domingo, abril 27, 2025

Los cromos.

Era una tienducha pequeña y estrecha, algo claustrofóbica, en la que la puerta de acceso a la calle, con un cristal y escalón mediante, representaba su única fuente de luz. Detrás del pequeño mostrador, situado a la izquierda de la entrada, un anciano de andares inseguros, voz cansada, pelo blanco y boina, atendía a los escasos clientes que franqueaban la entrada en busca de los productos que allí se ofrecían: revistas antiguas, libros usados, figuras recortables para los niños, cuadernos de dibujo infantiles, juguetitos…y cromos.


Imagen de Petra Ohmer en Pixabay

Hasta donde alcanzaba la vista, - y no era mucho - todo aquel espacio estaba atiborrado de una diversidad de objetos y material impreso dando una sensación de agobio. Moverse en ese espacio era difícil. Daba la impresión de que, en cualquier momento, si hacías un movimiento equivocado, todo se vendría abajo atrapándote. Más que una tienda al uso parecía un almacén o un trastero, cuyos objetos se ponían a la venta para aliviarlo. Seguro que hoy en día al anciano le habrían obligado a realizar numerosas y cuantiosas adaptaciones por los riesgos sobre la salud, la seguridad en el trabajo, incendio y un sinfín de cosas más.

La estrella de aquel abigarrado expositor eran las colecciones de cromos. Los cromos en aquella época eran como el internet de hoy en día. En un mundo con un único canal de televisión en blanco y negro y con un horario de emisión casi de funcionario, un cromo era una ventana a lo desconocido. Un internet en foto fija y papel. Una Wikipedia breve. Algo que podías tocar y pegar en tu álbum.

Luego, si además tenías la suerte que esa misma colección de mariposas del mundo o de coches, también la hacía un compañero del colegio, siempre tenías la opción de intercambiar los que tenías repetidos por otros que te faltaban. Era una forma de socializar, no como hoy que se intercambian fotos eróticas por las redes sociales con desconocidos.

Los cromos que vendía el anciano aquel, tenían un precio ridículamente bajo, incluso para una economía de guerra como la mía. Aun así, pude completar dos: una de mariposas y otra de coches.

Pensando en retrospectiva me pregunto de dónde sacaría aquel hombrecillo aquellos cromos, quién se los proporcionaría y si realmente era posible ganar dinero vendiendo a ese precio. También me pregunto dónde viviría, cómo sería su casa, su habitación, su cama; si vivía solo, y qué hacía los fines de semana cuando la tienda estaba cerrada. Nuestra relación a lo largo de los años fue meramente comercial: de anciano vendedor a niño comprador. Nunca llegamos a intimar. Además, en aquella España, casi nadie hablaba del pasado por lo que pudiera pasar. Sólo habían pasado unos 25 años del final de la guerra civil y si hoy en día, hay quienes se pasan el día hablando de ella y no la vivieron, me imagino que los que sobrevivieron se andarían con mucho cuidado de no dar datos innecesarios, por lo que las relaciones personales, se llevaban con extremada cautela.

Los cromos venían en una especie de sobre que tenías que abrir rompiendo por la línea de puntos que tenían. Todavía recuerdo la emoción de comprarlos y la ilusión de ir colocándolos en su lugar en el álbum. El día que tocaba comprar cromos era casi mejor que el día de comprar helado, que no recuerdo ninguno. Luego, a medida que la colección se iba completando, la ilusión consistía en esperar que entre las nuevas adquisiciones se encontrara alguno de los cromos que no tenías para cubrir esos huecos. Pero eso, era cada vez más complicado y la desesperanza de poder terminarla se afianzaba cada vez que comprobabas una y otra vez, que los cromos eran los mismos de siempre. Y lo malo es que, en esos momentos, a pesar del irrisorio precio que tenían, la amenaza de dejar de comprarlos definitivamente volaba sobre mi cabeza al considerar que para terminar la colección sería necesario seguir comprando y comprando cromos repetidos. Años más tarde comprendí que era como la lotería de Navidad, a la que somos ingenuamente fieles, a sabiendas de que casi con toda certeza, no nos va a tocar el gordo.

Hoy ya no existen esos cromos. Tiempo después se hicieron muy populares los de futbolistas, una fuente inagotable de imágenes. Pero incluso esas colecciones también terminaron por desaparecer. Las colecciones de hoy son maquetas de vehículos de todo tipo que te las entregan por partes cada vez que compras un periódico.

Los niños de ayer, compartían intereses al completar las colecciones de cromos. Los de hoy, se aíslan del resto pegando la nariz a su dispositivo portátil, y convirtiendo a los niños, en adictos a la tecnología y asociales.