Queridos Reyes Magos.
Ya sé que no es tiempo de escribir ninguna carta, porque es muy posible que ya sea demasiado tarde, pero es que hace tanto tiempo que no os escribo una, que aunque tarde, me apetece hacerlo.
Ha pasado tanto tiempo, que ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez y qué regalos os pedí.
Con el tiempo, a pesar de haber sido siempre un niño bueno, me fui acostumbrando a que aquellos regalos que yo quería, no los tuviera y de ahí, pasé a esperar que vosotros, con vuestra inmensa sabiduría, supierais cuáles eran los que me gustaban o por lo menos, los que me venían mejor. Al final, como suele pasar con estas cosas, no fue ni una cosa ni otra; me aburrí de pedir lo que sabía que nunca sería mío y también me cansé de esperar que los RRMM acertaran con sus regalos. Supongo que a eso se le llama madurar, es decir, perder lo que de niños tanto tenemos, como la ilusión, la inocencia, la candidez. Una vez, un psicólogo me dijo: “nunca dejes de ser niño”, y desde entonces, lo he intentado.
Durante todos estos años, más bien lustros, me han pasado muchas cosas, como a todos, y en la noche del 5 de enero, he tenido toda clase de experiencias. Eso sí, he de decir que la mayoría nada reseñables por su grato recuerdo, antes al contrario, por todo lo opuesto.
Ha habido Noche de Reyes, que las he pasado acompañado; otras, acompañado…pero solo y otras, en fin, decididamente en solitario. Pero no es la compañía de otras personas lo que hace que esa Noche Especial, sea lo que es y signifique lo que significa, no. Es la ilusión que habita en nosotros mismos, lo que mantiene viva la esperanza y las ganas de futuro. Es la ilusión que nosotros seamos capaces de crear, mantener, alimentar y proteger, lo que convierte en mágica esa fecha. Y si es la ilusión la clave, ¿acaso no sería posible prolongar esa dicha durante más tiempo que una simple noche? ¿No somos capaces de permanecer en la lucha más que unos pocos días, para permitir después, que todo vuelva a su triste y cotidiana realidad?
A medida que me hago más experimentado (que no mayor), he aprendido que la fuerza que te debe impulsar, debe estar dentro de ti; no debe depender de otras personas o de elementos ajenos a ti. Tu poder, está en ti mismo. Cierto es, sin duda, que cuando ya has alcanzado ese nivel de fuerza interior, capaz de ilusionarte y de acercarte, aunque sólo sea un poquito, a lo que se conoce como “felicidad”, cierto es, digo, que uno se siente mucho mejor si lo puede compartir con alguien. Con alguien que también tenga esa misma ilusión, esa fuerza, ese equilibrio y que además, te quiera y comparta y contigo su vida y la tuya. Y cuando uno llega a ese estado de cosas, poco importa si tienes una casa grande o dos, un coche caro o uno de segunda mano, o si tienes una hipoteca, tres o ninguna, o si vives de alquiler o en un piso compartido. Y no importa, porque lo que has alcanzado es un estado de ánimo en el que has aprendido a vivir con lo que tienes y no a desear de un modo neurótico y enfermizo, todo aquello que deseas y no alcanzas.
Yo he tenido casa propia, con su hipoteca; he tenido dos coches con dos plazas de garaje; he tenido piso y he tenido chalet adosado. He tenido contrato indefinido, he trabajado en grandes empresas multinacionales y he ganado más de lo que gano ahora. Pero las casas, se vendieron; tuve esposa y me divorcié; las hipotecas se saldaron, los coches fueron y vinieron, los trabajos los perdí o me los quitaron y mi vida cambió, varias veces, en una misma vida.
Mientras iba perdiendo todo aquello que me habían enseñado era la clave de la felicidad, me fui sumiendo en una profunda sima y una gran depresión, sin comprender el sentido del camino que estaba recorriendo. Estaba confundido, ofuscado, enojado y ansioso, por no poder mantener aquello que significaba tanto para tantas personas y en ese momento, para mí también.
Me enredé en relaciones sentimentales difícilmente entendibles, que se fueron sucediendo unas a otras, como si del “día de la marmota” se tratara, hasta que finalmente, un día, sin saber exactamente qué día fue, ni en qué hora, te das cuenta de que has aprendido, has madurado y sales del “día de la marmota”, con un montón de enseñanzas y las ideas mucho más claras.
Ahora sé, que es la ilusión que yo mismo sea capaz de generar, el motor que me va a impulsar a desear avanzar, a vivir. Ahora sé, que no necesito una casa y una agobiante hipoteca para ser feliz. Ahora sé qué clase de relación sentimental NO quiero y cuál me hace feliz y me llena. Ahora sé, que no es necesario trabajar en una empresa de renombre con contrato blindado, sino en una en la que te cuiden, signifiques algo y se preocupen de ti, aunque ganes mucho menos que en otras, ya sean anteriores o venideras. Ahora sé, que para ser feliz, sólo la necesito a ella: su sonrisa, su sentido del humor, el cariño que pone en lo que hace; sus consejos, sus opiniones. Compartir con ella lo poco que ambos tenemos, pero que al menos, lo podamos compartir juntos. Disfrutar de su compañía, de escuchar música juntos en casa, aunque a veces me cueste reconocer a los intérpretes o simplemente, me resulten totalmente desconocidos. Disfrutar de esos besos casi furtivos, en mitad del Mercadona mientras hacemos la compra de cada semana y me va cantando los números, como si de un bingo se tratara, para que una vez colocados los productos en la báscula, se imprima la etiqueta correctamente. Disfrutar de tomar el aperitivo juntos, bien sea sentados frente al mar o en un pub del Paseo de Rosales. Disfrutar de la suavidad y de la calidez de su piel, cuando vamos juntos a todas partes, agarrados de la mano. Disfrutar de los sueños que duran tan solo unos segundos. Disfrutar de los planes de viajes que nunca haremos porque “no hay prisa: eso va a seguir ahí”. Disfrutar de la deliciosa manera en la que me invita a hacerle un regalo, escribiendo una carta a Papa Noel o a vosotros, Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente. Disfrutar de las siestas con bolsa de agua caliente incluida. Disfrutar de las pelis más raras y esotéricas que nunca antes he oído mencionar. Disfrutar viéndola husmear por las estanterías de los cachivaches de cocina en cualquier tienda o entre los expositores del súper de El Corte Inglés, investigando si disponen de las especias más extrañas, las salsas más raras o los alimentos, imposibles de encontrar en cualquier otro sitio.
Así es que, mis queridos Reyes Magos, aunque es un poco tarde para escribir una carta y aunque hace mucho que no os escribo, este año, que he sido tan bueno como todos los anteriores, sólo os pido una cosa: “que me quede como estoy”. Y a ver si de una santa vez, cumplís con vuestro trabajo y me traéis algo que os pido. ¡Carajo!
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