En algún momento, más temprano que tarde, se
debatirá en Las Cortes la denominada Ley de financiación de partidos políticos.
Entre otras muchas razones, se pretende poner orden y concierto, luz y
taquígrafos, a todo lo referente a las donaciones que se pueden dar a las
formaciones políticas, evitando (en la medida de lo posible) el tráfico de
influencias, los sobornos, los trapicheos y todas las figuras delictivas
habidas y por haber, o por lo menos, carentes de ética de las que hemos sido –
y seguimos siendo – testigos, día sí y día también.
Me parece buena idea la de convertir en
delito lo que ahora mismo no lo es. Me refiero a la financiación ilegal de un
partido político. Y me parece también buena idea, que se castigue con
ejemplaridad a todos los golfos, sinvergüenzas y parásitos que se han metido en
política a trincar, como alguno ha confesado a micrófono cerrado. Lo que sucede
es que una cosa es que sea buena idea y otra que se pueda llevar a la práctica
o que se pueda verificar. España es un país en el que las cosas no funcionan
del todo bien, pero no por falta de legislación, sino por falta de voluntad, de
medios, de cultura responsable y cumplidora con el orden, o una mezcla de todas
ellas y algunas más.
Todo eso está muy bien y veremos cómo se desarrollan
los acontecimientos. Pero ahora me gustaría referirme a la otra parte de la
historia, a aquella que se refiere a la compra de voluntades por parte del
gobierno de turno, para asegurarse un futuro más plácido.
¿O es que no
deberíamos prestar atención a los privilegios y prebendas que las autoridades
de todo signo, otorgan a sus amigos, con la única finalidad de comprar los
juicios favorables? Y en este saco, no sólo están los que realizan el manejo de
fondos con destinos inciertos o totalmente ajenos a lo inicialmente previsto.
Aquí están metidos los medios de comunicación (radio, prensa, televisión), la
educación, sindicatos y todo aquel cuya voz se pueda escuchar y por tanto,
pueda servir para encauzar opiniones y votos. Dicho en Román paladino: comprar
estómagos agradecidos.
Del mismo modo que se debe poner freno y
límite al tráfico de influencias entre empresas, organizaciones, particulares y
políticos – aunque sea complicado- es hora de que nos planteemos seriamente que
también hay que controlar el dinero público que va a parar a los bolsillos de
aquellos cuya exclusiva finalidad es la de bailar el agua a quien les paga. Quien
quiera adláteres y lameculos, que se los pague de su bolsillo particular y que
no distraiga dinero de todos, para promocionar su particular tendencia
política.
Resumiendo, a ver si poco a poco vamos
puliendo el sistema y vamos consiguiendo llevar un control racional del uso del
erario público, tanto por parte de las empresas y particulares hacia los
políticos, como en sentido inverso también.
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