De entre las docenas de canciones
de su extenso repertorio, Sinatra tiene una que se llama “It was a very good
year”. En ella, en un tono algo triste y
melancólico va recordando distintas etapas de su vida en un viaje cronológico y
a grandes saltos. Y eso me dio la idea de hacer algo parecido, pero sin cantar,
y tratando de huir de la tristeza, aunque no creo que sea capaz de desprenderme
totalmente de la nostalgia.
Después de pensar en ello se me
ocurrió que hay una parte importante de mi vida que hasta ahora siempre había
dejado de lado. Es mi etapa educativa durante doce años en un colegio de curas.
Siempre había creído que no tenía la más mínima relevancia para nadie, que sólo
la tenía para mí, pero entonces recordé que no hace muchos años, estaba leyendo
a mi amiga Paula, - colega en esto de
escribir-, algo relacionado con sus recuerdos en un colegio de monjas y pensé que
había bastantes cosas en común en este sentido y eso me ha impulsado a pensar
que sí, que tal vez, pudiera resultar, al menos curioso, conocer mi experiencia
en el colegio de curas. Doce años son muchos años, pero si además es el período
en el que se forma la personalidad, el carácter, de un ser humano, todavía
tiene mayor trascendencia. Y también contrastar los comportamientos y los
métodos de enseñanza de una época pasada con los actuales.
Por eso, para abordar ese largo
período de tiempo he pensado en hacer un viaje a través de los años. Cada curso
un año, como en la canción de Sinatra. Por eso, a esta serie de capítulos la he
bautizado como “Sinatra y mis recuerdos” y aunque la mayor parte de esos
relatos se basan en las experiencias en el colegio, también debo añadir alguna ajena.
La canción de Sinatra comienza
hablando de cuando tenía 17 años, pero yo empezaré mucho antes y como sucede a
veces con ciertos artistas, que una y otra vez abordan el mismo tema de una
manera recurrente, casi compulsiva, yo haré lo mismo. Yo, en esta ocasión,
hablaré de Foz.
Es absolutamente imposible borrar
de mis recuerdos los que tengo de mi más lejana infancia en Foz. La inocencia y
la candidez ayudaron a convertirlos en los únicos y más felices años de toda mi
vida.
Corrían los años de finales de
los 50 comienzo de los 60. En esa España franquista en la que sólo trabajaba el
hombre para mantener a toda la familia, la gente tenía una vivienda, se
compraba frigoríficos, lavadoras, televisiones, y en verano, se iban de
vacaciones.
Doy por hecho que a cualquier
niño pequeño le gusta jugar en la playa, así es que, en eso yo no me
diferenciaba mucho de ningún otro. La única diferencia que podría haber era que
yo, para disfrutar de la playa, tenía que recorrer más de 600 kilómetros en un
Seat 600 desde Madrid hasta Foz, provincia de Lugo. Y tal vez, la otra gran
diferencia era que yo estaba dos meses allí y no sólo unos pocos días. Por eso,
Foz y sus gentes, entraron pronto en mi vida y no han salido jamás.
El pueblo, aunque empezaba a
despertar a la industria del turismo, vivía en gran medida de la pesca. En su
puerto pesquero amarraban diversos barcos con distintos objetivos de captura.
También había una importante empresa conservera, lo que hacía que, mientras
muchos hombres se embarcaban en la pesca del bonito, sus mujeres, después, los
metían en latas.
Pasaré por alto en esta ocasión –
ya he hablado de ello en otros momentos - los pormenores de la organización del
viaje, con sus baúles y maletas, la tortilla de patatas para la comida, el gato
y su cesta de transporte, el itinerario largo, sin radio, ni casetes, ni aire acondicionado,
ni autopistas y con alguna avería que otra o un simple calentamiento del motor
que, como los caballos de las películas de vaqueros, de vez en cuando
necesitaba descansar y refrescarse. Todo eso también forma parte de los
recuerdos, pero, sobre todo, siempre tengo muy presentes a Lucio y Clotilde.
Ellos eran los propietarios de la
casa que, como la mayoría de sus vecinos, alquilaban a los veraneantes, gentes
que llegaban de Lugo capital, de Ponferrada, y de sitios más lejanos como
Madrid, por ejemplo. Lugares donde el mar constituía un deseo y a veces, una
necesidad.
