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lunes, septiembre 11, 2023

Los idus de septiembre

Debe ser alguna fecha cabalística mágica para que tantos sucesos se produzcan siempre el mismo día, del mismo mes, aunque en distinto año. Pensando en ellos, he intentado recordar dónde narices estaba yo en esos días, al menos, en los más conocidos.

Sin duda el más famoso de todos es el último. Es tan famoso que ya ni siquiera se le pone el año, que viene a ser el apellido que distingue a uno de otro. El 11-S ha pasado a ser el de las torres gemelas, el WTC, Bin Laden, los aviones estrellándose contra los edificios. Eso fue en 2001. Pocos días después yo firmaba mi contrato con una nueva empresa. Ya no existen las torres gemelas, ni Bin Laden. Tampoco existe la empresa, pero sigo siendo amigo de quien me contrató y fue mi jefa.

Echando la vista atrás, también fue un 11 de septiembre cuando el golpista Pinochet dio un golpe de estado en Chile, provocando el suicidio del presidente Allende. Eso fue en 1973. ¿Dónde estaba yo entonces? Pues a pocos días de comenzar el curso escolar (el COU), mi último año con la tribu de los “sotánicos”.

Para mí, aquel golpe y todo lo que vino después se enmarcaba en el mismo contexto que la guerra de vietnam con la que habíamos comido a diario desde hacía años, aunque, en realidad, fue en enero de 1973 cuando se firmó el armisticio en París. En este caso concreto, y me desvío del tema central, fue Nixon quien terminó con la guerra, pero pasó a la historia por lo de Watergate.

Y he dejado para el final otra concatenación de eventos magnos, aunque a fue de ser sincero y exacto, no fueron el 11 de septiembre sino el 12.

En esa fecha, el 12 de septiembre de 1980, se producía un golpe de Estado en Turquía. ¿Y eso es importante? Para los turcos, desde luego, pero ¿dónde estaba yo? Pues en ese momento estaba en un juzgado de Moratalaz, Madrid, contrayendo matrimonio, aunque viendo las fotos del evento, pudiera dar la impresión de que se trataba de un entierro o un velatorio a tenor de las caras de los invitados.

Si la ceremonia se inició con un golpe de estado, la luna de miel se inició con la única huelga en la historia de los controladores aéreos portugueses, lo que motivó la cancelación de nuestro vuelo a Madeira. A la mañana siguiente, nos presentamos en la agencia de viajes con las maletas y dispuestos a salir de allí con un nuevo destino y por el mismo precio. Fue así como conocí Lanzarote. Aunque debo señalar, que al llegar al aeropuerto nos perdieron una maleta y nos quedamos encerrados en el ascensor unos minutos, ya en el hotel. Por si todo esto no fueran suficientes signos enviados por los dioses, el coche de alquiler, también nos dejó tirados.

Así es que cuidaros de los idus de septiembre que los carga el diablo.

miércoles, julio 12, 2023

España y los calores

¡Albricias! Por fin, hemos descubierto que en España hace calor en verano, algo absolutamente novedoso y a la par, inquietante. Los reporteros de todas las tv salen a la calle, micrófono y cámara en mano, a perseguir a los sufridos viandantes y preguntarles que si tienen calor y cómo lo soportan. Y avisan, por nuestro bien, que no es bueno salir de casa a las tres de la tarde.

Qué difícil debe ser tener que escribir sobre algo, cuando no hay nada sobre lo que escribir.

Cuando era niño – y no tan niño – en mi casa teníamos un sistema infalible para combatir el calor de Madrid en verano. Afortunadamente, no era frecuente que pasáramos siempre todo el verano en casa, pero entonces como ahora, el calor no siempre llegaba en julio y agosto que era cuando solíamos estar fuera.

Abríamos todas las ventanas de par en par, bajábamos todas las persianas y las apoyábamos en unos topes que permitían solo un espacio de unos cuatro dedos de alto. Eso, con las que daban a la calle. Las otras, como daban a un patio interior, estaban abiertas de par en par. Así se establecía una corriente de aire que el soroyo – el gato – aprovechaba al máximo tumbándose todo lo largo que era, justo en medio de donde había más aire, que era la confluencia entre la cocina y el salón. A veces, no tenía suficiente y se apostaba en el mismo alféizar de la ventana, en un inusual equilibrio que sólo los gatos son capaces de conseguir.

