Hoy parece una locura y seguramente lo fue. Levantarse a las 4 de la mañana. Meterse cuatro adultos, un niño y el sorollo (el gato) en un 600, con los baúles arriba, en la baca, y conducir por esos caminos de Dios, 600 kilómetros hasta Foz (Lugo), constituía toda una aventura.
Sin autopistas, ni de pejae ni de las otras. Subiendo todos los puertos del mundo mundial, empezando por el de Los Leones, en la sierra madrileña, para ir haciendo boca. Con socavones en el supuesto firme que parecía que acababan de bombardearla. Parando de vez en cuando no sólo para orinar, sino para que el pobre 600 respirara y se refrescara. Sin aire acondicionado en el coche. Atravesando la estepa de Castilla la Vieja a la increíble velocidad de 80 kms/hora. Sin radio, ni música. Aquello era como atravesar el desierto en dromedario de cuatro ruedas.
Y las averías. Cuando no era un manguito, era alguna correa. Menos mal que en aquella España en blanco y negro, la solidaridad era moneda común. Los primeros que paraban, eran los camioneros. Que incluso alguno llevaba piezas de repuesto y hasta las colocaba él mismo. Y luego, como mucho, un apretón de manos aunque mi padre insistía en que al menos, se tomara un café a su salud.
Luego venía el escoger un sitio para parar y comer en el camino. Nada de mesones, ni restaurantes, ni con estrellas ni sin ellas. En mitad del campo, a la sombra de un buen árbol. Con la cesta de mimbre y los platos y vasos de plástico. Con su tortilla de patatas, sus pimientos fritos y el pan que habíamos comprado al pasar por algún pueblo, junto con el agua, el vino y una Casera. Y vuelta a la carretera.
Luego venía la peor parte. Era entrar en Galicia y sufrir sus carreteras. En cualquier curva, podías encontrarte a un carro tirado por un par de bueyes, transportando heno, por los mismos ancestrales caminos que lo habían hecho siempre. Y ni los bueyes ni el labriego, entendían el significado de la prisa ni del claxon.
Y los camiones. Si te tocaba un camión en una carretera de esas, que era más difícil adelantar que el circuito de Mónaco, "a chupar rueda". Ahora se dice a rebufo, pero entonces, te comías toda la mierda negra que salía por el tubo de escape del camión.
Y después de unas 10 o 12 horas de viaje, dependiendo de cómo se hubiera dado la cosa; dependiendo de si habías tenido una avería, si habías tenido que parar o no en un taller de un pueblo; de si habías tenido un camión o varios. Entonces, después de 10 o 12 horas, llegabas a Foz. Y entonces era cuando pensabas que el coñazo de viaje que te habías metido en el cuerpo, con el gato vagabundeando por dentro, para poder tumbarse en la bandeja de atrás del coche y así tomar el sol, había merecido la pena. Entre otras cosas, porque te ibas a pasar todo el verano allí. Sin más preocupación que no lloviera demasiado porque si no, ese día, no había playa. Y si no había playa, tampoco había fútbol, y eso era demasiado sacrificio.
Durante el verano iba con Clotilde, montado en su burra y me parecía que era John Wayne, aunque no íbamos a ningún pueblo del oeste. Íbamos a un terruño a sacar "patacas" o a recoger algunas berzas para dar de comer a los cerdos y a los pollos que había en el corral. O Lucio, el marido, marinero en un barco de pesca; con la piel curtida, las manos grandes y callosas como corresponde a un auténtico hombre de mar; moreno como un nigeriano, me enseñaba a hacer nudos marineros, mientras entre sus labios colgaba una especie de cigarrillo que él mismo liaba con un tabaco que sacaba de vaya usted a saber dónde.
Para muchos, el Seat 600 es todo un símbolo. Para mí, representa un montón de recuerdos, de viajes y de excursiones.
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