miércoles, junio 05, 2013

Félix Bragueta, el más tonto del Planeta

Hubo una época en la que ostentar un puesto de responsabilidad en la televisión franquista, era casi tanto o más, que ser ministro. Entonces, ni siquiera había oposición o por ser más exactos, estaban casi todos fuera de España y nadie osaba alzar la voz por si los informativos de David Cubedo, eran objetivos o no. Lo que se decía allí, iba a misa, literalmente. 

Además del monopolio de la televisión, porque sólo había una cadena, había un sector público de tamaño descomunal. Hoy, que nos pasamos el día enfrascados en discusiones sobre si el estado debe asumir y no prescindir de ciertos servicios, en aquel entonces, el estado lo abarcaba casi todo. Campsa, era la única red de gasolineras, en toda España. Las empresas que no eran solventes terminaban en un cementerio de elefantes llamado Instituo Nacional de Industria (INI) que se encargaba de poner dinero de todos los españoles, sin demasiadas - o ninguna - expectativas de recuperarlo. Y Telefónica, la gran Telefónica, era por supuesto, del estado y las tarifas se aprobaban en Consejo de Ministros.

Hoy, muchos se escandalizan de ver en la prensa el tráfico de influencias de unos y otros y los puestos de trabajo que se otorgan a dedo, por "ser vos quien sois". Hoy, la gente se escandaliza y protesta con razón, pero entonces, eso era lo natural, lo normal. Así es que, una vez más, no se ha inventado nada en esta España supuestamente democrática y progresista. Bueno, hemos adelantado, que ahora puedes hacer publicidad, patalear y levantar polvareda, pero poco más. 

Fue así, medrando con las influencias de su padre, como el inútil de Félix llegó a desempeñar un puesto de escasa relevancia en una de las innumerables empresas públicas que existía por aquellos días. De escasa relevancia en general, pero crucial para mí, porque tuve la desgracia de que fuera uno de los muchos inútiles que he tenido por jefes. Tal vez el mayor y sin duda, el más torpe.

Como corresponde a un niño de papá influyente - que lo fue en su momento - el tal Félix se pavoneaba por la oficina como si fuera Florentino Pérez paseando por el Bernabéu. Presumía más que una mierda en un solar y tenía tanta idea de gestión de recursos humanos y motivación, como yo de teología. Lo malo que tienen estas personas, es que a su alrededor, entre sus subordinados, crean una atmósfera de burla, desprecio y cachondeo generalizado. Tal era la manifiesta torpeza del individuo, que no sabía hacer la "o" con un canuto.

Quiso el destino, que algunos de los que tuvimos la desdicha de trabajar en ese nido de lameculos, chivatos y pelotas de mierda, tuviéramos que usar unas batas blancas, para salvaguardar nuestra propia ropa de los posibles percances que pudiera sufrir a consecuencia del desempeño de las tareas diarias. El uso de las batas, comenzó como una iniciativa a título personal de un compañero, y como quiera que pareció una buena idea, la mayoría le copiamos.  

Entre los excelsos directivos del departamento, - entre los que se encontraban José Luís Heidi, alias "Richelieu" y el jefe de todos nosotros, Juan Johnny Walker Texas, alias "General Custer", además del ya nombrado Félix Bragueta - comenzó a calar la imagen de las batas blancas y lo que comenzó siendo una iniciativa a título personal, alguno pretendió convertirlo en norma de departamento. Siempre he creído que semejante medida, tenía como principal finalidad la de regalar a los visitantes que acudían al centro de trabajo, la visión de unos esclavos bien uniformados, que desarrollaban su tarea a través de unos cristales y en un piso inferior al que estaban los ojeadores, lo que confería a la escena, una cierta similitud con un parque zoológico en el que la gente se detiene para ver lo graciosos que son los monos.

En efecto. Desde el primer piso donde se encontraban las oficinas, se podía ver un gran hueco ocupado por toda la instalación de maquinaria, ordenadores, aire acondicionado, etc, que era el lugar en el que teníamos que trabajar nosotros, aguantando una cierta temperatura y una cierta humedad determinada, fijada para el normal funcionamiento de todos los equipos. Eso y el ruido que originaban todas esas máquinas. Y ahí nos tenías, todos monos y lustrosos con nuestras batitas blancas, mientras desde los cristales del piso de arriba, se pegaban para coger mejor posición y poder enseñar a las visitas, los esclavos trabajando.