Cuando mi madre me arrastraba a acompañarla a hacer la compra por el barrio, la idea era madrugar y salir de casa lo más temprano posible, porque si se nos echaba el tiempo encima, podríamos derretirnos del calor. Así es que, cuando llegábamos a los puestos, hacía poco que habían abierto y en algún caso, lo estaban haciendo en esos momentos. Madrugar era la clave.

Al regresar, era una delicia entrar en el amplio y largo portal. Parecía mentira que, con tan solo atravesar el dintel de la puerta de hierro de tres metros de alto, pudiera haber semejante diferencia de temperatura. Era reconfortante.

Luego, las persianas volvían a levantarse totalmente pasadas las horas de calor, a eso de las seis o las siete de la tarde y así se mantenían, abiertas, durante la noche.

No había aire acondicionado, ni ventiladores. La luz era cara, incluso entonces. Tampoco nos dedicamos a beber cervezas, ni horchatas. Agüita fresca del grifo y con suerte, con un trozo de hielo, si es que habías sido lo suficientemente hábil como para coger el cuarto de barra que tenías en la nevera – no fue frigorífico hasta mucho después- y con un cuchillo picar y obtener un pedazo de hielo que cupiera en un vaso.  Lo de las cubiteras era para ricos.

Tampoco había piscina. Bueno, tal vez la hubiera, pero estaba descartada por diversas razones.

Y en los pueblos, como hemos visto en infinidad de fotografías, los que tenían una fuente, pues allí que se reunían. O en las orillas de los arroyos y ríos. O en las pozas que estos pudieran originar, como las que había en la Boca del Asno, en Valsaín, entre Madrid y Segovia. Y si no había corriente de agua cerca, pues a sacar las sillas a la calle y a despellejar en corro, con rumores más o menos infundados, a los vecinos. Los pueblos sesteaban durante todo el día hasta bien entrada la tarde y prolongaban su actividad hasta pasada la medianoche. En verano, todos nos volvíamos algo noctámbulos.

Agua, abanico y sombrita. Nada sofisticado. Está todo inventado.

jueves, abril 27, 2023

Sinatra y mis recuerdos (II)

Ya dije que el año 1962 no fue especialmente bueno contradiciendo la letra de la canción de Franki y en ello tuvo mucho que ver, especialmente, mi incorporación al colegio de curas.

El colegio del Sagrado Corazón fue fundado en Francia, en 1821. El 13 de septiembre de 1841 el hermano Policarpo fue elegido unánimemente como superior-general. Fue a partir de ese momento cuando reestructuró la orden y le aportó la estabilidad que necesitaba. Por eso, el hermano Policarpo era considerado como el “fundador” de la orden y se veneraba su legado. Ese origen y su posterior expansión en España, junto con otras peculiaridades sociales de la época, era lo que hacía que la mayoría de los curas tuviera un origen vasco, vasco-francés, navarro o aragonés, cada uno tenía su propio acento y sus giros lingüísticos. Todo ello me supuso otro choque cultural pues yo estaba más acostumbrado, como mucho, al acento gallego por mis veranos en Foz y ese acento resultaba mucho más cálido al oído, que no el de alguien nacido en un pueblo de montaña del país vasco, Navarra o Zaragoza, que había de todo un poco y que, además, tenían la mala costumbre de hablar a gritos.

Por otra parte, yo vivía al lado de la Puerta de Toledo, en Madrid, y el colegio estaba – y sigue estando – en la calle Alfonso XIII, es decir, al otro extremo de Madrid, lo que ocasionaba un serio problema de logística familiar, porque mi padre tenía que entrar a trabajar a la misma hora que yo debía entrar en el colegio. El caso es que recuerdo perfectamente, que ese primer día de colegio quien me llevó fue mi tía Nani.

Mi tía era una mujer alta, delgada, cariñosa, con una infinita paciencia, siempre bien vestida y muy guapa, incluso entonces, que ya era “muy mayor” – cerca de los cincuenta años - para un niño como yo. Era la mayor de cinco hermanos - mi madre era la tercera - y la única que permaneció soltera. A cambio la vida le dio varios sobrinos, a la mitad de los cuales no les llegó a conocer por estar desperdigados por Galicia y Venezuela, todos hijos de los dos hermanos varones. Nani – Encarnación - vivía en casa de su hermana la menor, que tuvo cuatro hijas.

