Las ventanas del salón y los dormitorios eran exteriores. No así las de la cocina, el baño y el estudio, que daban al patio de luces interior, en el que las amas de casa, habían trenzado un complejo entramado de cuerdas que viajaban de unas ventanas a las de la vecina de enfrente, para poder tender a secar la colada.
La carpintería de las ventanas
era de madera. Estaba ajada por los años, lo que, en invierno, se convertía en
un auténtico cuchillo de aire frío, tan solo mitigado por un burlete alrededor
del marco y por la calefacción central de carbón. Aun así, si te fijabas con
atención, las noches de mucho viento podías ver cómo bailaban levemente los
visillos.
En verano esa ventana se
convertía en la única posibilidad de libertad que tenía a su alcance. Sin
amigos y sin recursos económicos para poder salir de su casa para ir al cine, a
una piscina o tomar un refresco, esa ventana representaba su único horizonte.
Justo al otro lado de la calle que
corría por debajo - cortada al tráfico -, le saludaba un solar abandonado. En
ese espacio ahora vacío, hubo una vez una casa muy antigua, tan antigua, que
las vigas de su estructura eran de madera. Con el paso de los años esa
estructura estaba a punto de colapsar y hubo que derruir el edificio antes de
que cayera y enterrase a sus vecinos. El método que se utilizó para ello fue el
clásico de pico y pala.
Recordaba cómo en su día, a
través de los cristales de esa misma ventana, pudo ver a un obrero subido en lo
alto del muro de la fachada principal, a una altura de unos 6 u 8 metros, tal
vez más, clavando su pico en la pared, una y otra vez, con la misma precisión
con la que trabaja un aizcolari, sólo que, en este caso, si el obrero calculaba
mal el equilibrio, daba un traspié o sucedía cualquier imprevisto, el hombre caería
al vacío y moriría o sufriría daños irrecuperables. Además, el sitio en donde
hincaba con fuerza su pico, estaba a unos palmos por debajo de sus propios pies,
por lo que, tenía que manejar con extremo cuidado la herramienta no fuera a
darle tan fuerte que, al hincar el pico, se desmembrara el trozo de muro que le
sustentaba y le arrastrara en la caída. Era tan evidente el riesgo de accidente
que no comprendió cómo era posible que alguien pudiera trabajar en esas
condiciones.
El aire estaba inundado por el
piar de docenas de pájaros que, realizando mil escorzos y piruetas imposibles,
se afanaban en conseguir el sustento para ellos y su prole, cazando al vuelo
cuantas moscas y mosquitos eran capaces. Parecía que estuvieran allí como parte
de un espectáculo con el que divertirlo a él.
Mientras observaba la vida pasar
lentamente por su ventana, pensó que aquello era toda una alegoría de su propia
vida. El edificio en el que vivía estaba enclavado entre dos calles, la que
daba a la fachada principal y la posterior, en la que él estaba, y ambas
estaban cerradas al tráfico, con lo que el bloque se podría decir que era una
isla.
Él pensaba que vivir en un
edificio “aislado” y flanqueado por dos calles muertas, era lo más parecido a
Alcatraz. Al menos la sensación de agobio, de cierta claustrofobia, de
confinamiento, se hacía cada vez más intensa. Tardó mucho en percatarse que tal
vez esa sensación claustrofóbica no se debiera a la ubicación de la casa.
Siempre pensó que esos pájaros
que revoloteaban justo frente a su ventana, tenían la enorme suerte de ser
libres, de volar a su antojo, de regresar a su nido y salir a conocer mundo. De
volar por donde les apeteciera. Les envidiaba. Como envidiaba a los que, bajo
su ventana, jugaban al fútbol en la calzada, compartiendo a duras penas ese
espacio con las autoescuelas que lo usaban para sus prácticas. Ambas partes,
los futbolistas y las autoescuelas, reclamaban para sí el derecho excluyente de
utilizar la vía pública para sus fines.
Dos piedras bastaban para marcar
los límites de las porterías. Estaba prohibido tirar fuerte, no había fuera de
juego y no se podían hacer paredes contra el muro aislado del edificio
derruido. Y por supuesto, se aplicaba a rajatabla la ley de la botella: el que
la pierde, va a por ella.
Después de permanecer parado allí,
durante horas, el día se iba terminando. El Sol se acostaba. Los pájaros se
recogían. La oscuridad se iba adueñando de esa calle tan muerta como su vida;
una calle tan sólo iluminada por un par de faroles que en su día fueron de gas.
En las zonas donde su luz no alcanzaba, algunas parejas intentaban encontrar un
espacio de intimidad.
La ventana no se cerraba por la
noche. Se necesitaba abierta para la entrada de aire fresco. Pero la noche hacía
que el espectáculo de la ventana, se terminara. Hasta el día siguiente y el
siguiente, cuando se repetiría de forma monótona y cansina el baile de los pájaros,
el de los deportistas y el de las autoescuelas.
Y tal vez esa sensación claustrofóbica no se debiera a la ubicación de la casa.