Yo creo que no hay nada mejor para
convertirse en un acérrimo defensor de la paz, que haber formado parte de una
guerra civil. O al menos, eso creo que le pasó al bueno de Eusebio.
Eusebio era un tipo culto, con una curiosidad
insaciable y totalmente obsesionado por todo aquello que tuviera que ver con la
electrónica. Tal vez por eso, durante la Guerra Civil española, estuvo a cargo
de las transmisiones de su unidad, con algún general cuyo nombre no es
relevante. Una vez terminada la contienda y después de haber sufrido no pocas
vicisitudes, terminó por instalarse en Galicia, concretamente en Lugo, donde
abrió un establecimiento dedicado, entonces, a las radios y mucho más tarde, a
las televisiones y electrodomésticos. Esa televisiones TELEFUNKEN, que parecían
armarios por su enorme tamaño y que utilizaban unas bombillas más grandes que
las de la lámpara del salón.
Aparte de eso, Eusebio, al que sin lugar a
dudas podríamos calificar como un rabo de lagartija o culo inquieto, tenía
otras responsabilidades tecnológicas, como por ejemplo, la de ser el
responsable del mantenimiento de una radio baliza para los aviones. Una especie
de faro, que en vez de estar dedicado a los barcos, era para las aeronaves. El
caso es que entre unas cosas y otras, se ganó bien la vida y llegó su
jubilación. O algo parecido, porque incluso después de jubilado, seguía
haciéndose 200 kilómetros en un solo día, una vez a la semana, para ir desde su nueva residencia hasta donde
estaba la radiobaliza, en Lugo.
Para su retiro, eligió un pueblo al lado de
la costa coruñesa, Oleiros, y en una de sus urbanizaciones, se hizo construir una
casa al borde del acantilado, con unas impresionantes vistas al Océano
Atlántico, la bahía de Coruña, la Torre de Hércules, y desde cuyo jardín
contemplaba las idas y venidas de todo el tráfico marítimo, que no era poco. Una
casa, tan al borde del mar, que a pesar de la considerable altura que le
separaba del mismo, tuvo que colocar una especie de faldón metálico desde el tejado,
para evitar que el agua y la sal, empaparan los cristales de las ventanas. No
en balde, esa zona del litoral es bien conocida como “la costa da morte”.
A pesar de haberse jubilado, lo que el bueno
de Eusebio no podía evitar era la pasión que tenía por todo aparato, fuera de
lo que fuera. Arreglar cualquiera de ellos, suponía un reto, un desafío para él
y cuando alguno de sus vecinos le llamaba para “ver si me puede arreglar una
televisión que está en el garaje desde hace 30 años y que era de mi padre, pero
la tengo mucho cariño”, el bueno de Eusebio, rebuscaba en su propio garaje, que
era un auténtico bazar persa, un almacén de piezas viejas, obsoletas o
reconvertidas, y finalmente conseguía que aquel vetusto aparato del vecino que
llevaba 30 años muerto, resucitara. Tal vez por este tipo de cosas, entre los
lugareños tenía un halo de mago, de científico loco. Y tal vez por estas cosas,
en cierta ocasión, uno de sus vecinos, le regaló un par de palomos, en señal de
agradecimiento. El problema era que los palomos estaban vivos.
A Eusebio, ni se le pasó por la cabeza
rechazar el presente de su convecino. Dentro de su estricta escala de
principios y valores, no figuraba ni por asomo, rechazar ni siquiera
educadamente un regalo, aunque ahora tuviera que enfrentarse al hecho de ver
cómo mataba a los pichones.
Dada su experiencia vital durante la Guerra
Civil, la idea de matar a un ser vivo le resultaba inasumible, máxime si
además, eran dos seres indefensos. La visión de la sangre, le producía repelús y
lo consideraba casi un asesinato. Así es que optó por algo que consideró más ético:
introducir a los pichones en el congelador y esperar a la muerte por hipotermia.
Al menos, no tendría que matar con sus propias manos a los pobres pichones, que
estarían muy ricos, pero en el fondo no tenía nada personal contra ellos. Después
de unas cuantas horas dentro del congelador que consideró suficientes para
haber matado a los pichones de frío, lo abrió esperando encontrar los cadáveres
de las aves. La sorpresa fue que los pichones deben aguantar un montón el frío
porque los dos, estaban vivos. Helados de frío y acordándose de la madre del
individuo que les había metido allí, pero vivos.
Fue entonces cuando, después de comentar la
circunstancia con alguien, le dijo claramente: “no, hombre, Eusebio. A los
pichones hay que degollarlos. Se les corta el cuello como a las gallinas y se
deja que se desangren”. La sola idea sugerida por su amigo el lugareño, casi le
hace vomitar. Se sentía incapaz de realizar con sus propias manos semejante
aquelarre sanguinolento, al más puro estilo “la matanza de Texas”. Así es que
puso su ingenio a trabajar y encontró una solución a medio camino entre la
propuesta de su vecino y sus principios: fabricaría una guillotina, como las
que usaban los franceses para deshacerse de aquellos que no les gustaban
incluidos, los reyes. Y enseguida se puso manos a la obra.
No fue fácil fabricar una guillotina con los
materiales de los que disponía y sobre todo, para el tamaño de los pescuezos de
los pobres pichones, que me imagino, que después del frío que debieron pasar en
el congelador durante esas horas, estarían pensando qué nueva putada les
estaban preparando. El caso es que al final, Eusebio, consiguió terminar la
guillotina, aunque tenía sus dudas sobre si el peso de la hoja al cortar, sería
suficiente para seccionar de un solo tajo el pescuezo de ambos animalitos.
Porque hay que decir, que la guillotina era doble. Nunca se le pasó por la
cabeza utilizar la guillotina dos veces, de modo secuencial, para matar primero
a un pichón y luego al otro. Los malos tragos cuanto antes mejor y por eso
diseñó la primera guillotina doble de la historia.
Una vez terminada su maléfica obra, la cosa
se trataba de coger a los palomos y de meterles la cabeza en el hueco que había
construido en el aparato. No sin esfuerzo y probablemente con alguna ayuda
externa, consiguió coger a los pichones y colocarlos en el cadalso, listos para
ser degollados, tal y como le habían aconsejado que debía hacerse.
Pero una vez colocados los pollos en su
lugar, algo debió suceder, porque Eusebio, una vez más, se vio superado por el
horror de tener que matar a dos seres vivos con sus propias manos. Ya sea
porque los pichones intentaban evadirse de su destino, ya fuera por el
escándalo que pudieran estar organizando, el caso es que Eusebio, cambió
nuevamente el estilo de dar por finalizada la vida de los pichones. En lugar de
seccionarles el cuello, con el consiguiente desangrado de los bichos, había
decidido fusilarles. Al fin y al cabo, un fusilamiento, siempre guarda algo de
clase y estilo. Y así lo hizo.
Ya tenía a los pichones, mal que bien,
colocados en la guillotina y no podían escapar. Así es que fue en busca de su
escopeta de perdigones que guardaba en el garaje y los balines. Disparó en la
cabeza del primero, dejando tieso al bicho y repitió la operación de
fusilamiento con el segundo. Por terrible que le pareció la operación, al
menos, proporcionó una muerte digna a los pichones.
Luego, creo que se los regaló a un amigo,
incapaz de poder comérselos, debido a sus remordimientos de conciencia y sus
escrúpulos.