Esa es una etapa de mi vida que tengo algo borrosa en mi memoria, pero sí recuerdo con nitidez que esa no fue – ni mucho menos – la última vez que mi tía Nani me llevó de la mano al colegio o que me recogiera a la salida. Mis tíos vivían mucho más cerca, en la calle Clara del Rey y eso hacía que pasara más tiempo con ellos que en mi casa. Mucho tiempo después pude atar cabos y comprender las razones de esa circunstancia. Mi padre había comenzado con los primeros síntomas de su enfermedad, y entre análisis clínicos, visitas al médico y demás, el trasladarme desde una punta de Madrid a la otra se había convertido en un problema. Así es que la solución parcial pasaba por estar más tiempo con mis tíos y mis cuatro primas.

Volviendo al inicio, aquel primer día de colegio fue especialmente traumático. Hasta ese momento no había tenido la ocasión de jugar con otros niños. En mi bloque era el más enano de todos con diferencia y de mi familia directa, yo era el mayor de mis cuatro primas. Así es que, al llegar al colegio de la mano de mi tía, me encontré a una multitud de desconocidos, que gritaban, saltaban y corrían y hasta parecían felices, algo que para mí era completamente incomprensible. Por otro lado, la visión de los curas vestidos con sus sotanas negras me produjo una sensación de temor. Y para colmo, tuve que ir al baño y ahí estaba mi tía Nani preguntando a un señor de esos con sotana dónde estaba el cuarto de baño. Entonces, ni se me pasó por la cabeza la posibilidad de que en un cuarto de baño no hubiera papel higiénico, pero eso también formó parte de mi bienvenida.

Para solventar tan incómoda situación no quedaba otra alternativa que gritar pidiendo ayuda a mi tía, pero ella estaba en la puerta de la entrada y con el griterío que había en el patio no me oía. Tuve algo de suerte y después de dejarme los pulmones gritando su nombre, alguien me escuchó y sirvió de correo para llegar hasta ella. El siguiente problema era solucionar el hecho de no solamente no había papel higiénico en el baño, es que simplemente, no había papel en ninguna parte. Ella protestó educadamente y recriminó a algún cura el hecho de que no era aceptable que en un baño no hubiera papel higiénico. Una vez resuelto el problema con algún periódico regresamos a la entrada que daba al patio de recreo.  Todo aquello me dio la impresión de ser una cárcel, pero con horario de salida.

En un momento dado se escuchó un silbato estruendoso. Uno de los que llevaba sotana, debía ser un jefe y con su silbato, al más puro estilo carcelario o campo de concentración nazi, ordenó que todos los familiares que estaban en el patio se fueran del colegio. Aquello supuso otro golpe en mi tapa del ataúd.

Cuando salió el último de los familiares, incluida, claro, mi tía, el del silbato siguió atronando el aire. Fue entonces cuando todos los alumnos debían agruparse en función del curso al que pertenecían, formando filas de a dos en fondo y guardando silencio. Esa sería una mecánica que formaría parte del protocolo diario: formar en fila para entrar en clase y guardar silencio.

A nosotros, los párvulos, nos metieron en una clase que estaba muy cerca de la entrada. Había como 40 o 50 pupitres y a la hora de sentarnos, el cura, - que se llamaba Desiderio-, nos colocó por orden alfabético, o sea, yo estaba en la última fila. Algo a lo que me acostumbré en los años sucesivos y de ahí que ahora tenga querencia a las últimas filas, como el toro herido a las tablas. Desde ahí se tiene una mejor perspectiva de lo que ocurre.

Recuerdo que al entrar en la clase había una cosa negra y enorme en la pared. Alguien había dibujado una virgen con tizas de colores. Nunca había visto una pizarra y menos así de grande. No recuerdo nada más, excepto que estaba totalmente atemorizado por todo lo que estaba sucediendo porque nadie me había preparado para semejante choque emocional. El ruido, los gritos, las sotanas, el silbato, la disciplina carcelaria (en fila y en silencio).

En un momento dado el hermano Desiderio nos hizo levantar de nuestros pupitres, colocarnos en fila dentro de la clase y en silencio, salir al patio a jugar. Yo, en lugar de ir al jugar al fútbol con los demás, regresé a la puerta de salida a la calle. Era una puerta de hierro y con barrotes, lo que acrecentaba la sensación de prisión. Como un preso anhelante de libertad me aferré a los barrotes y apoyé la cabeza en ellos mirando lo que sucedía en la calle, viendo pasar a los coches y a las personas. Echaba de menos a mi madre, pero sobre todo a mi tía. Me encontraba solo, triste, asustado y desamparado, al borde del llanto.

