viernes, septiembre 14, 2018

Con los glúteos apretados


Primero fue la cafetera. 

Como la que acababa de morir había durado unos treinta años, me pareció una buena idea comprar otra de la misma marca. Alemana, robusta. Pronto descubriría que la diferencia no está tanto en la marca, como en el “made in” y que existe un abismo entre un “made in Germany” y un “made in China”.

A los pocos meses de disfrutar de la nueva cafetera, ésta comenzó a comportarse de una manera diabólica. No es que se pusiera a danzar ella sola, pero al succionar el agua del depósito, hacía un ruido tal, que parecía el despertar de Godzila. Tardaba una hora y media de reloj en terminar de hacer el café. Pero el problema era que, al tardar tanto, el agua se evaporaba, llenando de vapor la cocina, que más parecía un baño turco y al final sólo tenías café para una taza o dos.

Como estaba en garantía, decidí llevarla al servicio técnico y que la arreglasen. El problemilla añadido era que el servicio técnico estaba en Málaga capital y no había posibilidad alguna de ir a otro sitio más cercano. 

Hoy en día me pregunto cómo ha sido posible movernos por el mundo sin GPS. Casi no doy crédito, pero el caso es que con un GPS, llegas a cualquier sitio. Incluso llegas al servicio técnico de la marca de la cafetera, situado, como no podía ser de otra manera, en una remota calle de la capital, donde aparcar no es que sea imposible, es que entra dentro de los retos de Hércules. Además, como no eres el único que acude en coche, el escaso espacio donde podrías detener el coche en doble fila y vigilando desde la puerta, también está ocupado, por lo que no te queda otra opción que girar en la primera calle a la derecha, que al ser una calle sin salida, te permite dejar el coche, subido a la acera y sin molestar demasiado. Al menos, te aseguras que un agente diligente, no te obligue a mover el coche de la doble fila o directamente te premie con un recuerdo en forma de multa.

Una vez solventado el tema del coche, coges la cafetera y te diriges a la tienda puerta calle del servicio técnico. Un minúsculo espacio que difícilmente alcanza la categoría de cuchitril. Entrar ya es complicado, pues el gentío que abarrota el espacio es tal, que se necesita mantener la puerta de la calle abierta para no sentirse como piojos en costura. 

Todo alrededor, son montañas de aparatos electrodomésticos de todas las marcas y funciones imaginables y de todos los tamaños. Planchas, micro ondas, cafeteras…

La chica que atiende a los clientes al otro lado del mostrador, intenta multiplicarse y es capaz de realizar una conversación a tres, en vivo y en directo. Mientras por un oído atiende a una compañera de la empresa que está en Barcelona, en la otra tiene un teléfono móvil por el que habla con una mujer, cuyo marido está frente a ella, delante del mostrador. Los allí presentes, sólo nos queda esperar pacientemente y preguntarnos la razón de que a esta pobre chica no la pongan a otra persona para ayudarla. Cuando finalmente termina la conversación a tres, a algunos nos entran ganas de romper en aplausos, pero nos aguantamos.

Después de esperar un buen rato y de suponer que probablemente a la chica del mostrador le están pagando una millonada porque ella lo vale, me toca el turno. La chica me toma nota, yo le cuento que está en garantía y le aporto el comprobante de compra y me despacha con el típico “ya le llamaremos”. Entonces es cuando yo intento saber cuándo podría ser ese cuándo y ella me responde que un mes. Bueno, no es que sea una noticia agradable estar un mes sin café de verdad, pero vale. Acepto pulpo como animal de compañía.

Al cabo del tiempo señalado, recibo la llamada para ir a retirar la cafetera.

El problema es que al cabo de poco tiempo, vuelve a reproducirse la misma avería. A la tercera o cuarta vez que se produce, en un período de año y poco, decido que estoy un pelín hasta los pies de tener que estar yendo y viniendo a Málaga para que los del servicio técnico acaben dejando la maldita cafetera sin arreglar y lo que es peor, sin poder tomar un buen café. Entonces decido ponerme en contacto con atención al cliente. 

Por más que busco en la web de la marca, el teléfono de atención al cliente no aparece por ninguna parte y en el mejor de los casos, aparece un 902 al que no estoy dispuesto a llamar porque entonces la cafetera me sale más cara que un coche. 

Buscando y rebuscando entre la documentación de la compra, doy con un documento en la web en el que se indica los distintos departamentos de atención al cliente en los países donde se comercializan sus productos. Y ahí sí, ahí aparece un teléfono fijo y normal de Barcelona. 

No fue fácil, pero después de unos quinientos intentos de escuchar la cantinela de “todos nuestros operadores están ocupados. Si quiere dejar un mensaje…” conseguí hablar con un ser humano. Una señorita encantadora y muy profesional, a la que conté mi triste experiencia con la mierda de la cafetera. Intenté convencerla de que estábamos hablando de una cafetera y que no entendía cómo el servicio técnico era incapaz de solucionar el problema. Que no se trataba de un misil balístico, de una bomba inteligente ni de un cohete a la luna. Que me tuve que comprar en un chino otra cafetera italiana para poder seguir tomando café, mientras la mía pasaba más tiempo en el taller que en mi cocina y que lo que quería era que me la cambiaran por otra que funcionase. 

