“Los hijos no pertenecen a sus
padres”. La frase, desgraciada donde las haya, la ha pronunciado Celáa, un miembro
de un gobierno en la Europa del siglo xxi, que, además, presume de ser
progresista. Claro que tampoco debe extrañarnos demasiado, ya que la actual vicepresidenta,
Carmen Calvo y compañera de la susodicha, dijo en su día (y se quedó tan ancha):”
El dinero público no es de nadie”. Extraña manera de pensar tiene esta gente.
Así que ahora resulta que los
hijos no son de sus padres. O sea, tú los engendras, los cuidas, el estado te
da unos permisos pagados para que les cuides en los primeros meses, los tienes
en casa hasta los 40 años, porque antes es imposible que se puedan
independizar, y ahora viene la Celáa y nos dice que en realidad, los tenemos
prestados; que nuestros hijos no son nuestros, que pertenecen a un ente
abstracto, tal vez supranacional, y que deben ser sacrificados en el altar de
los principios marxistas leninistas, en cuyos países, todos lo sabemos, se
obligaban a los niños a estudiar aquellas materias en las que sus cualidades
podían despuntar más y aprovecharlas mejor, en vez de permitir que fueran ellos
los que eligieran qué les gustaba más, al margen de sus capacidades.
Este nuevo principio educativo de
“los hijos no pertenecen a sus padres”, por un lado, choca en una clara
contradicción con el sentido común, en primer lugar. Por otro, no se entiende que,
al mismo tiempo, se pretenda hacer responsables a los padres de ciertas actitudes
y comportamientos de sus hijos cuando cometen algún delito y son menores. Y, en
tercer lugar, viene a socavar la autoridad paterna con la nueva propuesta de
permitir a las jóvenes de 16 años, acceder al aborto aun sin el consentimiento
de sus padres. Vieja aspiración esta de los socialistas y marxistas que la
vienen sosteniendo desde hace tiempo.
Aparte las contradicciones y la
falta de sensatez de semejantes propuestas, da la impresión – preocupante – que
lo que se pretende realmente es despojar a los padres de la autoridad que
puedan ejercer sobre sus hijos, al igual que se hizo en su día con los
profesores en las aulas. Ya sabemos exactamente cómo ha evolucionado la nula
autoridad del profesor dentro del aula, así es que no es difícil imaginar cómo
serían las cosas si ahora, además, también se hurta a los padres de la natural
y obligada autoridad sobre sus hijos.
Si hoy en día abundan - para
nuestra vergüenza y nuestra preocupación – las violaciones en manadas y su
posterior subida a la red; si el botellón parece sólo una fiesta más y no nos
preocupa que nuestros menores comiencen cada vez más temprano a probar el
alcohol y las drogas, con las nefastas consecuencias que ello acarrea; si la
ludopatía comienza a instalarse entre nuestros jóvenes debido a la
superpoblación de casas de apuestas y el acceso ilimitado online a las mismas;
si todo ello está ocurriendo ya, frente a nuestras narices, no me imagino el
resultado de que los padres no tengan la potestad de elegir qué clase de educación
quieren o no proporcionar a sus hijos, y que sea el estado el que tome esa
decisión en su nombre.
Es de resaltar el espíritu
extraordinariamente beligerante que el gobierno está dispuesto a mantener en
este asunto y contrasta con la benevolencia con la que el propio gobierno acata
los continuos ataques a la enseñanza en castellano que NO se da en Cataluña,
contraviniendo, por cierto, sentencias – como tantas otras – de los tribunales
de justicia. O sea, que mientras en Cataluña, Baleares y algo menos en Valencia
– aunque quieren transitar por la misma senda – se saltan a la torera la
obligación de enseñar en castellano en las escuelas e incluso ponen espías en
los recreos para perseguir a quien no habla catalán, y todo ello se realiza con
el beneplácito del gobierno, que mira para otro lado, ahora, como los que
defienden el llamado PIN parental, son de derechas, desenfundan la catana y
están prestos a la batalla.
Es en el seno de la familia,
donde se inculcan los principios. Todos los principios. El
respeto, la tolerancia, el esfuerzo en el trabajo…La educación, comienza en
casa. Cuando uno va a la escuela es a aprender fundamentalmente matemáticas,
geografía y esas materias. Convertir las aulas en una especia de fábrica de
progres, no es el objetivo para el que se han inventado. Las personas serán más
o menos progres, - suponiendo que haya un termómetro que sea capaz de medir
semejante estupidez-, en función de sus propios criterios, pero en ningún caso,
debemos permitir que nuestras aulas se conviertan en una fábrica ideologizada
de robots humanoides obligados a pensar de una única manera. Este tipo de
comportamientos totalitarios me recuerdan mucho a la novela de Orwell y el
famoso “Gran Hermano” que todo lo vigila.
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