Entonces, por alguna razón extraña se acercó otro niño y me preguntó qué me pasaba, si estaba bien. Yo estaba totalmente descorazonado, me sentía como un perro abandonado en una gasolinera a la espera de ver regresar a mis dueños, en este caso, a mi tía Nani. Traté de tranquilizar a mi nuevo amigo y recuerdo perfectamente lo que le dije:

     - Dentro de doce años dejaré este colegio y no volveré jamás.

domingo, abril 16, 2023

Sinatra y mis recuerdos (I)

De entre las docenas de canciones de su extenso repertorio, Sinatra tiene una que se llama “It was a very good year”.  En ella, en un tono algo triste y melancólico va recordando distintas etapas de su vida en un viaje cronológico y a grandes saltos. Y eso me dio la idea de hacer algo parecido, pero sin cantar, y tratando de huir de la tristeza, aunque no creo que sea capaz de desprenderme totalmente de la nostalgia.

Después de pensar en ello se me ocurrió que hay una parte importante de mi vida que hasta ahora siempre había dejado de lado. Es mi etapa educativa durante doce años en un colegio de curas. Siempre había creído que no tenía la más mínima relevancia para nadie, que sólo la tenía para mí, pero entonces recordé que no hace muchos años, estaba leyendo a mi amiga Paula, -  colega en esto de escribir-, algo relacionado con sus recuerdos en un colegio de monjas y pensé que había bastantes cosas en común en este sentido y eso me ha impulsado a pensar que sí, que tal vez, pudiera resultar, al menos curioso, conocer mi experiencia en el colegio de curas. Doce años son muchos años, pero si además es el período en el que se forma la personalidad, el carácter, de un ser humano, todavía tiene mayor trascendencia. Y también contrastar los comportamientos y los métodos de enseñanza de una época pasada con los actuales.

Por eso, para abordar ese largo período de tiempo he pensado en hacer un viaje a través de los años. Cada curso un año, como en la canción de Sinatra. Por eso, a esta serie de capítulos la he bautizado como “Sinatra y mis recuerdos” y aunque la mayor parte de esos relatos se basan en las experiencias en el colegio, también debo añadir alguna ajena.

La canción de Sinatra comienza hablando de cuando tenía 17 años, pero yo empezaré mucho antes y como sucede a veces con ciertos artistas, que una y otra vez abordan el mismo tema de una manera recurrente, casi compulsiva, yo haré lo mismo. Yo, en esta ocasión, hablaré de Foz.

Es absolutamente imposible borrar de mis recuerdos los que tengo de mi más lejana infancia en Foz. La inocencia y la candidez ayudaron a convertirlos en los únicos y más felices años de toda mi vida.

Corrían los años de finales de los 50 comienzo de los 60. En esa España franquista en la que sólo trabajaba el hombre para mantener a toda la familia, la gente tenía una vivienda, se compraba frigoríficos, lavadoras, televisiones, y en verano, se iban de vacaciones.

Doy por hecho que a cualquier niño pequeño le gusta jugar en la playa, así es que, en eso yo no me diferenciaba mucho de ningún otro. La única diferencia que podría haber era que yo, para disfrutar de la playa, tenía que recorrer más de 600 kilómetros en un Seat 600 desde Madrid hasta Foz, provincia de Lugo. Y tal vez, la otra gran diferencia era que yo estaba dos meses allí y no sólo unos pocos días. Por eso, Foz y sus gentes, entraron pronto en mi vida y no han salido jamás.

El pueblo, aunque empezaba a despertar a la industria del turismo, vivía en gran medida de la pesca. En su puerto pesquero amarraban diversos barcos con distintos objetivos de captura. También había una importante empresa conservera, lo que hacía que, mientras muchos hombres se embarcaban en la pesca del bonito, sus mujeres, después, los metían en latas.

