miércoles, junio 19, 2019

Eusebio el pacifista y los pichones


Yo creo que no hay nada mejor para convertirse en un acérrimo defensor de la paz, que haber formado parte de una guerra civil. O al menos, eso creo que le pasó al bueno de Eusebio.

Eusebio era un tipo culto, con una curiosidad insaciable y totalmente obsesionado por todo aquello que tuviera que ver con la electrónica. Tal vez por eso, durante la Guerra Civil española, estuvo a cargo de las transmisiones de su unidad, con algún general cuyo nombre no es relevante. Una vez terminada la contienda y después de haber sufrido no pocas vicisitudes, terminó por instalarse en Galicia, concretamente en Lugo, donde abrió un establecimiento dedicado, entonces, a las radios y mucho más tarde, a las televisiones y electrodomésticos. Esa televisiones TELEFUNKEN, que parecían armarios por su enorme tamaño y que utilizaban unas bombillas más grandes que las de la lámpara del salón. 

Aparte de eso, Eusebio, al que sin lugar a dudas podríamos calificar como un rabo de lagartija o culo inquieto, tenía otras responsabilidades tecnológicas, como por ejemplo, la de ser el responsable del mantenimiento de una radio baliza para los aviones. Una especie de faro, que en vez de estar dedicado a los barcos, era para las aeronaves. El caso es que entre unas cosas y otras, se ganó bien la vida y llegó su jubilación. O algo parecido, porque incluso después de jubilado, seguía haciéndose 200 kilómetros en un solo día, una vez a la semana,  para ir desde su nueva residencia hasta donde estaba la radiobaliza, en Lugo.

Para su retiro, eligió un pueblo al lado de la costa coruñesa, Oleiros, y en una de sus urbanizaciones, se hizo construir una casa al borde del acantilado, con unas impresionantes vistas al Océano Atlántico, la bahía de Coruña, la Torre de Hércules, y desde cuyo jardín contemplaba las idas y venidas de todo el tráfico marítimo, que no era poco. Una casa, tan al borde del mar, que a pesar de la considerable altura que le separaba del mismo, tuvo que colocar una especie de faldón metálico desde el tejado, para evitar que el agua y la sal, empaparan los cristales de las ventanas. No en balde, esa zona del litoral es bien conocida como “la costa da morte”.

A pesar de haberse jubilado, lo que el bueno de Eusebio no podía evitar era la pasión que tenía por todo aparato, fuera de lo que fuera. Arreglar cualquiera de ellos, suponía un reto, un desafío para él y cuando alguno de sus vecinos le llamaba para “ver si me puede arreglar una televisión que está en el garaje desde hace 30 años y que era de mi padre, pero la tengo mucho cariño”, el bueno de Eusebio, rebuscaba en su propio garaje, que era un auténtico bazar persa, un almacén de piezas viejas, obsoletas o reconvertidas, y finalmente conseguía que aquel vetusto aparato del vecino que llevaba 30 años muerto, resucitara. Tal vez por este tipo de cosas, entre los lugareños tenía un halo de mago, de científico loco. Y tal vez por estas cosas, en cierta ocasión, uno de sus vecinos, le regaló un par de palomos, en señal de agradecimiento. El problema era que los palomos estaban vivos.

A Eusebio, ni se le pasó por la cabeza rechazar el presente de su convecino. Dentro de su estricta escala de principios y valores, no figuraba ni por asomo, rechazar ni siquiera educadamente un regalo, aunque ahora tuviera que enfrentarse al hecho de ver cómo mataba a los pichones.

Dada su experiencia vital durante la Guerra Civil, la idea de matar a un ser vivo le resultaba inasumible, máxime si además, eran dos seres indefensos. La visión de la sangre, le producía repelús y lo consideraba casi un asesinato. Así es que optó por algo que consideró más ético: introducir a los pichones en el congelador y esperar a la muerte por hipotermia. Al menos, no tendría que matar con sus propias manos a los pobres pichones, que estarían muy ricos, pero en el fondo no tenía nada personal contra ellos. Después de unas cuantas horas dentro del congelador que consideró suficientes para haber matado a los pichones de frío, lo abrió esperando encontrar los cadáveres de las aves. La sorpresa fue que los pichones deben aguantar un montón el frío porque los dos, estaban vivos. Helados de frío y acordándose de la madre del individuo que les había metido allí, pero vivos.

Fue entonces cuando, después de comentar la circunstancia con alguien, le dijo claramente: “no, hombre, Eusebio. A los pichones hay que degollarlos. Se les corta el cuello como a las gallinas y se deja que se desangren”. La sola idea sugerida por su amigo el lugareño, casi le hace vomitar. Se sentía incapaz de realizar con sus propias manos semejante aquelarre sanguinolento, al más puro estilo “la matanza de Texas”. Así es que puso su ingenio a trabajar y encontró una solución a medio camino entre la propuesta de su vecino y sus principios: fabricaría una guillotina, como las que usaban los franceses para deshacerse de aquellos que no les gustaban incluidos, los reyes. Y enseguida se puso manos a la obra.

No fue fácil fabricar una guillotina con los materiales de los que disponía y sobre todo, para el tamaño de los pescuezos de los pobres pichones, que me imagino, que después del frío que debieron pasar en el congelador durante esas horas, estarían pensando qué nueva putada les estaban preparando. El caso es que al final, Eusebio, consiguió terminar la guillotina, aunque tenía sus dudas sobre si el peso de la hoja al cortar, sería suficiente para seccionar de un solo tajo el pescuezo de ambos animalitos. Porque hay que decir, que la guillotina era doble. Nunca se le pasó por la cabeza utilizar la guillotina dos veces, de modo secuencial, para matar primero a un pichón y luego al otro. Los malos tragos cuanto antes mejor y por eso diseñó la primera guillotina doble de la historia.

Una vez terminada su maléfica obra, la cosa se trataba de coger a los palomos y de meterles la cabeza en el hueco que había construido en el aparato. No sin esfuerzo y probablemente con alguna ayuda externa, consiguió coger a los pichones y colocarlos en el cadalso, listos para ser degollados, tal y como le habían aconsejado que debía hacerse.

Pero una vez colocados los pollos en su lugar, algo debió suceder, porque Eusebio, una vez más, se vio superado por el horror de tener que matar a dos seres vivos con sus propias manos. Ya sea porque los pichones intentaban evadirse de su destino, ya fuera por el escándalo que pudieran estar organizando, el caso es que Eusebio, cambió nuevamente el estilo de dar por finalizada la vida de los pichones. En lugar de seccionarles el cuello, con el consiguiente desangrado de los bichos, había decidido fusilarles. Al fin y al cabo, un fusilamiento, siempre guarda algo de clase y estilo. Y así lo hizo. 

Ya tenía a los pichones, mal que bien, colocados en la guillotina y no podían escapar. Así es que fue en busca de su escopeta de perdigones que guardaba en el garaje y los balines. Disparó en la cabeza del primero, dejando tieso al bicho y repitió la operación de fusilamiento con el segundo. Por terrible que le pareció la operación, al menos, proporcionó una muerte digna a los pichones. 

Luego, creo que se los regaló a un amigo, incapaz de poder comérselos, debido a sus remordimientos de conciencia y sus escrúpulos.

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