domingo, agosto 14, 2016

Casino de Mallorca: la increíble historia de un NO jugador



Leo en un periódico digital, que a finales del siglo xix, un tal Charles D. Wells, consiguió hacer saltar la banca en el Casino de Montecarlo, y las 4.000 libras con las entró, se convirtieron al cabo de 5 días, en 4 millones. Además de ir en contra de todas las teorías matemáticas y de cualquier razonamiento científico, eso me ha recordado algunas experiencias similares vividas hace muchos, muchos años, aunque hablando de cantidades mucho más modestas.

Corrían los primeros años 80. El Casino de Mallorca hacía poco tiempo que se había inaugurado y constituía casi una atracción turística más, como la Catedral, la Almudaina o la Lonja. Casi era una estación de peregrinaje de paso obligado – la última - cuando salías a cenar con los amigos. A mí, particularmente, el juego siempre me ha aburrido de manera soberana. Nunca he entendido eso de perder el dinero, jugando al bingo, a la ruleta o al Black Jack, pero confieso que en alguna ocasión he pecado.

Recuerdo uno de esos días en los que estando de vacaciones, te planteas qué puedes hacer de especial. Y precisamente, por aquello de que nunca frecuentas lugares como los mencionados, pues ese día decides contradecirte y traicionar tus costumbres, que para eso están las vacaciones. Y así, una tarde cualquiera, de un mes de agosto cualquiera, te encaminas hacia el lugar donde - según te han informado previamente-, se consiguen siempre los bingos mejor pagados de todos los existentes en Palma en aquella época. Como no eres jugador, la idea pasa por tomarte una copa mientras pasas el rato tachando números y para que no haya lugar a equívocos, estableces un límite de antemano: 1.000 pesetas, de cuando los cartones de bingo se vendían a 100 cada uno. Habiendo asumido que no ganaría ni amigos, el plan era que lo que se tardara en jugar esos cartones, era el tiempo que tardarías en regresar a casa. Pero al parecer, el destino me tenía preparada una sorpresa y para romper la costumbre, en esta ocasión, agradable.

Las 1.000 pesetas iniciales, se convirtieron al cabo de un par de cartones en 10.000.  Una vez se terminó el importe inicial, algo me hizo pensar en que esa tarde-noche estaba de suerte y había que intentarlo a ver si era cierto. Y del bingo, en un arrebato de inconsciencia e impulsividad, me dirigí directamente al Casino de Mallorca a invertir parte de los beneficios que había obtenido en el bingo. Era casi como jugar con dinero ajeno.

Con la misma frialdad y desapego de un profesional, volví a fijar un límite a la hora de apostar: 2.000 pesetas. Y dado que la ruleta francesa me aburre sobremanera, decidí otro juego en el que la participación era bastante más activa: el Black Jack.

Sin duda alguna, mi intuición no me había traicionado, aunque fuera sólo para romper la rutina, y de la mesa de Black Jack, me levanté con 20.000 pesetas más, menos las 2.000 iniciales. Y con ese botín y habiendo satisfecho de por vida mis aspiraciones de hacer saltar la banca de un casino, recogí el dinero y me marché a casa con la conciencia tranquila y los gastos de las vacaciones sobradamente pagados.

Pero esa no es la única anécdota que recuerdo relacionada con el juego. La siguiente, no tiene desperdicio.

Como ya he mencionado al principio, frecuentar el Casino de Mallorca, se había convertido para algunos, en una visita casi obligada después de una cena o de unas copas. Uno de esos asiduos visitantes, era mi entonces cuñado Pau, que junto con sus hermanos y unos íntimos amigos, formaban un compacto grupo que iban juntos a todas partes. He de reseñar que siempre he considerado a Pau como “el individuo más afortunado del mundo”. Yo siempre decía que había nacido con una flor en el culo. Pues bien, una noche, después de cenar toda la panda, alguien sugirió la idea de acercarnos al Casino y pasar un rato.

Llegamos al Casino alrededor de la medianoche. Allí, en una de las mesas de ruleta, jugaba un individuo – al parecer de origen alemán – que había adquirido algo de fama. Tenía una jugada estándar – al más puro estilo Pelayo - que en aquella época, costaba un millón de pesetas. Disfrutaba de una mesa para él solo, con varios crupieres  a su exclusivo servicio y la compañía de un florero de pelo rubio y cuerpo escultural que se paseaba más aburrida que una mona por el amplio recinto, mientras su “amado”, asistía impertérrito a la ejecución de su plan, tan repetitivo como lucrativo. Se comentaba que a lo largo de una noche, su flujo de dinero podía variar desde varios millones al debe, a varios millones al haber, pero que en el último mes, había ganado 30 millones de pesetas. El individuo, del que nadie parecía conocer su nombre, representaba un atractivo añadido más para el casino, aunque según contaron más tarde, los propietarios del mismo, le invitaron amablemente a que fuera a desvalijar a otros.

Como a mí – repito – nunca me ha gustado el juego en general y la ruleta en particular, al llegar al casino, me acerqué al hombre más afortunado del mundo y le dije: 

    -  Pau, toma 2.000 pesetas. Juégalas por mí como te dé la real gana. A mí me aburre la ruleta. Lo que te duren, te han durado.

A las 4 de la madrugada, mientras el alemán seguía despedazando al casino con su sistema y el florero rubio de su acompañante ya no sabía qué hacer con los tacones que la estaban matando, nuestro grupo decidió que ya era hora de regresar a los cuarteles. Fue a la salida, en el coche, cuando Pau me dijo:
   -  Toma. 15.000 pesetas para ti y otras 15.000 para mí. Es lo que he ganado esta noche con tus 2.000 y otras 2.000 que he puesto yo.

Y hasta aquí la increíble historia del hombre que nunca jugaba en bingos ni en casinos, pero que las pocas veces que fue, ganó.

Por cierto, hace mucho, pero mucho, que no me toca la Primitiva.

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