Hace muchos años la aparición en TV de Karlos Arguiñano, supuso mucho más que una gran sorpresa. Marcó un antes y un después para la programación de la TV.
Hasta entonces, la cocina era el
reino de la madre, de la señora, de la cocinera. O sea, un dominio exclusivo de
la mujer. A lo máximo a lo que aspiraba un hombre era a hacer una paella el
domingo. Claro, todo eso, si no eras vasco y además pertenecías a un txoko o lo
que es lo mismo, una sociedad gastronómica con su cuadrilla de amigos. Pero eso
era la excepción.
Arguiñano embaucó a miles, tal
vez millones, de hombres y les demostró que se puede cocinar rico, rico, con
fundamento, barato y sencillo. Y mientras impartía sus lecciones magistrales,
amenizaba el programa contando chistes, anécdotas, experiencias, dando su
opinión sobre algún asunto serio. O sea, dialogaba con el espectador como si
estuviera sentado junto a él en la cocina. Y eso fue otro gesto que cambió la
historia culinaria en España.
Las lecciones de cocina se habían
democratizado, se habían eliminado los corsés de antaño y ahora todo iba siendo
más natural, más espontáneo, más cercano.
Con el paso de los años han ido
surgiendo muchos otros chefs y muchos otros programas de TV en los que la
cocina es su razón de ser. Y hoy, desde hace unos años, tenemos hasta diversos
canales de TV dedicados exclusivamente a la cocina. Y son canales tanto
españoles como extranjeros. Y eso está muy bien porque cada chef tiene su estilo,
y su especialidad, y tú puedes ir tomando nota de aquí y de allí e ir
conformando un menú, o dos mil quinientos como mi mujer, que además de ver
durante horas esos programas, después acude a las docenas de libros que tenemos
en casa en busca de más inspiración.
Pero con la proliferación de
tantos chefs, tantos programas y tantos canales de cocina, también se ha
reproducido una nueva especie de cocinero demasiado charlatán. Son los que yo
llamo los chefs verborreicos.
Son esos que no hay ni un solo segundo
de los que dura el programa, que mantienen la boca cerrada, haciendo bueno
aquel viejo refrán que dice que “en boca cerrada no entran moscas”. O sea, que
como se pasan horas hablando, la mayor parte de lo que dicen sobra, es una
estupidez o lo que es peor, pretende ser una gracieta de la que sólo se ríe el propio
chef, algo que resulta cargante y patético.
Hablan en un tono monocorde,
aburren a las cabras y en la mayoría de las veces, hablan tan deprisa que no se
les entiende. En concreto hay una a la que directamente le pondría una cinta
americana en la boca. Alma Obregón. ¡Qué mujer más pelmaza! El otro, igual de
pelmazo y con menos gracia que un verdugo, es Íñigo Pérez de Urretxu.
Podrían desarrollar su trabajo en
un moderado silencio indicando los pasos que van dando para ilustrar al
espectador, pero por alguna extraña razón desde que aparecen en pantalla se
lanzan a una carrera descontrolada por conseguir pronunciar más sílabas por
segundo, cuando en realidad, el mensaje que de verdad importa se queda
enmascarado en los discursos estúpidos y banales con los que nos castigan.