La historia comienza en un modesto piso de un barrio humilde de Madrid; uno de esos pisos de protección oficial – de esos que construía Franco - destinados a los trabajadores con menos recursos económicos.
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de charnee
wiggett en Pixabay
Allí
convivían un matrimonio junto con sus dos hijas; hasta que el cabeza de familia
falleció. Entonces, la mayor, que por
entonces apenas tenía dieciséis años, entró a trabajar en una gran empresa gracias
a una amistad que tenía su recién fallecido padre con el responsable de
recursos humanos. Mientras tanto, la hermana menor - afectada por la polio-,
pronto tuvo que seguir sus pasos y comenzar a trabajar en una tienda como
dependienta.
Fueron
tiempos difíciles, tiempos duros. Como ayuda a sus escasos ingresos, decidieron
aceptar cuidar de un bebé que la madre dejaba a su custodia a cambio de algo de
dinero.
Lo
que sucedió con el tiempo fue casi inevitable. Por un lado, las aportaciones de
dinero que debía realizar la madre biológica, se convirtieron en algo cada vez
más esporádico y más escaso. Por otra parte, sus cuidadoras se fueron
encariñando con la pequeña con la que compartían su vida. Todo ello desembocó
en una situación en la que tuvieron que tomar una decisión transcendental:
decidieron adoptar legalmente al bebé. Una decisión que cambió radicalmente la
vida de todas ellas, pero en especial, la de la niña.
Siguiendo
los consejos recibidos de los profesionales, la niña – con el tiempo - siempre
fue consciente de su condición de niña adoptada, lo cual, jamás supuso ninguna
tara emocional.
Otra
cosa fue que, llegado el momento, tuvieron que explicarle la razón de su
adopción y la entrega de su madre biológica. No fue fácil explicar que su madre
se dedicaba a la prostitución en el barrio, debido a lo cual, cuando ella nació,
ya tenía otros hermanos. Así las cosas, la madre tuvo que escoger entre la
crianza de todos sus hijos, o el negocio, y escogió lo segundo.
Nunca
jamás se volvió a preocupar de la niña.
Por
eso, aquella decisión que adoptaron en su día supuso un drástico giro, no sólo
en sus vidas, sino sobre todo en el destino de la pequeña. Con la adopción, consiguieron
arrebatarle a su destino, una vida en ciernes, encaminada al dolor, al
sufrimiento, a la penuria, a la falta de formación y quién sabe a qué otros
sinsabores.
Pasaron
treinta años. Un día, aquella olvidadiza madre, no se sabe muy bien cómo,
consiguió contactar con aquella niña a la que había abandonado y que ya era
toda una mujer. La invitó a conocer al resto de sus hermanastros, - la
“familia”, como decía en su grosera invitación – en el piso en el que residían
todos juntos en paz y armonía, en la localidad de Tres Cantos, cercana a Madrid.
Era
evidente, aunque intentara enmascararlo de una manera burda, que su objetivo era
intentar reconstruir una relación que nunca existió y simular como si aquí no
hubiera pasado nada; pelillos a la mar y decíamos ayer.
Ella
hizo oídos sordos, porque ya tenía a su madre de verdad: a su madre adoptiva; la
que le dio todo el cariño y el apoyo que necesitó como ser humano, incluidos
los estudios primarios, secundarios y también los superiores, que pudo acometer
y superar gracias, tanto a las becas que se ganó a pulso, como a su esfuerzo
personal, que incluía, por ejemplo, trabajar los fines de semana en una
pizzería de un pueblo de la sierra norte de Madrid para ganar algo de dinero. La
consecución del título universitario, fue todo un logro; algo que,
probablemente, no habría sido posible si no hubiera sido adoptada.
Acudió
a la cita, más protocolaria y por curiosidad, que por interés sentimental. Tras
ella, no tuvo ninguna duda sobre qué decisión tomar. A su madre biológica no le
debía nada, y con sus hermanastros - de madre conocida y padre ignoto- tampoco
tenía ningún lazo emocional digno de ser considerado como tal.
Por
tanto, al terminar la reunión familiar, regresó por donde había llegado, al
abrigo de su único y verdadero hogar, donde la esperaban, no sin cierta desazón
y algo angustiadas, su madre adoptiva y su tía, quienes, en algún momento de
ese amargo trance, llegaron a temer en la remota, pero factible posibilidad de
que la niña, - como la llamaban a pesar de sus treinta “añazos”,- se viera
impelida por alguna telúrica fuerza a
abrazar a la misma persona que pasó de ella cuando era un bebé, sin ser
conscientes que en el fondo de su corazón, ella siempre supo valorar que, a
pesar de pertenecer a una clase social humilde y trabajadora, se lo habían dado
todo; al menos, todo lo importante: un hogar, una familia – peculiar, sí, pero
familia al fin – cariño, formación, estudios, aunque todo eso no podía ocultar el
hecho trágico de que fuera consciente de su propio origen, algo que no podía
cambiar, como tampoco podía cambiar el hecho de no saber quién era su padre
biológico, aunque en el barrio corrían rumores y apuestas acerca de quién se
trataba.
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