Fue hace muchos años cuando descubrí la ermita. Bueno, más que descubrirla por mí mismo, me llevaron de la mano a conocerla. Si lo hubiera intentado por mi cuenta me habría sido imposible. No había letreros, ni indicaciones, ni desvíos que indicaran la ubicación, y eso la convertía en algo secreto y confería algo de misterioso tan solo al alcance de lugareños.
A la salida de Valldemossa en
dirección a Sóller debías abandonar la serpenteante carretera que bordea la
costa norte de la sierra de Tramuntana y tomar un desvío, que entonces no era
más que un camino de tierra. El camino continuaba sin que el intruso tuviera la
más leve indicación de hacia dónde se dirigía. En algún punto del corto trayecto,
la travesía se convertía casi en un sendero y se estrechaba tanto que apenas
había espacio para que pasara un vehículo de reducidas dimensiones. Al final
del camino se llegaba a un “cul de sac”, una especie de placita minúscula, toda
ella de piedra.
Era tal la quietud que se
respiraba en el ambiente que la sensación era la de haber llegado a un lugar deshabitado,
desconocido para la mayoría, pero no abandonado. Sólo nosotros disfrutábamos de
ese lugar. Atrás, a escasos dos minutos en coche, quedaba un pueblo normalmente
apacible y sosegado, que en verano veía alterado su habitual ritmo
parsimonioso, por la incesante llegada de multitud de residentes veraniegos
ansiosos de disfrutar de las bondades de su clima, a diferencia de los calores
de la capital. A estos veraneantes se sumaba una interminable llegada de
autobuses que vomitaban a sus turistas multinacionales hacia las adoquinadas,
estrechas y empinadas calles de la localidad, que se esmeraba en atenderlos y
venderles toda clase de recuerdos que abarcaban desde camisetas con la silueta
de la Cartuja, platos típicos decorados con la imagen de Chopin y George Sand,
siurells o cintas de casetes con la música del compositor polaco.
Al bajar del coche caminamos por aquel
idílico lugar acompañados tan solo por el único sonido de nuestra respiración y
nuestros pasos sobre el suelo de piedra. Hasta los mismos pájaros reverenciaban
con su silencio aquel placentero momento. Un pozo nos sorprendió semi escondido
entre sus muros y nos invitó a probar de su agua. Era transparente y fresca, realmente
reconfortante.
Finalmente, un poco más allá,
llegamos a un mirador en forma de semi círculo y con un banco corrido, todo
ello en piedra. La vista era espectacular. Allá abajo se veía una inmensa
extensión de agua que alcanzaba hasta el horizonte. Los rayos del sol
crepuscular reverberaban de una manera extraña en la superficie dando la falsa impresión
de ser una bruma, al tiempo que proporcionaban una atmósfera fantasmal a la
escena. Pero aparte de la belleza de las vistas, lo que me llamó la atención
fue la quietud, la paz, el silencio. El mar estaba en calma. El viento
dormitaba y el cielo estaba desnudo. Éramos los únicos visitantes, pero daba la
sensación de que no había nadie más, ni en el pueblo, ni en el mundo.
Me senté unos minutos en el
murete de piedra a contemplar algo tan hermoso. Y, sobre todo, a sentirlo. Se
podía sentir la paz. Seguro que, si me hubieran tomado las pulsaciones en ese
momento, estarían en mínimos. Era un lugar especial, único y tenía algo de
mágico. Aquella sensación de paz, de llegar a encontrarse con uno mismo, se me
quedó grabada en lo más profundo de mí.
Muchos años después de aquella
primera y hasta entonces única experiencia, tuve que regresar por un corto
período de tiempo a la isla a resolver unos asuntos. En aquellos momentos, difíciles
por demás, las condiciones eran muy distintas de aquellas otras de la primera
vez, en todos los sentidos, pero, principalmente, en lo personal. Necesitaba
encontrar un reducto de paz para recuperar algo de equilibrio interior y
recordé aquella visita realizada tiempo atrás, en lo que, al parecer, había
sido otra vida.
De alguna manera en mi memoria se
había grabado aquel secreto desvío sin señalizar y la esquiva ubicación de ese
mágico espacio de paz y sosiego. Me sorprendió descubrir que, después de tantos
años transcurridos, todavía recordaba cómo llegar, pero me sorprendió aún más
comprobar, una vez más, que allí era yo el único visitante. Volví a beber de esa
agua fresca y translúcida con la esperanza de que me proporcionara poderes
especiales. Volví a sentarme en aquel mirador de piedra mirando al mar. Y encontré
justo lo que buscaba: aislamiento, paz, equilibrio interior.
Hoy, antes de escribir estas
líneas llenas de nostalgia, se me ha ocurrido buscar por internet la misma
ermita y lamentablemente he comprobado que ahora ha perdido ese carácter de
misteriosa, desconocida y aislada. Hoy, la ermita está incluida en las visitas
de algunas excursiones turísticas. Ahora, al parecer, los mismos turistas que
antes se limitaban a visitar la Cartuja, pasear por las calles del pueblo y
comprar algún recuerdo, ahora amplían esos horizontes y llegan hasta la
escondida ermita.
Creo que con ello se ha perdido esa atmósfera de paz y quietud que ofreció tan generosamente durante tantos años.
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