martes, mayo 30, 2023

Viajar

El viaje estaba respondiendo a las expectativas. Reunía en el mismo paquete algo de aventura, novedad, anécdotas, romanticismo y exotismo.

Un coliseo romano enorme, perfectamente conservado; enclaves únicos milenarios donde se rodaron películas muy conocidas de corte futurista, mientras el muecín llamaba a la oración; unas cascadas en la montaña en mitad del desierto; un palmeral enorme donde les enseñaron que a las palmeras había que fertilizarlas a mano; una cena en el desierto a base de cordero cocinado al estilo tradicional, introducido en la arena. Todo un cúmulo de sensaciones nuevas con un cierto halo de misterio. Y calor, mucho calor. Tanto, que, en ocasiones, cuando atravesaban alguna aldea, por las ventanillas del autocar se podía ver a algunas personas durmiendo en el suelo sobre colchones junto a sus viviendas. El guía les dijo que de esa forma intentaban sofocar el calor de la noche en sus casas de adobe: durmiendo a la intemperie, pero con colchón. El calor era sofocante, intenso, extremadamente seco.

Como el día que visitaron el coliseo. Allí parado de pie, en medio del coliseo, los goterones le caían por dentro de la camisa y el pantalón, mientras hacía el vídeo y tomaba las fotos de rigor. O como la tarde que visitaron el palmeral. Mientras les ilustraban acerca del tamaño y de la manera de cultivar las palmeras, quietos en la sombra, sin que se moviera una brizna de aire, sudaba como Rafa Nadal en medio de un partido: a chorros. O como el día que visitaron las cascadas en el desierto. Hacía tanto calor a las diez de la mañana que estuvo dudando de si meterse o no vestido bajo la cascada, por otra parte, con más personal que la cumbre del Everest y casi todos japoneses. Al final, se contuvo y sólo puso su gorra a modo de recipiente que, al ponérsela, le sirvió de alivio momentáneo.

Su guía, Beshir, hablaba perfectamente español, entre otras cosas, porque había tenido una novia española, y eso ayuda mucho para dominar un idioma. Además de ilustrarles sobre los lugares que visitaban, también les proporcionaba una información muy valiosa para entender la idiosincrasia de su país. La importancia de la educación en las escuelas, de los idiomas, la forma de educar a los hijos, la libertad de la mujer, algunas particularidades del Corán.

El autobús no era el último modelo y el aire acondicionado tampoco se hacía notar tanto como hubiera sido deseable, habida cuenta de lo que sufrían fuera, pero se conformaron con que no se estropeara o tuvieran que bajar a empujar. El conductor iba acompañado de su hijo, un chaval de unos diez años, que llevaba la camiseta de la Juventus de Zidane, cuando Zidane se dedicaba a perder finales contra el Real Madrid. No se quitó esa camiseta a lo largo de todos los días que duró el viaje.

Un día cualquiera llegaron a un pueblo. Era relativamente grande porque había algunas tiendas e incluso algo parecido a una cafetería. Disponían de unos minutos y se dirigieron al primer – y probablemente único – bar que tenían cerca. Por supuesto, todos los parroquianos en la terraza del bar eran hombres, que disfrutaban fumando de sus cachimbas y sorbiendo su té. Los miraron sorprendidos de que dos extranjeros se aventuraran al interior del café, pero la visita era obligada porque ella debía usar el aseo.

No hay nada como entrar en un bar, para saber cómo es el país en el que estás. Acostumbrado a España, donde el bar más humilde de la aldea más recóndita te acoge con calidez, en esta ocasión, la primera impresión fue que el mobiliario pertenecía al decorado de una película de la serie C y que se les había olvidado recogerlo cincuenta años después. Afortunadamente, todos hablaban francés y le pidió al único camarero dos cafés con leche. Al tiempo, su francés le dio como para preguntar dónde estaba el cuarto de baño. El hombre parecía totalmente desconcertado y con un ligero movimiento de cabeza, señaló a lo que parecía una puerta a punto de venirse abajo y por supuesto, sin cerradura.

Al principio buscaban el aseo de señoras, pero al preguntar de nuevo al camarero, éste se extrañó de la insistencia y señaló en que ese era el baño. Lógico – recapacitó él-, que no haya baño de señoras en un país donde las señoras no van al bar.

Al abrir la puerta del supuesto baño - tocándola lo menos posible para evitar cualquier tipo de contagio-, se encontraron con que, además de unisex, era una letrina, o sea, un lugar para colocar los pies y un agujero en el que tenías que atinar para encestar lo que fuese menester. De la limpieza de aquel estercolero, debía estar encargado el mismo al que se le olvidó recoger el mobiliario de la película cincuenta años antes. Por supuesto, en esas latitudes desconocían el concepto de papel higiénico. Pero la necesidad apremiaba y el secreto era tocar lo imprescindible.

Mientras ella intentaba concentrarse en lo suyo, él se dirigió a la barra a tomar el café. De repente, un grito estremecedor, que debió escucharse en todo el pueblo y en parte del desierto, salió de la letrina. Los clientes que estaban dentro se sobresaltaron, pero ninguno movió un músculo para ver qué sucedía. Los que estaban fuera, en la terraza, debieron pensar que estaban destripando a alguna infiel y tampoco se mostraron muy alterados.

Al salir de la letrina ella pudo explicar a qué se debió el grito. Mientras intentaba satisfacer sus necesidades de aguas menores, una rata del tamaño de un gato, mostró su curiosidad por conocer otras culturas y salió a ver qué sucedía.

Es lo que tiene viajar y conocer otras culturas.

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