domingo, enero 05, 2025

Galicia – Capítulo 6 – Finisterre Costa da Morte.

Según nuestro plan, la idea original era salir temprano de Santiago en dirección a Finisterre y desde allí cubrir la llamada “ruta de los faros” hasta Malpica.

Me encantan los faros. De hecho, ya he hablado sobre este tema en otra entrada de mi blog (ver aquí) y uno de esos viajes que tengo en mi lista de pendientes, es recorrer los faros de las costas de Nueva Inglaterra en EE.UU. Pero, por el momento, me considero más que satisfecho si consigo hacer la ruta de los faros de la Costa da Morte, comenzando en Finisterre. Un recorrido que estaría rondando las 4 horas en total.

Y ya de paso, puestos a conducir por las riberas gallegas, decidimos que, en vez de escoger el camino más corto hasta Finisterre, aprovecharíamos para conocer algunas localidades de la costa, aunque fuera de manera fugaz. Así, lo que en un principio iba a ser un rápido paseo de una hora, lo habíamos convertido en un apacible y tranquilo peregrinar de dos horas, para visitar el pueblo de Muros, el mirador del monte Naraio, la playa de Carnota y la cascada y mirador de Ezaro, antes de llegar a Finisterre.

Eran unos objetivos ambiciosos. Si el desvío para visitar estos lugares suponía unas dos horas, había que sumar las cuatro o más de los faros de la Costa da Morte. Unas seis horas, que serían más, sin duda, pues habría que descansar, tomar algo y, sobre todo, disfrutar del paisaje e intentar encerrar todas esas sensaciones a través del visor de la cámara de fotos.

Abandonamos Santiago con la sensación de haber prestado la debida atención a la ciudad y a su historia, más allá de estudiantes, peregrinos y bares. Era una mañana fresca, con un cielo azul claro. Apenas había alguna nube. Todo invitaba al relax y al disfrute. Después de programar el navegador, nos dirigimos al oeste.

La primera parte de nuestro viaje transcurrió por el interior de la provincia atravesando o bordeando localidades, que mostraban siempre una gran actividad económica. Negocios de todo tipo, polígonos industriales, transportes pesados con su carga de lo más variopinta y coches de gran cilindrada, eran indicativos de que atravesábamos una región próspera y trabajadora, como no podía ser de otra forma tratándose de Galicia.

El paisaje se mantuvo así hasta que llegamos a las estribaciones de Orro, momento en el que nos encontramos por primera vez con la Ría de Muros y Noia. La orografía – y el trazado de la vía- nos obligó a dar un rodeo para poder continuar nuestro camino hacia el oeste y durante unos kilómetros nos adentramos en el interior, perdiendo de vista el mar. Pero, a partir de un momento dado, el mar comienza a jugar al escondite. Se muestra y se esconde detrás de cada curva, al otro lado de las casas de una sola planta, al atravesar una pedanía y dejar su playa atrás, o al coronar una loma. Lo vas sintiendo poco a poco. Primero lo ves allí, en calma total, a veces surcado por alguna embarcación, que va rompiendo la superficie plana como una flecha rasga la piel. En ocasiones, lo percibes con el olfato y como si se tratara de una meiga, la mayor parte de las veces lo intuyes, sabes que está ahí, aunque no lo veas.

Al llegar a Muros ya se ha convertido en tu fiel compañero. La carretera principal discurre paralela a la ría y ya no lo abandona hasta que traspasas los lindes que delimitan el municipio.

Decidimos hacer un alto y tomarnos un café. La tentación de darnos un paseo por el puerto y disfrutar del ambiente era grande, pero todavía nos quedaba por delante mucha tela que cortar. En vez de eso, conseguimos aparcar el coche sin tener que buscar mucho y empezamos a buscar una cafetería. Tampoco fue complicado. El interior estaba muy concurrido y dos personas, - un hombre tras la barra y una señora sirviendo las mesas-, se afanaban en atender a sus clientes.

Sentados cómodamente en una mesa disfrutábamos de un buen café y un croissant, mientras fuera, en la calle, unos operarios se esforzaban en colocar unas ristras de luces navideñas enredadas en las desnudas ramas de los árboles que flanqueaban la avenida principal.

Con algo de añoranza tuvimos que dar por terminado el descanso y retomar nuestro camino. Nos habría gustado dedicar más tiempo al lugar. Pasear por el puerto pesquero o adentrarnos en el interior del pueblo y callejear, descubriendo algunas casas señoriales, de sólida construcción y con los típicos balcones acristalados, tan típicos de una Galicia en la que se intenta atrapar cada rayo de sol. Conocer su plaza más importante. Pero nada de eso era posible. Tal vez, en otra ocasión.

Al regresar a nuestro coche fue entonces cuando me di cuenta de que había aparcado en zona de carga y descarga. A veces, eso de que la gente empiece a pensar más en la próxima Navidad, es una ventaja. Arrancamos antes de que algún diligente agente nos diera el alto y salimos de allí – como diría otro agente de Benalmádena hace algún tiempo – quemando rueda.