Al entrar en la casa había un largo pasillo
cuyo suelo era de cemento en crudo, sin solar, exactamente igual que el aspecto
externo de la casa. A ambos lados del mismo se distribuían los dormitorios y al
final, estaba el comedor. La primera habitación a la derecha era la de mis
padres, enfrente había otra que ocupaba una tía y junto a la de mis padres, la mía
que compartía con mi hermano. Junto al comedor, al final a la derecha, estaba
la cocina, que era de leña y cuya amplia ventana daba a una zona interior de la
parcela.
La propiedad disponía, además, de un corral
con algún conejo, gallinas y sus polluelos. A continuación, estaba la
cochiquera, una inmundicia a la que Clotilde, la dueña de todo aquello, me tenía
prohibido entrar, aunque fuera usando los zuecos que ella usaba para echar de
comer a los cerdos. Más a la izquierda estaba el establo de la burra, que solía
utilizar para llegarse hasta un terrenito que estaba un poco más arriba, -
caminando por una calle más ancha -, en el que cultivaban patatas, berzas y
algunas verduras. Cuando iba a acompañar a Clotilde a recoger las “patacas” o
las berzas para dar de comer a los animales, me subía a lomos de la burra y me
agarraba con fuerza a una anilla de hierro que llevaba en la montura, porque
aquella mula se movía más de lo que pensaba. Después del establo para la burra,
había lo que podría llamarse una covacha, una especie de agujero negro, en el
que Clotilde y su marido, Lucio, compartían con su hija, Pilar, que por
entonces era una belleza de dieciocho años, de pelo rubio y de ojos azules.
Clotilde era una mujer de pelo canoso, vestida
siempre con colores oscuros, lista para la faena diaria, trabajadora incansable
a pesar de los problemas de espalda que tenía que la obligaban a andar como un
marinero recién desembarcado, de lado a lado, entrada en carnes, con unas gafas
grandes y bastante graduadas y que hablaba siempre muy alto. Clotilde me trató
siempre con un inmenso cariño.
Yo pasaba mucho tiempo con Clotilde, dando de
comer a las gallinas, o a la burra o viendo cómo los cerdos se movían en la
cochiquera que, la verdad, daba bastante asquito. A las gallinas y a los
pollos, para que engordaran, Clotilde les daba granos de maíz. Me encantaba
darles de comer a través de la verja y comprobar que apenas me picoteaban la
mano y comían. Pero el maíz era caro y Clotilde no les daba siempre eso. Otras
veces les daba patata cocida y huevo duro aplastado con la mano, haciendo una
masa con ello, que la verdad, no sé cómo se podían tragar sin beberse un litro
de agua. A la burra lo que le gustaba era comer las berzas que había
amontonadas a la puerta de su cuadra, pero en cuanto Clotilde me veía que me
ponía a dar de comer a los animales, venía a controlarme para que no les
supusiera una ruina para sus bolsillos.
Lucio, por el contrario, era un hombre enjuto
y no muy alto, de voz aguardentosa y profunda, como consecuencia del tabaco que
él mismo solía liarse antes de fumárselo y de los orujos que se bebía. De tez
muy morena y piel curtida como el cuero, con unas manos grandes y encallecidas,
todo ello por su trabajo de marinero en los barcos de pesca del puerto. Una
vez, trajo de uno de sus viajes, un atún enorme. Yo nunca había visto un pez
más grande en toda mi vida.
Lucio pasaba la mayor parte del tiempo
embarcado, pero cuando estaba en casa me gustaba mucho estar con él y escuchar
las historias que me contaba, con esa voz tan profunda, esa carraspera
constante y ese acento tan marcado, que al final, yo mismo adquiría y me lo
llevaba a Madrid de vuelta conmigo. Hablaba despacio, pausado. La verdad es que
todo lo hacía con calma. Se preparaba el cigarrillo que se iba a fumar con
tranquilidad, esparciendo el tabaco de modo concienzudo para que no se perdiera
ni una pizca. Luego, enrollaba sobre sí mismo el fino papel con sumo cuidado y
para sellarlo, humedecía el borde y lo pegaba.
Recuerdo que una vez le pedí que me hiciera
un nudo. Supongo que sería uno corredizo, algo sencillo, pero que para un niño
era tarea imposible. Él se puso a la tarea con tanta parsimonia que le metí
prisa y le dije que por qué tardaba tanto si no parecía tan complicado. Él me
sonrió con su cigarrillo explota pechos en los labios, y continuó trabajando en
la madre de todos los nudos como si el comentario y mis prisas no fueran con
él.
Muchas veces, Clotilde y Lucio, me invitaban
a comer con ellos y con su hija Pilar. Siempre pedían permiso a mis padres y yo
estaba encantado. Todo lo que fuera romper la monotonía y estar con personas
cariñosas era bien recibido.
