Primero fue la cafetera.
Como la que acababa de morir había durado
unos treinta años, me pareció una buena idea comprar otra de la misma marca.
Alemana, robusta. Pronto descubriría que la diferencia no está tanto en la
marca, como en el “made in” y que existe un abismo entre un “made in Germany” y
un “made in China”.
A los pocos meses de disfrutar de la nueva
cafetera, ésta comenzó a comportarse de una manera diabólica. No es que se
pusiera a danzar ella sola, pero al succionar el agua del depósito, hacía un
ruido tal, que parecía el despertar de Godzila. Tardaba una hora y media de
reloj en terminar de hacer el café. Pero el problema era que, al tardar tanto, el
agua se evaporaba, llenando de vapor la cocina, que más parecía un baño turco y
al final sólo tenías café para una taza o dos.
Como estaba en garantía, decidí llevarla al
servicio técnico y que la arreglasen. El problemilla añadido era que el
servicio técnico estaba en Málaga capital y no había posibilidad alguna de ir a
otro sitio más cercano.
Hoy en día me pregunto cómo ha sido posible
movernos por el mundo sin GPS. Casi no doy crédito, pero el caso es que con un
GPS, llegas a cualquier sitio. Incluso llegas al servicio técnico de la marca
de la cafetera, situado, como no podía ser de otra manera, en una remota calle
de la capital, donde aparcar no es que sea imposible, es que entra dentro de
los retos de Hércules. Además, como no eres el único que acude en coche, el
escaso espacio donde podrías detener el coche en doble fila y vigilando desde
la puerta, también está ocupado, por lo que no te queda otra opción que girar
en la primera calle a la derecha, que al ser una calle sin salida, te permite
dejar el coche, subido a la acera y sin molestar demasiado. Al menos, te
aseguras que un agente diligente, no te obligue a mover el coche de la doble
fila o directamente te premie con un recuerdo en forma de multa.
Una vez solventado el tema del coche, coges
la cafetera y te diriges a la tienda puerta calle del servicio técnico. Un minúsculo
espacio que difícilmente alcanza la categoría de cuchitril. Entrar ya es
complicado, pues el gentío que abarrota el espacio es tal, que se necesita
mantener la puerta de la calle abierta para no sentirse como piojos en costura.
Todo alrededor, son montañas de aparatos
electrodomésticos de todas las marcas y funciones imaginables y de todos los
tamaños. Planchas, micro ondas, cafeteras…
La chica que atiende a los clientes al otro
lado del mostrador, intenta multiplicarse y es capaz de realizar una
conversación a tres, en vivo y en directo. Mientras por un oído atiende a una
compañera de la empresa que está en Barcelona, en la otra tiene un teléfono
móvil por el que habla con una mujer, cuyo marido está frente a ella, delante
del mostrador. Los allí presentes, sólo nos queda esperar pacientemente y
preguntarnos la razón de que a esta pobre chica no la pongan a otra persona
para ayudarla. Cuando finalmente termina la conversación a tres, a algunos nos
entran ganas de romper en aplausos, pero nos aguantamos.
Después de esperar un buen rato y de suponer que
probablemente a la chica del mostrador le están pagando una millonada porque
ella lo vale, me toca el turno. La chica me toma nota, yo le cuento que está en
garantía y le aporto el comprobante de compra y me despacha con el típico “ya
le llamaremos”. Entonces es cuando yo intento saber cuándo podría ser ese
cuándo y ella me responde que un mes. Bueno, no es que sea una noticia
agradable estar un mes sin café de verdad, pero vale. Acepto pulpo como animal
de compañía.
Al cabo del tiempo señalado, recibo la
llamada para ir a retirar la cafetera.
El problema es que al cabo de poco tiempo,
vuelve a reproducirse la misma avería. A la tercera o cuarta vez que se produce,
en un período de año y poco, decido que estoy un pelín hasta los pies de tener
que estar yendo y viniendo a Málaga para que los del servicio técnico acaben
dejando la maldita cafetera sin arreglar y lo que es peor, sin poder tomar un
buen café. Entonces decido ponerme en contacto con atención al cliente.
Por más que busco en la web de la marca, el
teléfono de atención al cliente no aparece por ninguna parte y en el mejor de
los casos, aparece un 902 al que no estoy dispuesto a llamar porque entonces la
cafetera me sale más cara que un coche.
Buscando y rebuscando entre la documentación
de la compra, doy con un documento en la web en el que se indica los distintos
departamentos de atención al cliente en los países donde se comercializan sus
productos. Y ahí sí, ahí aparece un teléfono fijo y normal de Barcelona.
No fue fácil, pero después de unos quinientos
intentos de escuchar la cantinela de “todos nuestros operadores están ocupados.
Si quiere dejar un mensaje…” conseguí hablar con un ser humano. Una señorita
encantadora y muy profesional, a la que conté mi triste experiencia con la mierda
de la cafetera. Intenté convencerla de que estábamos hablando de una cafetera y
que no entendía cómo el servicio técnico era incapaz de solucionar el problema.
Que no se trataba de un misil balístico, de una bomba inteligente ni de un
cohete a la luna. Que me tuve que comprar en un chino otra cafetera italiana
para poder seguir tomando café, mientras la mía pasaba más tiempo en el taller
que en mi cocina y que lo que quería era que me la cambiaran por otra que
funcionase.
Al cabo de unos días, recibo su llamada de
vuelta con información. Resulta que mi cafetera era especial. Lo que la hacía
especial era que la había comprado por internet y que había venido desde
Francia y que ese modelo, concretamente, no se comercializaba en España. Que el
servicio técnico, por tanto, nunca había visto nada parecido y de ahí, que
después de tantas visitas y de haber sustituido la misma pieza una y otra vez,
el resultado fuese tan negativo. Estuvo de acuerdo en sustituir la cafetera por
una nueva, aunque no me aseguraba que fuera del mismo modelo.
