente a la distancia que debía cubrir, por lo que, en definitiva, no merecía ningún castigo, ni tampoco estaba en duda su autoridad para imponerlos, siempre y cuando se ajustara a derecho.

El combate quedó en tablas. O sea, perdió el Federico.

Otro mal año.

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