Pasaré por alto en esta ocasión – ya he hablado de ello en otros momentos - los pormenores de la organización del viaje, con sus baúles y maletas, la tortilla de patatas para la comida, el gato y su cesta de transporte, el itinerario largo, sin radio, ni casetes, ni aire acondicionado, ni autopistas y con alguna avería que otra o un simple calentamiento del motor que, como los caballos de las películas de vaqueros, de vez en cuando necesitaba descansar y refrescarse. Todo eso también forma parte de los recuerdos, pero, sobre todo, siempre tengo muy presentes a Lucio y Clotilde.

Ellos eran los propietarios de la casa que, como la mayoría de sus vecinos, alquilaban a los veraneantes, gentes que llegaban de Lugo capital, de Ponferrada, y de sitios más lejanos como Madrid, por ejemplo. Lugares donde el mar constituía un deseo y a veces, una necesidad.

Al entrar en la casa había un largo pasillo cuyo suelo era de cemento en crudo, sin solar, exactamente igual que el aspecto externo de la casa. A ambos lados del mismo se distribuían los dormitorios y al final, estaba el comedor. La primera habitación a la derecha era la de mis padres, enfrente había otra que ocupaba una tía y junto a la de mis padres, la mía que compartía con mi hermano. Junto al comedor, al final a la derecha, estaba la cocina, que era de leña y cuya amplia ventana daba a una zona interior de la parcela.

La propiedad disponía, además, de un corral con algún conejo, gallinas y sus polluelos. A continuación, estaba la cochiquera, una inmundicia a la que Clotilde, la dueña de todo aquello, me tenía prohibido entrar, aunque fuera usando los zuecos que ella usaba para echar de comer a los cerdos. Más a la izquierda estaba el establo de la burra, que solía utilizar para llegarse hasta un terrenito que estaba un poco más arriba, - caminando por una calle más ancha -, en el que cultivaban patatas, berzas y algunas verduras. Cuando iba a acompañar a Clotilde a recoger las “patacas” o las berzas para dar de comer a los animales, me subía a lomos de la burra y me agarraba con fuerza a una anilla de hierro que llevaba en la montura, porque aquella mula se movía más de lo que pensaba. Después del establo para la burra, había lo que podría llamarse una covacha, una especie de agujero negro, en el que Clotilde y su marido, Lucio, compartían con su hija, Pilar, que por entonces era una belleza de dieciocho años, de pelo rubio y de ojos azules.

Clotilde era una mujer de pelo canoso, vestida siempre con colores oscuros, lista para la faena diaria, trabajadora incansable a pesar de los problemas de espalda que tenía que la obligaban a andar como un marinero recién desembarcado, de lado a lado, entrada en carnes, con unas gafas grandes y bastante graduadas y que hablaba siempre muy alto. Clotilde me trató siempre con un inmenso cariño.

Yo pasaba mucho tiempo con Clotilde, dando de comer a las gallinas, o a la burra o viendo cómo los cerdos se movían en la cochiquera que, la verdad, daba bastante asquito. A las gallinas y a los pollos, para que engordaran, Clotilde les daba granos de maíz. Me encantaba darles de comer a través de la verja y comprobar que apenas me picoteaban la mano y comían. Pero el maíz era caro y Clotilde no les daba siempre eso. Otras veces les daba patata cocida y huevo duro aplastado con la mano, haciendo una masa con ello, que la verdad, no sé cómo se podían tragar sin beberse un litro de agua. A la burra lo que le gustaba era comer las berzas que había amontonadas a la puerta de su cuadra, pero en cuanto Clotilde me veía que me ponía a dar de comer a los animales, venía a controlarme para que no les supusiera una ruina para sus bolsillos.

Lucio, por el contrario, era un hombre enjuto y no muy alto, de voz aguardentosa y profunda, como consecuencia del tabaco que él mismo solía liarse antes de fumárselo y de los orujos que se bebía. De tez muy morena y piel curtida como el cuero, con unas manos grandes y encallecidas, todo ello por su trabajo de marinero en los barcos de pesca del puerto. Una vez, trajo de uno de sus viajes, un atún enorme. Yo nunca había visto un pez más grande en toda mi vida.

Lucio pasaba la mayor parte del tiempo embarcado, pero cuando estaba en casa me gustaba mucho estar con él y escuchar las historias que me contaba, con esa voz tan profunda, esa carraspera constante y ese acento tan marcado, que al final, yo mismo adquiría y me lo llevaba a Madrid de vuelta conmigo. Hablaba despacio, pausado. La verdad es que todo lo hacía con calma. Se preparaba el cigarrillo que se iba a fumar con tranquilidad, esparciendo el tabaco de modo concienzudo para que no se perdiera ni una pizca. Luego, enrollaba sobre sí mismo el fino papel con sumo cuidado y para sellarlo, humedecía el borde y lo pegaba.