Según nuestro plan de viaje nuestro próximo objetivo era el Monte Naraio, no lejos de Muros. Y hacia allí nos dirigimos. Al principio, la carretera parecía sugerir que sería un agradable paseo hasta un mirador turístico, perfectamente urbanizado, con parking y hasta una cafetería, pero pronto empezamos a comprobar que esa suposición era totalmente ingenua. A cada desvío que tomábamos siguiendo las indicaciones, la carretera se estrechaba más y más. La carretera se convertía en camino y más tarde en una pista y al final, aquello era una senda. Un trayecto más propio para senderistas, bicicletas de montaña o un 4x4. Nosotros pusimos la primera e intentamos esquivar la mayor parte de los baches y socavones que había, aunque no pudimos evitar que el vehículo se bamboleara como si fuera una yincana. ¡Menos mal que no llevábamos nitroglicerina! Y menos mal que el terreno estaba seco porque si hubiera llovido allí no subes ni con crampones en los neumáticos. Subimos hasta donde el sentido común nos aconsejó. Bueno, el sentido común y la posibilidad de dar la vuelta, que tampoco era fácil.

Aunque no continuamos hasta el final del trayecto, -por precaución, no fuera que al final tuviéramos que bajar marcha atrás, - las vistas desde allí eran realmente espléndidas. Detuvimos el coche al costado del camino y aunque no era probable que nadie siguiera nuestros pasos, había espacio suficiente para que algún lunático pudiera continuar hasta donde a mí me faltaron … ganas.

Estábamos solos en aquel monte, sin más compañía que el sol y el viento, y con esa panorámica tan magnífica, era fácil disfrutar de una agradable sensación de paz. Parecía que el tiempo se había detenido y teníamos el privilegio de gozar en exclusiva de ese entorno natural.

Justo donde detuvimos el coche, había un promontorio de rocas desde las cuales se disfrutaba de unas vistas indescriptibles. Poniendo mucha atención en dónde pisábamos, conseguimos encaramarnos sobre ellas y hacer unas fotos estupendas.



En ésta se puede apreciar la Praia de Area Maior, una enorme playa virgen de más de 1.400 metros de largo situada en una zona protegida de gran valor medioambiental junto al Monte Louro, que es el que se ve al fondo. El Monte Louro es uno de los símbolos de Muros y se extiende entre la Praia de San Francisco y la Lagoa das Xalfas.




Intentamos llenar nuestros pulmones de aquel aire, nuestros ojos de ese paisaje y todo, guardarlo en la memoria.

Una vez cubierto el objetivo ya sólo nos quedaba regresar por el mismo camino de bajada hasta la civilización, no sin antes tomar alguna foto más, esta vez, sin apearnos del coche.




Siguiente etapa: EZARO.

La Cascada (y mirador) de Ezaro, es un salto de agua en la desembocadura del río Xallas en el Atlántico.






Un dato curioso en relación a este río, es que nace en Santa Comba. Allí, en esa localidad, se centra buena parte de la trama de mi último libro “Memorias de un espía nazi”. Si no hubiéramos tenido un programa tan apretado, probablemente habría sucumbido a la enorme tentación de intentar llegar hasta la mina de Varilongo, o al menos, hasta la localidad de Santa Comba. De cualquier forma, la belleza del lugar justifica su visita.

Siguiente etapa: Finisterre.

Mis recuerdos de la única vez que había estado allí se remontan a los años 80. El día que escogí para la visita fue un típico día de verano del norte: lluvioso y en ocasiones con neblina, lo que añadía una complejidad más a la hora de conducir por aquellas carreteras sinuosas y resbaladizas.

A pesar de la lluvia y tal vez, porque era pleno verano, recuerdo que había un auténtico gentío pululando por allí. Creo recordar que tuve que dejar el coche en la cuneta de la carretera de acceso y andar los últimos metros hasta el faro. También recuerdo que pude avanzar hasta un muro que había al final, desde el cual, podías asomarte al acantilado y ver abajo, a una distancia considerable, unos barcos que parecían diminutos, costeando en fila india para entrar a puerto después de su faenar en altar mar.

En esta ocasión el único dato que coincidía con mis recuerdos era el de la llovizna. Se ve que en Finisterre da igual que sea agosto o noviembre. Allí llueve y se acabó. Debe ser como el Cabo de Hornos: que vayas en la época que vayas y a cualquier hora, eso es un infierno.

En realidad, era una lluvia muy fina, intermitente y no duró más de 5 minutos, aunque el dato más relevante fue el vendaval que se desató. Tanto fue así, que, a falta de otra alternativa nos vimos obligados a guarecernos unos instantes a la puerta del propio faro.




Una vez que terminamos la visita, nos planteamos la disyuntiva de si comer en el pueblo o continuar con nuestra planificación. En un principio decidimos no comer y continuar. En realidad, hay que tener en cuenta que habíamos desayunado dos veces: la primera en el hotel en Santiago y la segunda en Muros. Pero con lo que no habíamos contado era con las meigas. Se nos habían olvidado por completo y al parecer eso las molestó.

