viernes, marzo 24, 2023

Ermita de Valldemossa.

Fue hace muchos años cuando descubrí la ermita. Bueno, más que descubrirla por mí mismo, me llevaron de la mano a conocerla. Si lo hubiera intentado por mi cuenta me habría sido imposible. No había letreros, ni indicaciones, ni desvíos que indicaran la ubicación, y eso la convertía en algo secreto y confería algo de misterioso tan solo al alcance de lugareños.

A la salida de Valldemossa en dirección a Sóller debías abandonar la serpenteante carretera que bordea la costa norte de la sierra de Tramuntana y tomar un desvío, que entonces no era más que un camino de tierra. El camino continuaba sin que el intruso tuviera la más leve indicación de hacia dónde se dirigía. En algún punto del corto trayecto, la travesía se convertía casi en un sendero y se estrechaba tanto que apenas había espacio para que pasara un vehículo de reducidas dimensiones. Al final del camino se llegaba a un “cul de sac”, una especie de placita minúscula, toda ella de piedra.

Era tal la quietud que se respiraba en el ambiente que la sensación era la de haber llegado a un lugar deshabitado, desconocido para la mayoría, pero no abandonado. Sólo nosotros disfrutábamos de ese lugar. Atrás, a escasos dos minutos en coche, quedaba un pueblo normalmente apacible y sosegado, que en verano veía alterado su habitual ritmo parsimonioso, por la incesante llegada de multitud de residentes veraniegos ansiosos de disfrutar de las bondades de su clima, a diferencia de los calores de la capital. A estos veraneantes se sumaba una interminable llegada de autobuses que vomitaban a sus turistas multinacionales hacia las adoquinadas, estrechas y empinadas calles de la localidad, que se esmeraba en atenderlos y venderles toda clase de recuerdos que abarcaban desde camisetas con la silueta de la Cartuja, platos típicos decorados con la imagen de Chopin y George Sand, siurells o cintas de casetes con la música del compositor polaco.

Al bajar del coche caminamos por aquel idílico lugar acompañados tan solo por el único sonido de nuestra respiración y nuestros pasos sobre el suelo de piedra. Hasta los mismos pájaros reverenciaban con su silencio aquel placentero momento. Un pozo nos sorprendió semi escondido entre sus muros y nos invitó a probar de su agua. Era transparente y fresca, realmente reconfortante.

Finalmente, un poco más allá, llegamos a un mirador en forma de semi círculo y con un banco corrido, todo ello en piedra. La vista era espectacular. Allá abajo se veía una inmensa extensión de agua que alcanzaba hasta el horizonte. Los rayos del sol crepuscular reverberaban de una manera extraña en la superficie dando la falsa impresión de ser una bruma, al tiempo que proporcionaban una atmósfera fantasmal a la escena. Pero aparte de la belleza de las vistas, lo que me llamó la atención fue la quietud, la paz, el silencio. El mar estaba en calma. El viento dormitaba y el cielo estaba desnudo. Éramos los únicos visitantes, pero daba la sensación de que no había nadie más, ni en el pueblo, ni en el mundo.  

Me senté unos minutos en el murete de piedra a contemplar algo tan hermoso. Y, sobre todo, a sentirlo. Se podía sentir la paz. Seguro que, si me hubieran tomado las pulsaciones en ese momento, estarían en mínimos. Era un lugar especial, único y tenía algo de mágico. Aquella sensación de paz, de llegar a encontrarse con uno mismo, se me quedó grabada en lo más profundo de mí.

Muchos años después de aquella primera y hasta entonces única experiencia, tuve que regresar por un corto período de tiempo a la isla a resolver unos asuntos. En aquellos momentos, difíciles por demás, las condiciones eran muy distintas de aquellas otras de la primera vez, en todos los sentidos, pero, principalmente, en lo personal. Necesitaba encontrar un reducto de paz para recuperar algo de equilibrio interior y recordé aquella visita realizada tiempo atrás, en lo que, al parecer, había sido otra vida.

De alguna manera en mi memoria se había grabado aquel secreto desvío sin señalizar y la esquiva ubicación de ese mágico espacio de paz y sosiego. Me sorprendió descubrir que, después de tantos años transcurridos, todavía recordaba cómo llegar, pero me sorprendió aún más comprobar, una vez más, que allí era yo el único visitante. Volví a beber de esa agua fresca y translúcida con la esperanza de que me proporcionara poderes especiales. Volví a sentarme en aquel mirador de piedra mirando al mar. Y encontré justo lo que buscaba: aislamiento, paz, equilibrio interior.

Hoy, antes de escribir estas líneas llenas de nostalgia, se me ha ocurrido buscar por internet la misma ermita y lamentablemente he comprobado que ahora ha perdido ese carácter de misteriosa, desconocida y aislada. Hoy, la ermita está incluida en las visitas de algunas excursiones turísticas. Ahora, al parecer, los mismos turistas que antes se limitaban a visitar la Cartuja, pasear por las calles del pueblo y comprar algún recuerdo, ahora amplían esos horizontes y llegan hasta la escondida ermita.

Creo que con ello se ha perdido esa atmósfera de paz y quietud que ofreció tan generosamente durante tantos años.  

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