La llamada selva de Irati se encuentra en plenos Pirineos navarros. Es uno de los hayedos más grandes y mejor cuidados de Europa. Así es que el plan de recorrer a pie parte de sus senderos resultaba de lo más apetecible. Disfrutar de la naturaleza en estado puro, del aire sin contaminar, de un cielo limpio de nubes, del silencio, tan solo roto por mis propios pasos sobre la hojarasca y mi respiración algo agitada; contemplar los riachuelos que jugaban a esconderse entre la arboleda; el musgo adherido a la corteza de los árboles; toparse de improviso con caballos salvajes que pastaban apaciblemente en lo alto de las laderas de los montes o contemplar cómo yacían descansando algunas vacas de alguna granja cercana.
A cada paso se me antojaba un
momento único e irrepetible digno de ser inmortalizado con mi cámara de fotos
colgada al cuello. Los juegos de luces y sombras del sol escondiéndose entre
los árboles, tan abigarrados que apenas entraban sus rayos; a veces se reflejaban
en las charcas y humedales del bosque creando puntos brillantes como estrellas que
titilaban sobre la superficie del agua; o intentando esconderse detrás de
alguna nubecilla, casi deshilachada que pasaba por allí. Todo ello reconfortaba.
El suelo estaba húmedo y algo
resbaladizo, sobre todo, por las hojas caídas, pero con un calzado apropiado no
había problema. O eso pensé yo.
De repente, intenté ascender por
un pequeño desnivel del bosque, en busca de la cúspide. Apoyé con fuerza el pie
derecho y me dispuse a iniciar el ascenso de la colina, apoyando todo mi peso,
con tan mala suerte que la bota falló en el agarre, el pie se escurrió por
completo y el paso fue, en toda regla, un paso en falso. Lo peor fue que al
perder el equilibrio y aunque seguía estando de pie, sentí un dolor
insoportable en el costado derecho. Casi no podía respirar. Recostado contra la
pared de la pendiente me esforzaba por conseguir
algo de aire para mis pulmones, mientras a mi alrededor se iba acumulando una
multitud de senderistas que habían sido testigos del pequeño accidente. Todos
ellos se mostraban preocupados y me preguntaban con insistencia si me
encontraba bien, pero yo, sencillamente, no podía hablar. Si ni siquiera podía
casi respirar ni llenar mis pulmones. Al cabo de unos segundos que me
parecieron una eternidad, parecía que el oxígeno conseguía abrirse camino hasta
los pulmones, pero tenía un intensísimo dolor en el pecho. No entendía nada.
Finalmente, aunque el lateral
derecho me dolía mucho, pude tranquilizar a los que se habían reunido a mi
alrededor y hacerles entender que no parecía que tuvieran que llevarme cadáver
hasta el albergue más cercano. Lo curioso fue que mi preocupación, en esos
momentos en que me faltaba el aire, era comprobar que a mi cámara de fotos no
le había pasado nada. La llevaba colgada del cuello y temí que al golpearme con
lo que fuese que me hubiera golpeado, se hubiera dañado. La cámara estaba
intacta, no como yo, que estaba allí, con media docena de senderistas
preocupados, a los que finalmente, les pude tranquilizar. Pero el costado me
dolía y mucho.
Me ayudaron a incorporarme,
aunque en realidad, tan solo estaba a medio sentar en el desnivel que pretendí
subir. Aunque lo hicieron con sumo cuidado, aquello me dolía y mucho. Entonces
comenzaron los consejos: “eso es que se ha roto una costilla”; “debería ir al
médico”; “si es una costilla – decía otro – no hay nada que hacer: analgésico y
reposo”. Al menos pude comprobar con mis propios ojos la fuente de mi desgracia
y mi dolor. Al resbalar, me había clavado en las costillas las raíces de un
árbol que sobresalían del terreno. Eso y que todo el peso de mi cuerpo se fue a
estrellar contra lo menos indicado y más duro que había por allí.
Conseguí llegar a una farmacia.
El hombre debía estar acostumbrado a toda clase de percances e incidencias de los
urbanitas, que se aventuraban en terreno desconocido. “Paracetamol cada 8 horas
y descanso”, ese fue su diagnóstico y coincidió con uno de los senderistas que se
detuvo a interesarse por mi estado de salud: “si es una costilla, no hay nada
más que hacer”.
Al menos pude recuperar la respiración,
aunque no podía hinchar mucho el pecho; ni toser; ni reírme; ni hacer
movimientos bruscos. Así es que respiraba menos aire, pero más rápido. Me tenía
que vestir y desnudar a la velocidad a la que se mueve un camaleón: a cámara
lenta. Tampoco podía caminar erguido. Iba encogido, como si tuviera chepa o la
clavícula dislocada. Los traspiés eran como un sunami: las ondas de choque
terminaban por llegar al costado. Andaba con pánico a pisar una hormiga no me
fuera a doler aún más.
Se terminaron las excursiones por
el idílico ambiente de Irati. Acostarme e incorporarme en la cama, me llevaba
más tiempo que zigzaguear a un petrolero. Cambiar de postura era imposible:
todos los órganos se desplazaban hacia las costillas doloridas y sólo podía
estar boca arriba. Y gracias.
Ante semejante panorama, tuve que
acortar los días de estancia y regresar a casa.
Por lo demás, muy bonito Irati.
Un recuerdo imborrable. Muchas de mis fotos lo atestiguan.
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