martes, junio 13, 2017

Rafael Nadal. Un caballero español.



Si algo caracteriza a Rafa Nadal, es lo bien amueblada que ha tenido siempre su cabeza. Algo que en la mayoría de los casos, no suele ser habitual entre deportistas de élite. Aunque siempre ha habido honrosas excepciones entre las que cabe destacar, por ejemplo, a Jorge Valdano o Emilio Butragueño, que me pillan más cerca.

Más allá de los éxitos deportivos que ha atesorado el mallorquín, su personalidad dentro y fuera de la pista de tenis, ha trascendido a lo meramente deportivo. Rafa, es el paradigma del hijo que todos querrían tener, el novio o marido que muchas desearían para ellas o sus hijas, el amigo que sabes que siempre va a estar a tu lado si lo necesitas. En definitiva, una persona sana, equilibrada, de la que no se tienen noticias de que jamás haya dado una voz más alta que otra. Educado y cortés, con todos. Incluso con aquellos que en su día le acusaron de doparse. Esa fue la única vez que hemos visto a nuestro Rafa, realmente enfadado.

Las personas públicas, se dediquen a lo que se dediquen, tienen una obligación inherente a su popularidad. Son un espejo en el que millones de personas se miran. Son escrutados a través del microscopio de la prensa y los medios, como si de un virus extraño se tratara. Hay quien soporta esa presión casi insufrible y hay quien se rompe por el camino. A Rafa, nunca le hemos visto mala cara.

En la historia de nuestro deporte, han proliferado los héroes, que como tales, han sido pioneros, han crecido gracias a sus propios esfuerzos y de pronto, han nacido para el común de los mortales.

Mariano Haro, que sólo los más talluditos recordarán, fue un atleta español, criado en tierras de Palencia. El hombre se las veía tiesas con los Keniatas y Etíopes y siempre quedaba detrás de ellos. Luego vinieron los Abascal, Fermín Cacho y compañía.

Ángel Nieto, fue el que dio a conocer el motociclismo en España. Después, vinieron todos los demás y hoy dominamos todas las categorías, en todas las carreras.

Manuel Santana, es el responsable de que media España se quedara pegada a su televisor en B/N durante una eterna madrugada, mientras jugaba un partido de tenis trascendental, en las antípodas, en Australia y sobre hierba.

Andrés Gimeno, Juan Gisbert, con su típico pañuelito al cuello, estilo John Wayne, Lis Arilla, Manuel Orantes, Juan Manuel Couder,  son otros nombres ligados a la historia de nuestro tenis. Y no olvidemos a Juan José Castillo, el comentarista de TVE que hizo que todos amáramos el tenis.

Mientras estos éxitos sucedían de Pascuas a Ramos, más fruto del heroísmo personal que de una planificación deportiva, la selección española de fútbol, las pasaba canutas en cualquier competición internacional. Y encima, cuando conseguíamos algún gol fantasma, por ejemplo contra Brasil, nos vacilaban y no lo concedían.

Emiliano, Sevillano, Cabrera, Luyck, Nino Buscató, y otros muchos, fueron los responsables en su día de hacer que el baloncesto sea lo que representa hoy en España. De jugar en frontones y casi en gimnasios, a ser capeones de Europa, sub campeones Olímpicos y pelear cara a cara con los intocables americanos.

Todos ellos se han ganado a pulso un lugar en la historia de nuestro deporte. Todos ellos tienen nuestro respeto y nuestra admiración. Pero lo de Rafa Nadal, va incluso más allá.

Porque todos hemos sido testigos de cómo forzó la recuperación de una muy seria lesión en la muñeca para poder participar  en los JJOO. Y todos recordamos que aún así, ganó un Oro y una plata, vendiendo muy cara su derrota ante Nishikori. Luego, lo pagó caro.

Si hay algo que nos une a todos en el respeto y admiración a Rafa, es su pasión por su país. Por su bandera y por su himno.

Al contrario que  algunos otros, que parece que les cuesta trabajo ponerse la camiseta de España - o reniegan después de haberlo hecho -, respetar el himno y respetar a la bandera, Rafa Nadal hace gala de su españolismo, perfectamente compatible con sentirse mallorquín. Y ese es uno de los factores que más contribuyen a que todos, queramos a Rafa. Porque Rafa es de todos. Precisamente por no haber hecho jamás ninguna declaración en contra de nada ni de nadie. Por no haber perdido los papeles - como otros - y pensar que por ser famoso, uno puede expresar sus pensamientos más íntimos y no obtener una contestación a cambio.

El arma principal de Rafa, es su poder mental. Su fortaleza está tan bien asentada, que es ahí donde comienza a vencer a sus rivales. Después del ajedrez, el tenis es un deporte enormemente mental, psicológico y ahí Rafa, es simplemente, implacable. Lo hemos visto muchas veces a lo largo de estos años.

Vimos consolar a su amigo Federer que lloraba de impotencia, después de perder contra Rafa. Hemos visto a Djokovic, fuera de sí, hablar  con su raqueta, romperla y estallar de ira. El otro día a Wawrinka, jurar en arameo y romper una raqueta, desesperado porque no había forma de intentar ganar a Rafa. Jamás hemos visto a Rafa un mal gesto en la pista, romper una raqueta o chillar y protestar como lo hacía el desagradable de John McEnroe.

Por eso, el éxito de Rafa Nadal, y sobre todo, el respeto de todos, va más allá de sus títulos, de su lucha en la pista y fuera de ella. Porque en el fondo, Rafa Nadal es un caballero, educado y respetuoso con todos; de comportamiento exquisito, pero absolutamente letal cuando le tienes al otro lado de la pista.

Como ya dijo en su día él mismo: “No sólo importa ganar. También importa el cómo”.

En Roland Garros, van a hacerle una estatua, para que quede constancia para la posteridad, que una vez hubo un jugador de tenis, que jamás daba una bola por perdida. Que no perdonaba un punto a nadie. Que obligaba al rival a dar un golpe más. Que no sabía lo que era rendirse. Y que a pesar de todo eso, siempre se mostró como un señor.

Muchos y variados son los premios y distinciones que ha obtenido en España, pero creo que a la vista de la respuesta que ha tenido Francia con nuestro héroe, deberíamos hacer algo más que ponerle su nombre a la pista central del Real Club de Tenis Barcelona o concederle el premio Juan Antonio Samaranch.

Y si no existe, se inventa.

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