El viaje estaba respondiendo a las expectativas. Reunía en el mismo paquete algo de aventura, novedad, anécdotas, romanticismo y exotismo.
Un coliseo romano enorme,
perfectamente conservado; enclaves únicos milenarios donde se rodaron películas
muy conocidas de corte futurista, mientras el muecín llamaba a la oración; unas
cascadas en la montaña en mitad del desierto; un palmeral enorme donde les
enseñaron que a las palmeras había que fertilizarlas a mano; una cena en el
desierto a base de cordero cocinado al estilo tradicional, introducido en la
arena. Todo un cúmulo de sensaciones nuevas con un cierto halo de misterio. Y
calor, mucho calor. Tanto, que, en ocasiones, cuando atravesaban alguna aldea,
por las ventanillas del autocar se podía ver a algunas personas durmiendo en el
suelo sobre colchones junto a sus viviendas. El guía les dijo que de esa forma
intentaban sofocar el calor de la noche en sus casas de adobe: durmiendo a la
intemperie, pero con colchón. El calor era sofocante, intenso, extremadamente
seco.
Como el día que visitaron el
coliseo. Allí parado de pie, en medio del coliseo, los goterones le caían por
dentro de la camisa y el pantalón, mientras hacía el vídeo y tomaba las fotos
de rigor. O como la tarde que visitaron el palmeral. Mientras les ilustraban
acerca del tamaño y de la manera de cultivar las palmeras, quietos en la
sombra, sin que se moviera una brizna de aire, sudaba como Rafa Nadal en medio
de un partido: a chorros. O como el día que visitaron las cascadas en el
desierto. Hacía tanto calor a las diez de la mañana que estuvo dudando de si meterse
o no vestido bajo la cascada, por otra parte, con más personal que la cumbre
del Everest y casi todos japoneses. Al final, se contuvo y sólo puso su gorra a
modo de recipiente que, al ponérsela, le sirvió de alivio momentáneo.
Su guía, Beshir, hablaba
perfectamente español, entre otras cosas, porque había tenido una novia
española, y eso ayuda mucho para dominar un idioma. Además de ilustrarles sobre
los lugares que visitaban, también les proporcionaba una información muy
valiosa para entender la idiosincrasia de su país. La importancia de la
educación en las escuelas, de los idiomas, la forma de educar a los hijos, la
libertad de la mujer, algunas particularidades del Corán.
El autobús no era el último
modelo y el aire acondicionado tampoco se hacía notar tanto como hubiera sido
deseable, habida cuenta de lo que sufrían fuera, pero se conformaron con que no
se estropeara o tuvieran que bajar a empujar. El conductor iba acompañado de su
hijo, un chaval de unos diez años, que llevaba la camiseta de la Juventus de Zidane,
cuando Zidane se dedicaba a perder finales contra el Real Madrid. No se quitó
esa camiseta a lo largo de todos los días que duró el viaje.
Un día cualquiera llegaron a un
pueblo. Era relativamente grande porque había algunas tiendas e incluso algo
parecido a una cafetería. Disponían de unos minutos y se dirigieron al primer –
y probablemente único – bar que tenían cerca. Por supuesto, todos los parroquianos
en la terraza del bar eran hombres, que disfrutaban fumando de sus cachimbas y sorbiendo
su té. Los miraron sorprendidos de que dos extranjeros se aventuraran al
interior del café, pero la visita era obligada porque ella debía usar el aseo.
No hay nada como entrar en un
bar, para saber cómo es el país en el que estás. Acostumbrado a España, donde
el bar más humilde de la aldea más recóndita te acoge con calidez, en esta
ocasión, la primera impresión fue que el mobiliario pertenecía al decorado de
una película de la serie C y que se les había olvidado recogerlo cincuenta años
después. Afortunadamente, todos hablaban francés y le pidió al único camarero
dos cafés con leche. Al tiempo, su francés le dio como para preguntar dónde
estaba el cuarto de baño. El hombre parecía totalmente desconcertado y con un
ligero movimiento de cabeza, señaló a lo que parecía una puerta a punto de
venirse abajo y por supuesto, sin cerradura.
Al principio buscaban el aseo de
señoras, pero al preguntar de nuevo al camarero, éste se extrañó de la insistencia
y señaló en que ese era el baño. Lógico – recapacitó él-, que no haya baño de
señoras en un país donde las señoras no van al bar.
Al abrir la puerta del supuesto
baño - tocándola lo menos posible para evitar cualquier tipo de contagio-, se
encontraron con que, además de unisex, era una letrina, o sea, un lugar para
colocar los pies y un agujero en el que tenías que atinar para encestar lo que
fuese menester. De la limpieza de aquel estercolero, debía estar encargado el
mismo al que se le olvidó recoger el mobiliario de la película cincuenta años
antes. Por supuesto, en esas latitudes desconocían el concepto de papel
higiénico. Pero la necesidad apremiaba y el secreto era tocar lo
imprescindible.
Mientras ella intentaba
concentrarse en lo suyo, él se dirigió a la barra a tomar el café. De repente,
un grito estremecedor, que debió escucharse en todo el pueblo y en parte del
desierto, salió de la letrina. Los clientes que estaban dentro se
sobresaltaron, pero ninguno movió un músculo para ver qué sucedía. Los que
estaban fuera, en la terraza, debieron pensar que estaban destripando a alguna
infiel y tampoco se mostraron muy alterados.
Al salir de la letrina ella pudo
explicar a qué se debió el grito. Mientras intentaba satisfacer sus necesidades
de aguas menores, una rata del tamaño de un gato, mostró su curiosidad por
conocer otras culturas y salió a ver qué sucedía.
Es lo que tiene viajar y conocer otras culturas.