Cuando era niño asumía como algo ineludible que al hacerme mayor todo sería igual de seguro y predecible como era mi vida en ese momento. Sólo se trataba de ir creciendo, estudiar algo, empezar a trabajar en un sitio, ir todos los días, cobrar un sueldo cada mes, jubilarte en esa misma empresa e ir de vacaciones a la playa en verano. Imagino que todo niño lo ha pensado en alguna ocasión. Cosas de la bendita ignorancia y la mágica inocencia.
Más tarde, a medida que,
efectivamente, íbamos creciendo, empezamos a poner en duda algunos de aquellos
principios que considerábamos inamovibles y cuando llegamos a la plena madurez,
fuimos capaces de comprobar que la realidad poco tenía que ver con aquella
tierna ingenuidad. Antes o después, la mayoría se ha encontrado no ya con un
imprevisto, sino con un evento que ha señalado un antes y un después. Y suerte
si sólo has encontrado un único evento, con un único antes y un único después.
En mi caso una concatenación de
eventos perniciosos me llevó a tomar una drástica decisión: convertirme en
extra de cine y tv. Fue así, tras ver un anuncio en un periódico en el que
solicitaban modelos, que envié mis datos sin la más mínima esperanza de que me
fueran a tener en cuenta. Y, sin embargo, al cabo de unos días, recibí una
llamada para citarme en una oficina de una productora de tv.
Al llegar a la cita me encontré
con un considerable número de personas de ambos sexos y de todas las edades,
que imaginé estaban en la misma tesitura que yo. No recuerdo si acudí a la cita
en mi propio coche o en transporte público, pero sí recuerdo parte de la
entrevista que tuve con la chica que me había citado.
En esos momentos, mi situación económica
no me permitía pagar el seguro obligatorio del coche – entre otras cosas - y, por tanto, circulaba sin seguro. Para hacer
más interesante la situación, los neumáticos delanteros estaban tan lisos que
parecían los de un Fórmula 1. La persona que me entrevistaba preguntó si tenía
coche propio para saber si podía contar conmigo o no. Le comenté a mi
entrevistadora estos detalles y, como es normal, se mostró casi escandalizada.
Yo intenté tranquilizarla diciéndole que, en caso de atropellar a alguien, lo
remataría en el suelo para que no declarase en el juicio. Por algún extraño
sortilegio, mezcla – tal vez – de pena por mi situación y necesidad por la
suya, el caso es que unos días más tarde, fui citado para mi primer trabajo
como extra en mi próxima, fulgurante e inesperada carrera cinematográfica.
La cita era a las 9 de la mañana en
una nave de un polígono industrial de las afueras de Madrid, saliendo por la carretera
de Andalucía. Debía ser puntual y vestir con chaqueta y corbata en tonos verdosos.
Dado que entonces vivía en Las Rozas, estar a la hora convenida en el lugar
indicado suponía un madrugón considerable, si tenemos en cuenta que es hora
punta en todo Madrid. Y, además, insisto, circulaba sin seguro y con las ruedas
delanteras lisas como la cabeza de Kojak.
Una vez llegué al lugar indicado,
me encontré con muchas otras personas vestidas todas ellas con estilos tan
distintos, que, en su conjunto aquello parecía más un carnaval que un supuesto
programa de TV. Al parecer entre esas personas, algunos ya se conocían de antes
y mantenían una animada conversación. Como siempre en esta vida, los hay
expertos allá donde vayas.
Poco después, una persona se
dirigió al numeroso grupo y nos indicó que pasáramos al interior de la nave. En
realidad, ese fue el momento en el que pude ver los decorados, los entresijos,
las bambalinas, de un programa de tv. Nos llevaron a través de una puerta a
unas escaleras que no conducían a ninguna parte. Allí nos dijeron que debíamos
guardar silencio o hablar muy bajito y esperar a que nos llamaran. A falta de
otro mobiliario, nos sentamos en los escalones a la espera de que nos llamaran
para hacer lo que se suponía que debíamos hacer como extras. Yo pensaba que si
nos habían citado a las 9 de la mañana nos llamarían pronto, así es que, estaríamos
poco tiempo sentados en aquella escalera. Pero el tiempo pasaba y la puerta
tras la cual estaban trabajando, no se abría para invitarnos a pasar al
escenario.
Como lo único que teníamos como
capital era tiempo, empezamos a establecer una cierta relación con los
compañeros de infortunio. Nadie estaba allí por vocación, eso seguro. Fue así
como inicié una tímida conversación con la chica que estaba sentada junto a mí,
en el mismo escalón. Hablábamos en susurros, pero éramos tantos en las
escaleras que en alguna ocasión se abrió la puerta y nos dijeron que “¡silencio,
que están rodando”! Ya sólo nos quedaba el lenguaje de signos.
Allí estuvimos sentados en
aquella escalera, tras la puerta que daba al plató, hasta que, por fin, a eso
de las 14.30, la puerta se abrió. La persona nos indicó que pasáramos y nos fue
colocando en grupos de dos o de tres en diversas ubicaciones del escenario, que
figuraba ser una cafetería. Cuando terminó la distribución del personal fue
cuando nos dio las instrucciones:
-
Deben simular que mantienen una conversación con
la persona con la que están, pero no deben emitir ningún sonido. Sólo gesticular.
Incluso si sonríen, mejor, pero siempre en absoluto silencio.
La noticia me defraudó. Yo, que
había albergado la esperanza de iniciar una nueva carrera, esta vez en el mundo
del cine y la tv, me veía relegado al cine mudo y a la mímica. Estaba dispuesto
a empezar desde abajo, pero nunca se me ocurrió que tenía que empezar tan
atrás.
La pantomima duró escasamente
cinco minutos, tras los cuales, nos devolvieron a los corrales, es decir, a la
escalera; a nuestros escalones y a nuestras extrañas conversaciones con esos
desconocidos con los que estábamos compartiendo una mañana de actuación.
Alrededor de las tres de la
tarde, sin haber bebido ni comido absolutamente nada desde el desayuno, más de
ocho horas antes, nos volvieron a llamar. En esta ocasión nos fueron llamando
por nuestro nombre y apellidos y nos hicieron pasar por una pequeña oficina en
la que estaba la chica que nos había “contratado”. Al llegar frente a su
pequeño escritorio y casi sin levantar la cabeza de los papeles que tenía sobre
ella, tras nombrarme, me extendió un sobre con 3.500 pesetas. Ese fue el
salario pactado. Mi primer sueldo como actor de tv. No fue la mejor de las experiencias,
pero cuando fuera famoso la podría contar en algún programa de máxima
audiencia.
Por cierto, yo no veía habitualmente
la serie de la que trataba el trabajo y nunca me vi en ella.