En aquellos años los médicos solían visitar a sus pacientes en el propio domicilio, sobre todo, si – como era mi caso – el enfermo era un niño.
Para aquel niño, lo de estar
enfermo era una especie de bendición. Me pasaba el día en la cama, algo
fastidiado si tenía fiebre; mi madre me daba zumo de naranja lo que, sin duda,
era una novedad y en su momento, además, no iba al colegio, algo que siempre
era peor que unas anginas, que siempre ha sido mi punto débil. Lo peor de todo
eran las inyecciones de penicilina que me ponía mi padre que, a pesar de tener
manos de seda, aquello dolía.
El doctor solía pasar por casa a
media tarde a veces, era de noche. El hombre siempre iba con su cartera y su
fonendoscopio de puerta en puerta, auscultando niños a diestro y siniestro.
No era muy alto, pero tenía una
voz profunda, grave. Cuando entraba en mi habitación, siempre me saludaba de la
misma forma:
¾
¿Qué tal, viejo caballo?
Siempre tenía un tono animoso,
positivo, que intentaba contagiar al paciente – o sea, yo – y a mi madre,
restando importancia a lo que, en realidad, no la tenía. El típico resfriado,
las anginas, algo de fiebre…Siempre dedicaba unos minutos para conocer en
profundidad otros aspectos del paciente. Quería tener una foto de 360 grados.
Después de extender las recetas pertinentes, se despedía. No soy consciente de su
tarifa, pero sí estoy casi seguro que no siempre cobró por sus servicios. El
hecho de que mi padre fuera del “gremio”, aunque no fuera médico, creo que algo
ayudaba.
Resulta llamativo comparar la
situación actual de los pediatras con aquella que yo experimenté en mi niñez.
Aquellos médicos llevaban una vida bastante más estresante que los de ahora.
Ahora mismo, no conozco a ningún pediatra que vaya casa por casa visitando a
sus pequeños pacientes, ni siquiera, aunque su tarifa sea como de un gigoló. Hoy
en día, son los pacientes los que deben acudir a la consulta o al centro de
salud, si lo hay.
Mención aparte merecen los
médicos rurales, que son los verdaderos héroes y herederos de aquellos
antecesores como D. Justino, y que hoy, como ayer, deben andar de aquí para
allá, en sus coches, conduciendo por algunas carreteras no muy seguras y con
condiciones laborales y de seguridad, cuanto menos, dudosas.
D. Justino tuvo - al menos- un
hijo, que continuó la tradición familiar, aunque su especialidad no fue la pediatría.
Por tanto, aquella vieja relación entre D. Justino y un servidor, se prolongó
en la siguiente generación.
Hace ya muchos años, fue el hijo
el que informó del suicidio de su padre. Debió ser muy duro para él, pero a los
que le conocimos, también nos dolió. Nos sorprendió una noticia así, impensable
en alguien como él. Impactante intentar adivinar los motivos que le impulsaron
a ello.
Siempre recordaré su frase:
¾
¿Qué tal, viejo caballo?