Finalmente, un día, y después de insistir una
y otra vez para conocer “qué pasaba con mi cafetera”, me informan que tengo que
desplazarme otra vez, a la tienda a recogerla. El asunto realmente no terminó
ahí. Tuvo su continuidad, pero yo lo voy a dejar ahí.
Decía al principio que primero fue la cafetera.
Bien, pues después fue el coche.
En uno de los innumerables viajes a Málaga
por el tema de la cafetera, un día el coche, que llevaba tiempo haciendo un
ruido harto sospechoso, aunque esporádico, dio un susto casi mortal: se
encendió el testigo del aceite. Dado que no podía parar en medio de la
autopista, al entrar en Málaga intenté localizar una gasolinera mientras seguía
camino de la tienda de la cafetera. Al final, entre pitos y flautas y con más
miedo que vergüenza, conseguí llegar a la tienda, con el testigo encendido y
rezando.
Lo primero que hice fue testar el nivel de
aceite y vi que estaba bien. Mientras mi mujer cogía la cafetera de los cojones
y se iba a la tienda, yo llamé al servicio técnico del seguro del coche y me
dispuse a esperar a que llegara el de la grúa. No tardó mucho, la verdad sea
dicha, pero mi mujer seguía secuestrada en la tienda que, habiendo alcanzado la
hora de cierre, seguía atendiendo a los clientes que aún quedaban dentro y por
eso, subían la verja de seguridad del local para permitir la salida de los
clientes, pero la volvían a bajar para impedir que entrara nadie más.
El técnico de la grúa comprobó, como yo, que
el nivel de aceite estaba correcto. De cualquier forma, le añadió un poco más y
encendió el motor. El testigo del aceite no se encendió y todo parecía indicar
que había sido una falsa alarma. En cualquier caso me recomendó prestar
especial atención a la temperatura del agua, a verificar si en el garaje había
pérdidas de aceite o si se volvía a repetir, que parase el vehículo lo antes
posible.
Durante las siguientes semanas estuve más
atento al coche, su comportamiento y los ruidos, que a los telediarios. Con no demasiada fe en
él, en mayo nos dirigimos hacia Rota. Antes de llegar a Alcalá de los Gazules,
el coche volvió a repetir ese ruido raro que intuitivamente me sonaba a émbolo.
Y efectivamente, al poco rato, el testigo del aceite, volvió a encenderse. Con
la experiencia ya acumulada, enseguida me desvié a la primera gasolinera que
encontré, aparqué el coche y volví a llamar a la grúa, que además, tenía la
sede al lado. Le expliqué a la señorita de qué iba el asunto, de cómo se había
resuelto la vez anterior y me quedé a la espera de la grúa.
Al cabo de unos minutos, apareció la silueta
inconfundible de la grúa. El conductor, me pidió la llave, encendió el motor,
dio un par de acelerones y directo como una flecha, se dispuso a subir el coche
a la grúa. Yo le insistí en que su compañero en Málaga lo había resuelto
añadiendo un poco de aceite, pero él se negó, aduciendo que no podía correr ningún
riesgo. El hecho de que yo insistiera en que el riesgo era mío no fue lo suficiente
para disuadirle. Así es que, un domingo por la tarde del mes de mayo, no sólo
terminamos subidos en la carlinga de un coche-grúa, sino que encima, el
conductor, llevaba puesta la radio en la retransmisión del último partido de
Liga del Barça contra el Levante. Yo quise cortarme las venas en ese momento,
pero después me fui tranquilizando. Ese día, el Levante le metió cinco al Barça
y ganó el partido.
A la llegada a Rota, el conductor se sinceró:
- La verdad es que cuando he encendido el
motor, el testigo del aceite no se ha encendido, pero yo no puedo correr
riesgos y por eso le he traído hasta aquí.
Por los riesgos y por la pasta que te vas a
ganar por el transporte de ida y vuelta a casa, pensé yo para mis adentros.
Al día siguiente, después de desayunar, lo
primero que hice fue ir a un taller. Allí lo examinaron por encima y teniendo
en cuenta los síntomas que yo le había contado, me dieron tres alternativas y
descartaron alguna que otra. La peor de todas fue que se trataba de la junta de
la culata. Y que eso era el punto y final para el coche.
Al margen de unas indicaciones para intentar
prolongar la vida del coche sin poner en riesgo la nuestra, era evidente que el
coche estaba sentenciado. Al regresar a casa, todavía visité un par de mecánicos
más. El último fue el de la casa matriz del coche y su diagnóstico fue
definitivo:
- Se trata de la junta de la culata. El
aceite, se ha ido mezclando con el circuito del agua. Por lo tanto, para
solucionar el problema, primero tendríamos que desmontar todas las piezas,
comprobar cuáles tienen aceite y cuáles no, y volver a montarlo. O sea, no
merece la pena porque le sale más caro el collar que el perro.
Esa fue la segunda muerte.
Y de la tercera (el aire acondicionado) y (por
el momento) definitiva, ya he escrito en esta entrada (ver
aquí).
Así es que ahora estoy con los glúteos
apretados, a la espera de que cualquier día explote el micro ondas, algo que por
cierto, me haría enormemente feliz, ya que cada vez que se utiliza, hay que
hallar lo que yo llamo “el punto G” del aparato, porque el botón está fané y
descangasao y no se enciende a la primera. O la lavadora o el frigo.
Esto es un sin vivir.