Recuerdo que una vez le pedí que me hiciera un nudo. Supongo que sería uno corredizo, algo sencillo, pero que para un niño era tarea imposible. Él se puso a la tarea con tanta parsimonia que le metí prisa y le dije que por qué tardaba tanto si no parecía tan complicado. Él me sonrió con su cigarrillo explota pechos en los labios, y continuó trabajando en la madre de todos los nudos como si el comentario y mis prisas no fueran con él.

Muchas veces, Clotilde y Lucio, me invitaban a comer con ellos y con su hija Pilar. Siempre pedían permiso a mis padres y yo estaba encantado. Todo lo que fuera romper la monotonía y estar con personas cariñosas era bien recibido.

En agosto, se celebraban las fiestas del pueblo, que se llenaba de propios y extraños, de gentes de pueblos vecinos, o de aldeas que rara vez veían a tanta gente junta. Uno de esos días, también me invitaron a comer con ellos porque de postre tenían brazo de gitano. Yo no sabía qué era eso y cuando me dijeron que tenían brazo de gitano y después de las experiencias sangrientas que había tenido con los pollos y el cerdo, de pronto me empecé a preocupar. Tal sería la cara que puse que enseguida y entre risas de los tres - Clotilde, Pilar y Lucio - me explicaron que era un pastel que se llamaba así. Entonces, me quedé más tranquilo, comí con ellos y probé el pastel.

Luego, por la tarde, como era costumbre, salía con mis padres a dar una vuelta por el pueblo y a tomar un aperitivo. A veces íbamos al puerto pesquero, donde los barcos estaban pintados con vivos colores. Todo olía diferente. Olía a mar, a pescado, se sentía la sal y el yodo y se escuchaba el estruendo de las gaviotas que revoloteaban por allí, a ver si comían algo. Se veían las redes por remendar y los aparejos de los barcos.

Pero aquel día lo que vimos no tenía nada de bucólico. Vimos a mucha gente vomitando, algunos, eran incapaces de contener los esfínteres y mi padre se dio cuenta enseguida de lo que estaba pasando. Todo el pueblo estaba intoxicado por algo que habían comido. Y en ese momento, yo mismo tenía unas ganas tremendas de ir al baño y mis padres me dijeron que no me preocupara, que lo hiciera allí mismo. Y así fue, pero no me encontré mejor.

Regresamos a casa a toda prisa y en el camino vomité varias veces. Rápidamente, el médico que mi padre llevaba dentro se puso a trabajar y enseguida llegó a la conclusión de que el motivo de la intoxicación fue el brazo de gitano. De hecho, enseguida se corrió la voz por todo el pueblo y se supo que, el pastelero, ante la avalancha de visitantes que se preveía para esos días, había preparado los postres con antelación y era más que probable, que, debido al calor, a una mala refrigeración o vaya usted a saber qué, el caso es que, sin pretenderlo, envenenó a todo el pueblo. Como suele ocurrir en estos casos, algunos fueron a su casa a pedirle explicaciones, pero pronto descubrieron que el pastelero había ido a visitar a unos parientes que tenía en Siberia y a los que hacía tiempo no veía.

Los siguientes días los pasé en cama con casi cuarenta de fiebre y con inyecciones de penicilina que me ponía mi padre. Recuerdo ver como entre sueños, en la puerta de mi habitación al pobre Lucio y a la pobre Clotilde, que se sentían culpables por mi intoxicación. Ellos también la sufrieron, pero con menor intensidad. Y también recuerdo escuchar a mi padre jurar en arameo y prometer que si volvía a ver al pastelero lo iba a abrir en canal para hacerle una autopsia en vivo.

Como cada año la despedida de Foz era un trauma para mí. Abandonar a Lucio, Clotilde, Pilar, dar de comer a las gallinas, montar en la burra, recoger patatas en la huerta y cambiar todo eso, de la noche a la mañana por vivir en la casa de Madrid, era demasiado duro. Pero todavía hubo algo peor.

