No sé realmente cuándo comenzó mi admiración por los faros, pero es verdad que ejercen en mí un gran poder de atracción. Y son varios los motivos.
Por su necesaria ubicación
disfrutan del privilegio de tener una visión del mundo grandiosa. Solos, frente
a la inmensidad del océano, cuando uno tiene la posibilidad de visitarlo,
siente aquella majestuosa grandeza del mar hasta más allá del horizonte y al
mismo tiempo, la paz y el sosiego de escuchar sólo el viento y no el oleaje que
se agita debajo de tus pies. Parece un contrasentido que algo tan poderoso como
el mar, se mueva en silencio.
Otro de los aspectos
fundamentales que me gusta de los faros, es precisamente su función práctica:
servir de guía y de alarma a las embarcaciones que navegan mar adentro para indicar
la posición y los peligros. Su luz atraviesa las tinieblas y la oscuridad y
extiende un manto protector sobre los hombres y sus máquinas.
Hablar de faros es casi sinónimo
de hablar de soledad. La imagen del farero solitario, mayoritariamente hombre,
aislado, de trato tosco, casi huraño, de pasado incierto y oscuro futuro, y
poco sociable, creo que es la más arraigada. Casi se diría que es esa soledad
la mejor condena para alguien que se muestra con semejante actitud, no siendo,
por tanto, digno de disfrutar de las ventajas de la vida social.
Pero sin duda, lo que más me
subyuga de un faro es esa sensación de perennidad, de imperturbabilidad, de
mantenerse incólume aún bajo las tormentas más aterradoras.
Tengo grabada una imagen de un
vídeo que encontré por Youtube. Se ve en primer plano un faro, azotado por una
tempestad con olas de 20 o 30 metros. Una monstruosidad solo de verlo. El vídeo
muestra cómo una ola ciclópea, de dimensiones colosales, se estrella contra el
faro, sobrepasándolo tanto en altura como por sus laterales, al tiempo que,
desde la parte posterior, se observa cómo se abre una puerta y una diminuta
figura humana, observa cómo esa ola gigante se ha estrellado contra su faro.
Comparar la inmensidad de esa pared de agua embravecida y la minúscula figura
del hombre, pone los pelos de punta. Y lo que me atrae del faro es esa
fortaleza, esa capacidad de mantenerse en pie a pesar de todos los embates de
las olas.
Hace muchos años andaba yo de
vacaciones por tierras gallegas. Una región ligada a mi infancia. De hecho,
tengo primos por allí. Ese día era el elegido para visitar Finisterre. Escogí
mal día para dejar de fumar.
Una borrasca de esas que suelen
frecuentar la región, provocaba lluvias intensas que se alternaban con lluvia a
cántaros. Como consecuencia, había que extremar la seguridad, reducir la
velocidad, poner al máximo el limpia que no daba más de sí y armarse de
paciencia. Para terminar de alegrar el día, las carreteras estaban en obras, lo
que añadía más peligros y, sobre todo, barro en la calzada.
A medida que me acercaba al final
de mi viaje, el tiempo iba mejorando levemente. La borrasca daba sus últimos
coletazos y la incesante lluvia se iba convirtiendo en un agradable calabobos.
Al llegar al cabo, comprobé que
la idea de soledad con la que habitualmente se identifica a uno, era totalmente
incompatible con la realidad que yo estaba viviendo. Allí había más coches que
en un atasco en Madrid un viernes por la tarde. A pesar de todo, encontré un
hueco y dejé el coche.
Me acerqué hasta el muro final y
una vez más, comprobé esa mágica sensación de lo infinito del océano. Fue
inevitable pensar que allá enfrente, más allá del horizonte, había un
continente. Estaba ensimismado en estas pequeñeces cuando un sonido como salido
de las entrañas de la tierra, atronó la paz que allí se disfrutaba y me
sobresaltó. Era un sonido como la del silbato de un gran barco, un barco
enorme, gigante, en un tono muy grave. Era como un bramido de Lucifer. Era
espeluznante.
Alguno a mi alrededor adivinó mi
desconcierto y mi pregunta y respondió: cuando hay niebla y la luz del faro no
se ve bien, también se envía una señal acústica.
Afortunadamente, el sonido se
emitía con un cierto espaciado en el tiempo. De lo contrario, más de un
visitante hubiera podido terminar sordo.
Miré abajo. Una serie de figuras
diminutas representaban una hilera de barcos de pesca que, navegando junto a la
costa, se dirigían a puerto a descargar.
Arriba, en el cielo, alguien
había corrido una cortina oscura y mojada. Una línea perfecta dibujaba el punto
exacto del final de la borrasca. A continuación, el viento se la llevaba a
otras latitudes y un cielo azul intenso prometía próximas alegrías.
Uno de los viajes que tengo en mi
lista de pendientes es recorrer la ruta de los faros de Nueva Inglaterra, en
EEUU. Tirar cientos de fotos, pernoctar en los B&B y tomar notas para
escribir un libro. Así mataría varios pájaros de un tiro. De paso, además de
visitar los faros y de escribir, podría satisfacer otra de mis aficiones: la
fotografía.
PD Historia de la foto de portada.
El faro se llama La Jument y es una de las
linternas de mar más espectaculares de la costa francesa. Está a dos kilómetros
aguas adentro de la isla de Ouessant y fue construido entre1904 y 1911 para
señalizar unos peligrosísimos bajos en los que se habían producido multitud de
naufragios.
La historia de la foto tiene lugar el 21 de diciembre de
1989. El fotógrafo francés especializado en imágenes de faros Jean
Guichard sobrevolaba en helicóptero La Jument un día de fuerte
tormenta buscando la foto perfecta de esas gigantescas olas del
Atlántico golpeando contra la estructura del faro. Dentro, el farero Theophile
Malgorn, que por aquel entonces rondaba la treintena de años, escuchó las
repetidas pasadas del helicóptero y pensó que algo raro podía
ocurrir; quizá el piloto estaba tratando de ponerse en contacto con él por un
naufragio o por algún accidente. Y en una maniobra a todas
luces descabellada abrió la puerta para ver qué pasaba.
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