domingo, octubre 22, 2023

Irati

La llamada selva de Irati se encuentra en plenos Pirineos navarros. Es uno de los hayedos más grandes y mejor cuidados de Europa. Así es que el plan de recorrer a pie parte de sus senderos resultaba de lo más apetecible. Disfrutar de la naturaleza en estado puro, del aire sin contaminar, de un cielo limpio de nubes, del silencio, tan solo roto por mis propios pasos sobre la hojarasca y mi respiración algo agitada; contemplar los riachuelos que jugaban a esconderse entre la arboleda; el musgo adherido a la corteza de los árboles; toparse de improviso con caballos salvajes que pastaban apaciblemente en lo alto de las laderas de los montes o contemplar cómo yacían descansando algunas vacas de alguna granja cercana.

A cada paso se me antojaba un momento único e irrepetible digno de ser inmortalizado con mi cámara de fotos colgada al cuello. Los juegos de luces y sombras del sol escondiéndose entre los árboles, tan abigarrados que apenas entraban sus rayos; a veces se reflejaban en las charcas y humedales del bosque creando puntos brillantes como estrellas que titilaban sobre la superficie del agua; o intentando esconderse detrás de alguna nubecilla, casi deshilachada que pasaba por allí. Todo ello reconfortaba.

El suelo estaba húmedo y algo resbaladizo, sobre todo, por las hojas caídas, pero con un calzado apropiado no había problema. O eso pensé yo.

De repente, intenté ascender por un pequeño desnivel del bosque, en busca de la cúspide. Apoyé con fuerza el pie derecho y me dispuse a iniciar el ascenso de la colina, apoyando todo mi peso, con tan mala suerte que la bota falló en el agarre, el pie se escurrió por completo y el paso fue, en toda regla, un paso en falso. Lo peor fue que al perder el equilibrio y aunque seguía estando de pie, sentí un dolor insoportable en el costado derecho. Casi no podía respirar. Recostado contra la pared de la pendiente  me esforzaba por conseguir algo de aire para mis pulmones, mientras a mi alrededor se iba acumulando una multitud de senderistas que habían sido testigos del pequeño accidente. Todos ellos se mostraban preocupados y me preguntaban con insistencia si me encontraba bien, pero yo, sencillamente, no podía hablar. Si ni siquiera podía casi respirar ni llenar mis pulmones. Al cabo de unos segundos que me parecieron una eternidad, parecía que el oxígeno conseguía abrirse camino hasta los pulmones, pero tenía un intensísimo dolor en el pecho. No entendía nada.

Finalmente, aunque el lateral derecho me dolía mucho, pude tranquilizar a los que se habían reunido a mi alrededor y hacerles entender que no parecía que tuvieran que llevarme cadáver hasta el albergue más cercano. Lo curioso fue que mi preocupación, en esos momentos en que me faltaba el aire, era comprobar que a mi cámara de fotos no le había pasado nada. La llevaba colgada del cuello y temí que al golpearme con lo que fuese que me hubiera golpeado, se hubiera dañado. La cámara estaba intacta, no como yo, que estaba allí, con media docena de senderistas preocupados, a los que finalmente, les pude tranquilizar. Pero el costado me dolía y mucho.

Me ayudaron a incorporarme, aunque en realidad, tan solo estaba a medio sentar en el desnivel que pretendí subir. Aunque lo hicieron con sumo cuidado, aquello me dolía y mucho. Entonces comenzaron los consejos: “eso es que se ha roto una costilla”; “debería ir al médico”; “si es una costilla – decía otro – no hay nada que hacer: analgésico y reposo”. Al menos pude comprobar con mis propios ojos la fuente de mi desgracia y mi dolor. Al resbalar, me había clavado en las costillas las raíces de un árbol que sobresalían del terreno. Eso y que todo el peso de mi cuerpo se fue a estrellar contra lo menos indicado y más duro que había por allí.

Conseguí llegar a una farmacia. El hombre debía estar acostumbrado a toda clase de percances e incidencias de los urbanitas, que se aventuraban en terreno desconocido. “Paracetamol cada 8 horas y descanso”, ese fue su diagnóstico y coincidió con uno de los senderistas que se detuvo a interesarse por mi estado de salud: “si es una costilla, no hay nada más que hacer”.

Al menos pude recuperar la respiración, aunque no podía hinchar mucho el pecho; ni toser; ni reírme; ni hacer movimientos bruscos. Así es que respiraba menos aire, pero más rápido. Me tenía que vestir y desnudar a la velocidad a la que se mueve un camaleón: a cámara lenta. Tampoco podía caminar erguido. Iba encogido, como si tuviera chepa o la clavícula dislocada. Los traspiés eran como un sunami: las ondas de choque terminaban por llegar al costado. Andaba con pánico a pisar una hormiga no me fuera a doler aún más.

Se terminaron las excursiones por el idílico ambiente de Irati. Acostarme e incorporarme en la cama, me llevaba más tiempo que zigzaguear a un petrolero. Cambiar de postura era imposible: todos los órganos se desplazaban hacia las costillas doloridas y sólo podía estar boca arriba. Y gracias.

Ante semejante panorama, tuve que acortar los días de estancia y regresar a casa.

Por lo demás, muy bonito Irati. Un recuerdo imborrable. Muchas de mis fotos lo atestiguan.

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