Debió ser por 1962. Mi padre, que había estudiado cuatro años de medicina al estallar la guerra civil, se detectó unos bultos en las axilas. Llamó a mi madre a la habitación y cerraron la puerta para mantener el secreto, pero yo pude escuchar algo a través de la ventana que daba al patio de la entrada principal. A mi padre no le gustó nada lo de los bultitos en las axilas y sugería un regreso precipitado a Madrid. Qué lejos estuve en aquel momento de saber que ese sería mi último año en Foz. Y qué lejos estaba de saber que un par de años más tarde, aquellos bultitos en las axilas de mi padre, se convertirían en un linfoma en fase de metástasis.

Así es que, en contra de lo que dice el título de la canción de Sinatra, 1962 no fue un buen año. Fue mi último verano en Foz; en octubre empecé a ir al colegio y me encontré con cientos de niños que no conocía y a unos señores que llevaban unas sotanas negras. Y todavía quedaba por venir lo peor.

1962 no fue un buen año, como decía Sinatra.

sábado, enero 28, 2023

Adelita

Adelita era una niña alegre, algo temperamental y un tanto nerviosa. Parecía feliz, algo normal en una niña de apenas diez años. Vivía con sus padres en los sótanos de un bloque de viviendas en Madrid, en el que su padre, Pedro, trabajaba como conserje.

Las dependencias de la familia no daban la impresión de poder competir con un hotel de cinco estrellas, pero por lo menos, proporcionaban un techo a sus moradores, a cambio de un modesto alquiler que se abonaba a la comunidad de propietarios. Al fin y al cabo, era un trabajo sencillo, para un hombre sencillo, que había emigrado de su Extremadura natal a la capital en busca de mejores condiciones de vida y después de haber trabajado duro en el mundo de la Construcción, había encontrado lo que podríamos denominar un chollo. Ya no tenía que madrugar tanto, ni trasladarse al otro lado de la ciudad, sufrir las inclemencias del tiempo en invierno y en verano, y trabajar duro durante ocho o nueve horas, para al día siguiente, comenzar de nuevo. Tal vez ganaba un poco menos, pero ponerse el uniforme de conserje, abrir la puerta del portal a los vecinos y visitantes, dar los buenos días y sacar la basura por las noches, no era lo que se dice un trabajo muy estresante que digamos. Además, por sacar la basura a los contenedores, cobraba un extra de los vecinos, pues no figuraba entre sus tareas diarias.

La madre de Adelita, Felipa, tenía una presencia más rotunda que Pedro, su marido, un hombre apocado, tímido o tal vez, avergonzado. Felipa, era lo que se dice una mujerona: más alta que su marido, más corpulenta y con unos pechos enormes, que ayudaban a dar esa sensación de tener más carácter, más personalidad y ser más dominante.

Como todo barrio de reciente creación, abundaban los bloques de viviendas que se levantaban por doquier y, por tanto, abundaban los matrimonios jóvenes y de mediana edad, la mayoría con niños de corta edad. Adelita solía jugar con las niñas del bloque de viviendas y daba la impresión de que había heredado de su madre las dotes de mando, porque siempre imponía su criterio con las otras niñas a la hora de decidir a qué se jugaba, cómo, cuánto tiempo y quién podía hacerlo. A veces, sus padres, impedían que Adelita frecuentara esas compañías, no fuera a ser que algún vecino, especialmente puntilloso, se mostrara molesto por la confraternización de sus hijos con la hija del portero. Al fin y al cabo, en aquel Madrid de los años sesenta del siglo veinte, eso de las clases sociales, todavía existía. De hecho, los niños y niñas del edificio, solían ir a los colegios privados de la zona, generalmente de religiosos, mientras Adelita iba a uno público.

Todo parecía desarrollarse de una forma normal, hasta que Adelita comenzó a entrar en la pubertad. A partir de ese momento, la normal rebeldía de los jóvenes, en el caso de Adelita se convirtió en un auténtico dolor de cabeza.

En el colegio público comenzó a tener problemas con sus compañeros, e incluso con algunos profesores, lo cual, obligó a éstos, a llamar en varias ocasiones a los padres para ponerles al día de las andanzas de su hija. Sus padres intentaron, primero por las buenas, hacer entrar en razón a su hija, haciéndola ver que su comportamiento podría traer consecuencias y ser expulsada del centro, lo que, por cierto, no pareció importarle demasiado a la niña. Dado que los problemas continuaron y las quejas de los profesores se fueron haciendo cada vez más continuas y amenazantes, a Pedro, no se le ocurrió otra manera de meter en cintura a su hija que comenzar a utilizar el cinturón como arma de reflexión, con un resultado, que como se verá más tarde, dejó bastante que desear.