Aunque pueda parecer que es una trola, lo cierto es que por aquellos años, se subía el sueldo a la gente. No a todos, no a todos lo mismo y por supuesto, la mayoría salía cabreado de la reunión en la que te decían el importe de la subida, pero subida, había. O eso pensé yo, hasta que un día me llegó el payaso del Félix y me dijo que no me subía el sueldo porque a lo largo de todo el año anterior, había ido a trabajar 3 días sin la dichosa bata blanca. Esto, que dicho así puede parecer sacado de un guión de Cruz y Raya, es verídico. Un señor, con responsabilidad sobre unas 30 personas, en mitad de los años 80, se permite el lujo de decirle a un subordinado lo que me dijo a mí el tarao del Félix. Mi respuesta no la recuerdo, pero sí sé que se llevó lo suyo. Y yo, aunque me quedé sin subida, también me quedé muy a gusto.

Aun tuve que soportar varios años más al Félix. Hasta que un día, nos reunieron a todos y nos presentaron al cuñado de Heidi "Richelieu". La presentación la hizo el propio Félix, el cual, haciendo gala de la delicadeza y el tacto que siempre le caracterizó, nos indicó que el "cuñaaaao" iba a ostentar un puesto de mayor responsabilidad que todos los que estábamos allí y "que si descubro que alguien no colabora y no le ayuda, lo mando al INEM que está enfrente". Sin duda, una manera excesivamente avanzada para la época, de motivación del personal y gestión de recursos. 

Mientras, el gran Johnny Walker, hacía gala y con frecuencia, de por qué le habíamos puesto ese mote.

Como no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista, después de más de seis angustiosos años, pude zafarme de aquella plantación de esclavos blancos, y me marché de la empresa.

Pero el destino, a veces, ofrece  dulces venganzas o al menos, lo más parecido a una dulce venganza.

Habrían transcurrido unos quince años desde mi estancia en aquel miserable departamento de víboras. Estaba pasando una jornada  en Lisboa, por motivos de trabajo, y a la hora de la comida, un grupo multinacional de personas, compartimos mesa y mantel. A mi lado había una chica, con acento argentino y que al igual que yo, estaba de paso en aquel cliente. No sé cómo empezó la conversación, pero la chica en cuestión nos empezó a contar una historia de acoso que sufrió en una empresa anterior.

Nos contó que un individuo, casado y con hijos, compañero de ella del trabajo, empezó a acosarla. Que si vamos a tomar una cerveza, que si ahora te llamo, que si vamos para acá, y luego para allá. La chica, empezó a sentirse mal, porque desde luego, no sentía el más mínimo interés por ese tipejo, que además, le hacía la vida imposible. Al parecer, en cierta ocasión, el individuo llegó a manipular su coche para que se estropeara y como quiera que la estaba siguiendo, apareció como por casualidad para ayudarla. 

Entonces, la argentina, tomó la decisión de atajar por el camino de en medio. Llamó a  casa del tipo y habló con la esposa de éste, contándole lo que estaba pasando. La otra, se debió de quedar a cuadros y terminó por pedir el divorcio del acosador. Pero a pesar de eso, el tío continuó erre que erre. Finalmente, la chica, desesperada, fue a poner en conocimiento del director de recursos humanos lo que estaba pasando y consiguió que le despidieran del trabajo. Luego, además, ella también se cambió de empresa y después de mucho tiempo, consiguió hacer desaparecer al acosador de su vida.

¿Y cómo se llamaba ese angelito?, la pregunté.
Félix Bragueta, me respondió.

Me debí quedar con los ojos muy abiertos y luego, después de unos breves segundos, lancé una carcajada. Ella, no entendió, claro. Cuando recuperé el aliento, le expliqué la relación que tuve yo con el tal Félix. 

Nos reímos mucho. Y me sentí bien al comprobar que efectivamente, yo tenía razón: Félix, era imbécil.




                                                                                                           
                                                                                                                                                

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