Leo en un periódico digital, que
a finales del siglo xix, un tal Charles D. Wells, consiguió hacer saltar la
banca en el Casino de Montecarlo, y las 4.000 libras con las entró, se
convirtieron al cabo de 5 días, en 4 millones. Además de ir en contra de todas
las teorías matemáticas y de cualquier razonamiento científico, eso me ha
recordado algunas experiencias similares vividas hace muchos, muchos años,
aunque hablando de cantidades mucho más modestas.
Corrían los primeros años 80. El
Casino de Mallorca hacía poco tiempo que se había inaugurado y constituía casi
una atracción turística más, como la Catedral, la Almudaina o la Lonja. Casi
era una estación de peregrinaje de paso obligado – la última - cuando salías a
cenar con los amigos. A mí, particularmente, el juego siempre me ha aburrido de
manera soberana. Nunca he entendido eso de perder el dinero, jugando al bingo, a
la ruleta o al Black Jack, pero confieso que en alguna ocasión he pecado.
Recuerdo uno de esos días en los
que estando de vacaciones, te planteas qué puedes hacer de especial. Y precisamente,
por aquello de que nunca frecuentas lugares como los mencionados, pues ese día
decides contradecirte y traicionar tus costumbres, que para eso están las
vacaciones. Y así, una tarde cualquiera, de un mes de agosto cualquiera, te
encaminas hacia el lugar donde - según te han informado previamente-, se consiguen
siempre los bingos mejor pagados de todos los existentes en Palma en aquella
época. Como no eres jugador, la idea pasa por tomarte una copa mientras pasas
el rato tachando números y para que no haya lugar a equívocos, estableces un
límite de antemano: 1.000 pesetas, de cuando los cartones de bingo se vendían a
100 cada uno. Habiendo asumido que no ganaría ni amigos, el plan era que lo
que se tardara en jugar esos cartones, era el tiempo que tardarías en regresar
a casa. Pero al parecer, el destino me tenía preparada una sorpresa y para romper
la costumbre, en esta ocasión, agradable.
Las 1.000 pesetas iniciales, se
convirtieron al cabo de un par de cartones en 10.000. Una vez se terminó el importe inicial, algo me
hizo pensar en que esa tarde-noche estaba de suerte y había que intentarlo a
ver si era cierto. Y del bingo, en un arrebato de inconsciencia e impulsividad,
me dirigí directamente al Casino de Mallorca a invertir parte de los beneficios
que había obtenido en el bingo. Era casi como jugar con dinero ajeno.
Con la misma frialdad y desapego
de un profesional, volví a fijar un límite a la hora de apostar: 2.000 pesetas.
Y dado que la ruleta francesa me aburre sobremanera, decidí otro juego en el
que la participación era bastante más activa: el Black Jack.
Sin duda alguna, mi intuición no
me había traicionado, aunque fuera sólo para romper la rutina, y de la mesa de Black
Jack, me levanté con 20.000 pesetas más, menos las 2.000 iniciales. Y con ese
botín y habiendo satisfecho de por vida mis aspiraciones de hacer saltar la
banca de un casino, recogí el dinero y me marché a casa con la conciencia
tranquila y los gastos de las vacaciones sobradamente pagados.
Pero esa no es la única anécdota
que recuerdo relacionada con el juego. La siguiente, no tiene desperdicio.
Como ya he mencionado al
principio, frecuentar el Casino de Mallorca, se había convertido para algunos,
en una visita casi obligada después de una cena o de unas copas. Uno de esos
asiduos visitantes, era mi entonces cuñado Pau, que junto con sus hermanos y
unos íntimos amigos, formaban un compacto grupo que iban juntos a todas partes.
He de reseñar que siempre he considerado a Pau como “el individuo más
afortunado del mundo”. Yo siempre decía que había nacido con una flor en el
culo. Pues bien, una noche, después de cenar toda la panda, alguien sugirió la
idea de acercarnos al Casino y pasar un rato.
Llegamos al Casino alrededor de
la medianoche. Allí, en una de las mesas de ruleta, jugaba un individuo – al parecer
de origen alemán – que había adquirido algo de fama. Tenía una jugada estándar –
al más puro estilo Pelayo - que en aquella época, costaba un millón de pesetas.
Disfrutaba de una mesa para él solo, con varios crupieres a su exclusivo servicio y la compañía de un
florero de pelo rubio y cuerpo escultural que se paseaba más aburrida que una
mona por el amplio recinto, mientras su “amado”, asistía impertérrito a la
ejecución de su plan, tan repetitivo como lucrativo. Se comentaba que a lo
largo de una noche, su flujo de dinero podía variar desde varios millones al
debe, a varios millones al haber, pero que en el último mes, había ganado 30
millones de pesetas. El individuo, del que nadie parecía conocer su nombre,
representaba un atractivo añadido más para el casino, aunque según contaron más
tarde, los propietarios del mismo, le invitaron amablemente a que fuera a desvalijar
a otros.
Como a mí – repito – nunca me ha
gustado el juego en general y la ruleta en particular, al llegar al casino, me
acerqué al hombre más afortunado del mundo y le dije:
- Pau, toma 2.000 pesetas. Juégalas por mí como te
dé la real gana. A mí me aburre la ruleta. Lo que te duren, te han durado.
A las 4 de la madrugada, mientras
el alemán seguía despedazando al casino con su sistema y el florero rubio de su
acompañante ya no sabía qué hacer con los tacones que la estaban matando, nuestro
grupo decidió que ya era hora de regresar a los cuarteles. Fue a la salida, en
el coche, cuando Pau me dijo:
- Toma. 15.000 pesetas para ti y otras 15.000 para
mí. Es lo que he ganado esta noche con tus 2.000 y otras 2.000 que he puesto
yo.
Y hasta aquí la increíble historia
del hombre que nunca jugaba en bingos ni en casinos, pero que las pocas veces
que fue, ganó.
Por cierto, hace mucho, pero
mucho, que no me toca la Primitiva.
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