Las cosas con el tiempo fueron empeorando, y las broncas y los gritos desde el sótano donde vivían, podían escucharse sin demasiado esfuerzo en casi cualquier piso de los ocho de los que constaba el bloque. Los sonidos viajaban a la velocidad de la luz por el hueco de la escalera. Ello, a su vez, constituyó una nueva fuente de problemas para Pedro, pues a los que le estaba ocasionando la indómita de su hija, ahora tenía que añadir las quejas de algunos vecinos que consideraban que no tenían porqué aguantar esos gritos y esas disputas familiares, que en realidad, invadían su espacio privado, todo lo cual, redundaba en una enorme preocupación por parte de Pedro, pues, no sólo era consciente de que tal vez su empleo estaba en peligro, sino que además, sentía una profunda vergüenza al ser consciente de que toda la comunidad conocía sus problemas íntimos con su hija.

Y a pesar de todo, él tenía que estar cada día dando la cara, con su uniforme de conserje, desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde, abriendo la puerta de la calle, ayudando a entrar las bolsas de la compra al ascensor, impidiendo el acceso de los vendedores a domicilio y proporcionando información a quien se acercaba preguntando por algún vecino. Tal vez fuera eso, la vergüenza que le producía la desagradable situación, por lo que difícilmente, miraba a la cara a nadie cuando pasaban por su mostrador de conserje.

El problema con el tiempo se fue agravando y dado que el cinturón de Pedro y la mano dura no conseguían sus objetivos, los padres comenzaron a encerrar con llave en su habitación a Adelita, con el único fin de evitar que, al salir, se encontrara con una pandilla de gente muy poco recomendable y mucho mayor que ella, que tan sólo tenía unos catorce años. Pero Adelita, parecía poseída por algún tipo de demonio. Ni las palizas, ni los azotes con el cinturón, ni enjaularla en su habitación eran suficientes medidas como para impedir sus ansias de volar lejos, muy lejos, de aquel infierno. Así es que ni corta ni perezosa, al no poder salir por la puerta, fue capaz de sacar su cuerpo por el ventanuco que había en su habitación, por el que apenas podía entrar algo de luz. Tardó varios días en regresar a su casa y al hacerlo, lo hizo acompañada de la policía. Otro escándalo para el vecindario, otro escarnio para sus pobres padres. A la vista de las habilidades de Houdini que al parecer había desarrollado Adelita, sus padres, en una nueva vuelta de tuerca, decidieron poner barrotes en los ventanucos con el fin de evitar una nueva huida de su querida Adelita. Todo fue inútil.

No podían mantener a su hija encarcelada en la vivienda. Debía acudir al colegio o al instituto o donde fuera para formarse y labrarse un porvenir.

Y finalmente, un día, sucedió lo que parecía inevitable. Adelita se marchó y nunca jamás se volvió a saber de ella. Sus padres renunciaron a denunciar su desaparición a la policía, al margen de que fuera una menor de edad. Terminaron por rendirse. Consideraban que habían hecho todo lo que habían podido para intentar encarrilar a su hija, pero por alguna razón, habían fracasado.

Algunas testigos afirmaron cierto tiempo después, que la vieron con un grupo de drogadictos y que tenía muy mal aspecto.

Sus padres, no levantaron cabeza a partir de aquel momento. Pedro se volvió algo tosco, huraño, huidizo. De ser un hombre amable y servicial, pasó a ser algo distante, casi mudo. No miraba a la cara nunca y comenzó a limitarse a cumplir con sus obligaciones, de modo estricto, sin extras, como bajar la basura.

Poco tiempo después, la Junta de Propietarios consideró que, al haber cambiado la caldera de carbón por la de gasoil, la presencia del conserje no tenía justificación, pues la ayuda que prestaba en el momento de cargar el almacén de carbón, ya no era necesaria. Y así, casi veinte años después de iniciar su trabajo como conserje de un edificio de la calle Clara del Rey de Madrid, se encontró con que había perdido a su hija y de paso, había perdido su empleo. Sin ninguna razón que les mantuviera atados a la capital, decidieron regresar a su pueblo natal, seguramente con un sabor amargo en la boca. La experiencia, no salió como ellos pensaron en su momento.