lunes, febrero 13, 2023

Vencer al destino.

La historia de la niña comienza en un modesto piso de un madrileño barrio obrero, uno de esos pisos de protección oficial que estaban destinados a los trabajadores con menos recursos económicos, en el que convivían un matrimonio con sus dos hijas adolescentes, hasta que el cabeza de familia falleció. Fueron tiempos difíciles para las tres mujeres, tiempos duros, pero aun así, tanto la viuda como sus hijas no se arredraron cuando llegado el momento, tuvieron que tomar una decisión transcendental en sus vidas, que además afectaría decisivamente a la vida de otro ser humano: adoptar a una niña a la que su madre biológica dejaba diariamente a su cuidado a cambio de algo de dinero, - que cada vez era más escaso y más esporádico-, con el único fin de arrebatarle al destino una vida en ciernes, encaminada al dolor, al sufrimiento, a la penuria, a la falta de formación y quién sabe a qué otros sinsabores. Así es que, una vez formalizado legalmente el proceso de adopción, desde que tuvo uso de razón ella supo que era una niña adoptada y cuando llegó el momento oportuno, también supo que su madre biológica era una prostituta que operaba en el mismo barrio, debido a lo cual, y habida cuenta de que cuando ella nació ya había otros hermanos, la meretriz tuvo que escoger entre la crianza de sus hijos, o el negocio, y escogió lo segundo, que era lo que daba dinero para mantener a la tropa, aunque no para mantenerlos a todos, y así, el hecho de dar legalmente en adopción a la niña, fue más bien una transacción comercial antes que un drama emocional, ya que nunca jamás se volvió a preocupar de ella, hasta que a la temprana edad de treinta años, un buen día, no se sabe muy bien cómo, consiguió contactar con la niña a la que había abandonado y que se había convertido en una mujer, y la invitó a conocer al resto de sus hermanos, - la “familia”, como decía en su grosera invitación - al piso en el que residían todos juntos en Tres Cantos, en paz y armonía, con el oculto – aunque burdo – objetivo de reconstruir una relación inexistente y hacer como si aquí no hubiera pasado nada, pelillos a la mar y decíamos ayer, algo a lo que “la niña” hizo oídos sordos, porque ya tenía a su madre de verdad, a su madre adoptiva, la que le dio todo el cariño y el apoyo que necesitó como ser humano, incluidos los estudios primarios, secundarios y también los superiores, que pudo acometer y superar gracias tanto a las becas que se ganó a pulso, como a su esfuerzo personal, que incluía, por ejemplo, trabajar los fines de semana en una pizzería de Bustarviejo, - una localidad de la sierra norte de Madrid-, y todo ello contribuyó a que la chica tuviera su título universitario.

Tras la visita a la casa de su madre biológica y conocer a sus hermanos de sangre, - una visita  más protocolaria y por curiosidad que por interés sentimental- , en vista de que a su madre biológica no le debía nada, y que con sus hermanos - de madre conocida y padre ignoto- tampoco tenía ningún lazo emocional digno de ser considerado como tal, al terminar la reunión familiar, regresó por donde había llegado, al abrigo de su único y verdadero hogar, donde la esperaban, no sin cierta desazón y algo angustiadas, su madre adoptiva y la hermana de ésta, quienes, en algún momento de ese amargo trance, llegaron a pensar en la remota, pero factible, posibilidad de que la niña, - como la llamaban a pesar de sus treinta añazos,- se viera impelida  por alguna telúrica fuerza a abrazar a la misma persona que pasó de ella cuando era un bebé, sin ser conscientes que en el fondo de su corazón, “la niña” siempre supo valorar que, a pesar de pertenecer a una clase social humilde y trabajadora, se lo habían dado todo, al menos, todo lo importante: un hogar, una familia – peculiar, sí, pero familia al fin – cariño, formación, estudios, aunque todo eso no podía ocultar el hecho trágico de que fuera consciente de su propio origen, algo que no podía limpiar el estigma de ser hija de una prostituta.

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