Al cabo de unos días, recibo su llamada de vuelta con información. Resulta que mi cafetera era especial. Lo que la hacía especial era que la había comprado por internet y que había venido desde Francia y que ese modelo, concretamente, no se comercializaba en España. Que el servicio técnico, por tanto, nunca había visto nada parecido y de ahí, que después de tantas visitas y de haber sustituido la misma pieza una y otra vez, el resultado fuese tan negativo. Estuvo de acuerdo en sustituir la cafetera por una nueva, aunque no me aseguraba que fuera del mismo modelo. 

Finalmente, un día, y después de insistir una y otra vez para conocer “qué pasaba con mi cafetera”, me informan que tengo que desplazarme otra vez, a la tienda a recogerla. El asunto realmente no terminó ahí. Tuvo su continuidad, pero yo lo voy a dejar ahí.

Decía al principio que primero fue la cafetera. Bien, pues después fue el coche.

En uno de los innumerables viajes a Málaga por el tema de la cafetera, un día el coche, que llevaba tiempo haciendo un ruido harto sospechoso, aunque esporádico, dio un susto casi mortal: se encendió el testigo del aceite. Dado que no podía parar en medio de la autopista, al entrar en Málaga intenté localizar una gasolinera mientras seguía camino de la tienda de la cafetera. Al final, entre pitos y flautas y con más miedo que vergüenza, conseguí llegar a la tienda, con el testigo encendido y rezando.

Lo primero que hice fue testar el nivel de aceite y vi que estaba bien. Mientras mi mujer cogía la cafetera de los cojones y se iba a la tienda, yo llamé al servicio técnico del seguro del coche y me dispuse a esperar a que llegara el de la grúa. No tardó mucho, la verdad sea dicha, pero mi mujer seguía secuestrada en la tienda que, habiendo alcanzado la hora de cierre, seguía atendiendo a los clientes que aún quedaban dentro y por eso, subían la verja de seguridad del local para permitir la salida de los clientes, pero la volvían a bajar para impedir que entrara nadie más.

El técnico de la grúa comprobó, como yo, que el nivel de aceite estaba correcto. De cualquier forma, le añadió un poco más y encendió el motor. El testigo del aceite no se encendió y todo parecía indicar que había sido una falsa alarma. En cualquier caso me recomendó prestar especial atención a la temperatura del agua, a verificar si en el garaje había pérdidas de aceite o si se volvía a repetir, que parase el vehículo lo antes posible.

Durante las siguientes semanas estuve más atento al coche, su comportamiento y los ruidos,  que a los telediarios. Con no demasiada fe en él, en mayo nos dirigimos hacia Rota. Antes de llegar a Alcalá de los Gazules, el coche volvió a repetir ese ruido raro que intuitivamente me sonaba a émbolo. Y efectivamente, al poco rato, el testigo del aceite, volvió a encenderse. Con la experiencia ya acumulada, enseguida me desvié a la primera gasolinera que encontré, aparqué el coche y volví a llamar a la grúa, que además, tenía la sede al lado. Le expliqué a la señorita de qué iba el asunto, de cómo se había resuelto la vez anterior y me quedé a la espera de la grúa.

Al cabo de unos minutos, apareció la silueta inconfundible de la grúa. El conductor, me pidió la llave, encendió el motor, dio un par de acelerones y directo como una flecha, se dispuso a subir el coche a la grúa. Yo le insistí en que su compañero en Málaga lo había resuelto añadiendo un poco de aceite, pero él se negó, aduciendo que no podía correr ningún riesgo. El hecho de que yo insistiera en que el riesgo era mío no fue lo suficiente para disuadirle. Así es que, un domingo por la tarde del mes de mayo, no sólo terminamos subidos en la carlinga de un coche-grúa, sino que encima, el conductor, llevaba puesta la radio en la retransmisión del último partido de Liga del Barça contra el Levante. Yo quise cortarme las venas en ese momento, pero después me fui tranquilizando. Ese día, el Levante le metió cinco al Barça y ganó el partido.

A la llegada a Rota, el conductor se sinceró:

- La verdad es que cuando he encendido el motor, el testigo del aceite no se ha encendido, pero yo no puedo correr riesgos y por eso le he traído hasta aquí.

Por los riesgos y por la pasta que te vas a ganar por el transporte de ida y vuelta a casa, pensé yo para mis adentros.

Al día siguiente, después de desayunar, lo primero que hice fue ir a un taller. Allí lo examinaron por encima y teniendo en cuenta los síntomas que yo le había contado, me dieron tres alternativas y descartaron alguna que otra. La peor de todas fue que se trataba de la junta de la culata. Y que eso era el punto y final para el coche.

Al margen de unas indicaciones para intentar prolongar la vida del coche sin poner en riesgo la nuestra, era evidente que el coche estaba sentenciado. Al regresar a casa, todavía visité un par de mecánicos más. El último fue el de la casa matriz del coche y su diagnóstico fue definitivo:

- Se trata de la junta de la culata. El aceite, se ha ido mezclando con el circuito del agua. Por lo tanto, para solucionar el problema, primero tendríamos que desmontar todas las piezas, comprobar cuáles tienen aceite y cuáles no, y volver a montarlo. O sea, no merece la pena porque le sale más caro el collar que el perro.

Esa fue la segunda muerte.

Y de la tercera (el aire acondicionado) y (por el momento) definitiva, ya he escrito en esta entrada (ver aquí).

Así es que ahora estoy con los glúteos apretados, a la espera de que cualquier día explote el micro ondas, algo que por cierto, me haría enormemente feliz, ya que cada vez que se utiliza, hay que hallar lo que yo llamo “el punto G” del aparato, porque el botón está fané y descangasao y no se enciende a la primera. O la lavadora o el frigo. 

Esto es un sin vivir.

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