En agosto, se celebraban las
fiestas del pueblo, que se llenaba de propios y extraños, de gentes de pueblos
vecinos, o de aldeas que rara vez veían a tanta gente junta. Uno de esos días,
también me invitaron a comer con ellos porque de postre tenían brazo de gitano.
Yo no sabía qué era eso y cuando me dijeron que tenían brazo de gitano y
después de las experiencias sangrientas que había tenido con los pollos y el
cerdo, de pronto me empecé a preocupar. Tal sería la cara que puse que
enseguida y entre risas de los tres - Clotilde, Pilar y Lucio - me explicaron
que era un pastel que se llamaba así. Entonces, me quedé más tranquilo, comí
con ellos y probé el pastel.
Luego, por la tarde, como era costumbre,
salía con mis padres a dar una vuelta por el pueblo y a tomar un aperitivo. A
veces íbamos al puerto pesquero, donde los barcos estaban pintados con vivos
colores. Todo olía diferente. Olía a mar, a pescado, se sentía la sal y el yodo
y se escuchaba el estruendo de las gaviotas que revoloteaban por allí, a ver si
comían algo. Se veían las redes por remendar y los aparejos de los barcos.
Pero aquel día lo que vimos no
tenía nada de bucólico. Vimos a mucha gente vomitando, algunos, eran incapaces
de contener los esfínteres y mi padre se dio cuenta enseguida de lo que estaba
pasando. Todo el pueblo estaba intoxicado por algo que habían comido. Y en ese
momento, yo mismo tenía unas ganas tremendas de ir al baño y mis padres me
dijeron que no me preocupara, que lo hiciera allí mismo. Y así fue, pero no me
encontré mejor.
Regresamos a casa a toda prisa y
en el camino vomité varias veces. Rápidamente, el médico que mi padre llevaba
dentro se puso a trabajar y enseguida llegó a la conclusión de que el motivo de
la intoxicación fue el brazo de gitano. De hecho, enseguida se corrió la voz
por todo el pueblo y se supo que, el pastelero, ante la avalancha de visitantes
que se preveía para esos días, había preparado los postres con antelación y era
más que probable, que, debido al calor, a una mala refrigeración o vaya usted a
saber qué, el caso es que, sin pretenderlo, envenenó a todo el pueblo. Como
suele ocurrir en estos casos, algunos fueron a su casa a pedirle explicaciones,
pero pronto descubrieron que el pastelero había ido a visitar a unos parientes
que tenía en Siberia y a los que hacía tiempo no veía.
Los siguientes días los pasé en
cama con casi cuarenta de fiebre y con inyecciones de penicilina que me ponía
mi padre. Recuerdo ver como entre sueños, en la puerta de mi habitación al
pobre Lucio y a la pobre Clotilde, que se sentían culpables por mi
intoxicación. Ellos también la sufrieron, pero con menor intensidad. Y también
recuerdo escuchar a mi padre jurar en arameo y prometer que si volvía a ver al
pastelero lo iba a abrir en canal para hacerle una autopsia en vivo.
Como cada año la despedida de Foz
era un trauma para mí. Abandonar a Lucio, Clotilde, Pilar, dar de comer a las
gallinas, montar en la burra, recoger patatas en la huerta y cambiar todo eso,
de la noche a la mañana por vivir en la casa de Madrid, era demasiado duro.
Pero todavía hubo algo peor.
Debió ser por 1962. Mi padre, que
había estudiado cuatro años de medicina al estallar la guerra civil, se detectó
unos bultos en las axilas. Llamó a mi madre a la habitación y cerraron la
puerta para mantener el secreto, pero yo pude escuchar algo a través de la
ventana que daba al patio de la entrada principal. A mi padre no le gustó nada
lo de los bultitos en las axilas y sugería un regreso precipitado a Madrid. Qué
lejos estuve en aquel momento de saber que ese sería mi último año en Foz. Y
qué lejos estaba de saber que un par de años más tarde, aquellos bultitos en
las axilas de mi padre, se convertirían en un linfoma en fase de metástasis.
Así es que, en contra de lo que
dice el título de la canción de Sinatra, 1962 no fue un buen año. Fue mi último
verano en Foz; en octubre empecé a ir al colegio y me encontré con cientos de
niños que no conocía y a unos señores que llevaban unas sotanas negras. Y
todavía quedaba por venir lo peor.
1962 no fue un buen año, como
decía Sinatra.