¡Albricias! Por fin, hemos descubierto que en España hace calor en verano, algo absolutamente novedoso y a la par, inquietante. Los reporteros de todas las tv salen a la calle, micrófono y cámara en mano, a perseguir a los sufridos viandantes y preguntarles que si tienen calor y cómo lo soportan. Y avisan, por nuestro bien, que no es bueno salir de casa a las tres de la tarde.
Qué difícil debe ser tener que
escribir sobre algo, cuando no hay nada sobre lo que escribir.
Cuando era niño – y no tan niño –
en mi casa teníamos un sistema infalible para combatir el calor de Madrid en
verano. Afortunadamente, no era frecuente que pasáramos siempre todo el verano
en casa, pero entonces como ahora, el calor no siempre llegaba en julio y
agosto que era cuando solíamos estar fuera.
Abríamos todas las ventanas de
par en par, bajábamos todas las persianas y las apoyábamos en unos topes que
permitían solo un espacio de unos cuatro dedos de alto. Eso, con las que daban
a la calle. Las otras, como daban a un patio interior, estaban abiertas de par
en par. Así se establecía una corriente de aire que el soroyo – el gato –
aprovechaba al máximo tumbándose todo lo largo que era, justo en medio de donde
había más aire, que era la confluencia entre la cocina y el salón. A veces, no
tenía suficiente y se apostaba en el mismo alféizar de la ventana, en un
inusual equilibrio que sólo los gatos son capaces de conseguir.
Cuando mi madre me arrastraba a
acompañarla a hacer la compra por el barrio, la idea era madrugar y salir de
casa lo más temprano posible, porque si se nos echaba el tiempo encima,
podríamos derretirnos del calor. Así es que, cuando llegábamos a los puestos,
hacía poco que habían abierto y en algún caso, lo estaban haciendo en esos
momentos. Madrugar era la clave.
Al regresar, era una delicia
entrar en el amplio y largo portal. Parecía mentira que, con tan solo atravesar
el dintel de la puerta de hierro de tres metros de alto, pudiera haber
semejante diferencia de temperatura. Era reconfortante.
Luego, las persianas volvían a
levantarse totalmente pasadas las horas de calor, a eso de las seis o las siete
de la tarde y así se mantenían, abiertas, durante la noche.
No había aire acondicionado, ni
ventiladores. La luz era cara, incluso entonces. Tampoco nos dedicamos a beber
cervezas, ni horchatas. Agüita fresca del grifo y con suerte, con un trozo de
hielo, si es que habías sido lo suficientemente hábil como para coger el cuarto
de barra que tenías en la nevera – no fue frigorífico hasta mucho después- y
con un cuchillo picar y obtener un pedazo de hielo que cupiera en un vaso. Lo de las cubiteras era para ricos.
Tampoco había piscina. Bueno, tal
vez la hubiera, pero estaba descartada por diversas razones.
Y en los pueblos, como hemos
visto en infinidad de fotografías, los que tenían una fuente, pues allí que se
reunían. O en las orillas de los arroyos y ríos. O en las pozas que estos
pudieran originar, como las que había en la Boca del Asno, en Valsaín, entre Madrid
y Segovia. Y si no había corriente de agua cerca, pues a sacar las sillas a la
calle y a despellejar en corro, con rumores más o menos infundados, a los
vecinos. Los pueblos sesteaban durante todo el día hasta bien entrada la tarde
y prolongaban su actividad hasta pasada la medianoche. En verano, todos nos
volvíamos algo noctámbulos.
Agua, abanico y sombrita. Nada
sofisticado. Está todo inventado.