Al regresar al pueblo detuvimos el coche para programar la siguiente parada y ahí fue cuando las meigas empezaron a hacer de las suyas. Entre el Google Maps y el Android Auto comenzaron una discusión que nos tuvo atrapados un buen rato, hasta que finalmente nos tuvimos que rendir a las evidencias. Dadas las circunstancias y la hora que era, cambiamos el plan y decidimos comer en el restaurante que teníamos justo al lado. Y después, ya veríamos.

Nos lo tomamos con calma a sabiendas de que era muy probable que no consiguiéramos cubrir el objetivo de visitar todos los faros de la Costa da Morte. Eran más o menos las 3 de la tarde y se haría de noche en unas tres horas.

Después de comer replanificamos como el GPS cuando vas por donde no te ha indicado y decidimos que el faro de Touriñán quedaría en la lista de pendientes. Enfilamos derechos a Muxía.

Al parecer las meigas también necesitan descansar y se recuperaron de su empanada mental mientras nosotros dábamos buena cuenta de una merluza a la gallega. Así es que, no nos resultó muy complicado llegar a Muxía. Pero, como ya dijo en su día Billy Wilder, “nada es perfecto” (o algo parecido) alguien del ayuntamiento había decidido que la calle principal por la que nos dirigía el Google Maps y el Android Auto, estuviera cortada, con lo que las meigas despertaron de la siesta y de nuevo comenzaron a marearnos. Eso unido a que ciertas calles eran de sentido prohibido complicó un poco encontrar la salida del laberinto, pero al final lo encontramos.

En esta ocasión no fue como en el mirador del monte Naraio. Aquí sí que había una carretera bien asfaltada hasta la entrada de espacioso parking.

Al bajarnos del coche comprobamos que nos acompañaba el vendaval que nos había azotado en Finisterre, lo que sin duda colaboraba a crear el espectáculo de las olas rompiendo contra las rocas a los pies del faro.




También visitamos la coqueta iglesia dedicada a la Virgen de la Barca, un santuario que según la leyenda, conmemora la llegada de la Virgen María a territorio gallego para alentar al apóstol Santiago en su tarea evangelizadora.






Después de inmortalizar el monolito en memoria de los destrozos ecológicos que produjo el petrolero “Prestige”, de triste recuerdo, nuestro siguiente objetivo era continuar hasta Camariñas.


Todo iba bien hasta que, de nuevo, en medio de la localidad, una nueva conjura entre alguien del ayuntamiento y las meigas asignadas a nuestro viaje – que debían ser funcionarias de la Xunta – determinó cortar el camino que nos guiaba hasta el cabo. Nuestros sucesivos intentos de bordear el problema terminaban sistemáticamente en el mismo punto, por lo que en un momento dado le dije a mi mujer:

  •     Cariño, creo que esta es la cuarta vez que pasamos por aquí.

Hicimos un último intento sugiriendo que Google Maps buscara una ruta alternativa. Y la encontró, al parecer. Digo al parecer porque la entrada a ese supuesto camino alternativo era tan estrecha que tenía miedo de rozar ambos laterales del coche con los muros de piedra que flanqueaban el sendero. Ahí fue cuando nos rendimos y dejamos para otra ocasión la visita al faro de Camariñas. 

Meigas 2 – 0 turistas.

Comenzaba a escasear la luz y nuestro último intento era ir a Laxe, aunque nada nos aseguraba que pudiéramos llegar con luz natural. De cualquier forma, teníamos que continuar subiendo hasta el final de nuestro plan, que era hacer noche en Malpica. O sea, que nos pillaba de paso. Y allí que fuimos.

Cuando llegamos a Laxe ya era noche cerrada a pesar de que sólo pasaban unos minutos de las seis de la tarde.




La belleza de un faro reside no tanto en su arquitectura, sino en su historia y sobre todo en el entorno en el que está ubicado. Por lo tanto, visitar un faro de noche, además de potencialmente peligroso, era una pérdida de tiempo. Aprovechamos para hacer un descanso y nos tomamos un café en un bar junto al puerto, donde unos amigos jugaban una partida de cartas en animada charla, hablando entre ellos como si cada uno estuviera en la proa y el otro en la popa del barco.

Dada la hora que era, lo único que podíamos hacer era dirigirnos a nuestro destino para pasar la noche.

Cuando organizamos el viaje estuvimos buscando alojamiento por toda la zona de la Costa da Morte y lo único razonable que había era el Parador Nacional de Muxía. Pero, antes de reservar en cualquier sitio, siempre investigamos por internet las opiniones, en este caso, de otros viajeros, y encontramos tantas coincidencias en contra del mencionado Parador, que tomamos la decisión de buscar una alternativa. Siempre buscando hacia el norte, hacia Malpica, porque al día siguiente teníamos una cita en Foz, Lugo.

De entre las alternativas que se nos presentaron encontramos una solución con cierta categoría para el hospedaje. Se trata del hotel Pensua Punta del este, en la localidad de Carballo. Era una buena solución, aparte de por su categoría, por su ubicación, teniendo en cuenta que después continuaríamos hacia Foz. Y allí que le dijimos al GPS que nos llevara.

Meigas 3 – 0 turistas.

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