lunes, mayo 12, 2025

Madre no hay más que una.

La historia comienza en un modesto piso de un barrio humilde de Madrid; uno de esos pisos de protección oficial – de esos que construía Franco - destinados a los trabajadores con menos recursos económicos.

 

Imagen de charnee wiggett en Pixabay

Allí convivían un matrimonio junto con sus dos hijas; hasta que el cabeza de familia falleció.  Entonces, la mayor, que por entonces apenas tenía dieciséis años, entró a trabajar en una gran empresa gracias a una amistad que tenía su recién fallecido padre con el responsable de recursos humanos. Mientras tanto, la hermana menor - afectada por la polio-, pronto tuvo que seguir sus pasos y comenzar a trabajar en una tienda como dependienta.

Fueron tiempos difíciles, tiempos duros. Como ayuda a sus escasos ingresos, decidieron aceptar cuidar de un bebé que la madre dejaba a su custodia a cambio de algo de dinero.

Lo que sucedió con el tiempo fue casi inevitable. Por un lado, las aportaciones de dinero que debía realizar la madre biológica, se convirtieron en algo cada vez más esporádico y más escaso. Por otra parte, sus cuidadoras se fueron encariñando con la pequeña con la que compartían su vida. Todo ello desembocó en una situación en la que tuvieron que tomar una decisión transcendental: decidieron adoptar legalmente al bebé. Una decisión que cambió radicalmente la vida de todas ellas, pero en especial, la de la niña.

Siguiendo los consejos recibidos de los profesionales, la niña – con el tiempo - siempre fue consciente de su condición de niña adoptada, lo cual, jamás supuso ninguna tara emocional.

Otra cosa fue que, llegado el momento, tuvieron que explicarle la razón de su adopción y la entrega de su madre biológica. No fue fácil explicar que su madre se dedicaba a la prostitución en el barrio, debido a lo cual, cuando ella nació, ya tenía otros hermanos. Así las cosas, la madre tuvo que escoger entre la crianza de todos sus hijos, o el negocio, y escogió lo segundo.

Nunca jamás se volvió a preocupar de la niña.

Por eso, aquella decisión que adoptaron en su día supuso un drástico giro, no sólo en sus vidas, sino sobre todo en el destino de la pequeña. Con la adopción, consiguieron arrebatarle a su destino, una vida en ciernes, encaminada al dolor, al sufrimiento, a la penuria, a la falta de formación y quién sabe a qué otros sinsabores.  

Pasaron treinta años. Un día, aquella olvidadiza madre, no se sabe muy bien cómo, consiguió contactar con aquella niña a la que había abandonado y que ya era toda una mujer. La invitó a conocer al resto de sus hermanastros, - la “familia”, como decía en su grosera invitación – en el piso en el que residían todos juntos en paz y armonía, en la localidad de Tres Cantos, cercana a Madrid.

Era evidente, aunque intentara enmascararlo de una manera burda, que su objetivo era intentar reconstruir una relación que nunca existió y simular como si aquí no hubiera pasado nada; pelillos a la mar y decíamos ayer.

Ella hizo oídos sordos, porque ya tenía a su madre de verdad: a su madre adoptiva; la que le dio todo el cariño y el apoyo que necesitó como ser humano, incluidos los estudios primarios, secundarios y también los superiores, que pudo acometer y superar gracias, tanto a las becas que se ganó a pulso, como a su esfuerzo personal, que incluía, por ejemplo, trabajar los fines de semana en una pizzería de un pueblo de la sierra norte de Madrid para ganar algo de dinero. La consecución del título universitario, fue todo un logro; algo que, probablemente, no habría sido posible si no hubiera sido adoptada.

Acudió a la cita, más protocolaria y por curiosidad, que por interés sentimental. Tras ella, no tuvo ninguna duda sobre qué decisión tomar. A su madre biológica no le debía nada, y con sus hermanastros - de madre conocida y padre ignoto- tampoco tenía ningún lazo emocional digno de ser considerado como tal.

Por tanto, al terminar la reunión familiar, regresó por donde había llegado, al abrigo de su único y verdadero hogar, donde la esperaban, no sin cierta desazón y algo angustiadas, su madre adoptiva y su tía, quienes, en algún momento de ese amargo trance, llegaron a temer en la remota, pero factible posibilidad de que la niña, - como la llamaban a pesar de sus treinta “añazos”,- se viera impelida  por alguna telúrica fuerza a abrazar a la misma persona que pasó de ella cuando era un bebé, sin ser conscientes que en el fondo de su corazón, ella siempre supo valorar que, a pesar de pertenecer a una clase social humilde y trabajadora, se lo habían dado todo; al menos, todo lo importante: un hogar, una familia – peculiar, sí, pero familia al fin – cariño, formación, estudios, aunque todo eso no podía ocultar el hecho trágico de que fuera consciente de su propio origen, algo que no podía cambiar, como tampoco podía cambiar el hecho de no saber quién era su padre biológico, aunque en el barrio corrían rumores y apuestas acerca de quién se trataba.