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viernes, julio 28, 2023

Valldemossa

Hay fechas, lugares y momentos en la vida en la que algunos de nuestros recuerdos se quedan grabados a fuego en nuestra memoria para siempre. Y eso es exactamente lo que me pasa a mí con el 28 de julio y Valldemossa.

A unos quince kilómetros de Palma de Mallorca, en dirección a la Sierra de Tramuntana, se encuentra incrustada entre montañas esta joya, conocida por ser el lugar en el que Chopin y su amante Aurore Lucile Dupin de Dudevant, - más conocida como George Sand – vivieron su amor durante un invierno en la Cartuja, que pasó así a la historia.

El 28 de julio la pequeña localidad de poco más de dos mil habitantes, se ve saturada de turistas y veraneantes venidos de toda la isla y el mundo entero, ansiosos por visitar La Cartuja, pasear por su empinadas y empedradas callejuelas, comprar los típicos recuerdos y saborear los productos de la zona.  Culmina así la celebración de sus fiestas patronales dedicadas a Santa Catalina Tomàs Gallard (1531–1574), más conocida entre los devotos lugareños como “La Beateta” o “Sor Tomasseta” que fue canonizada por el Papa Pio XI en 1930.

Fue por esas fechas, unas cuantas décadas atrás, cuando mis ex suegros, inauguraron el chalet que se habían construido a las afueras del pueblo, en dirección a Sóller. La casa fue bendecida por el párroco del pueblo, después de lo cual, se celebró una fiesta con amigos y familiares en los amplios jardines de la parte trasera.

Para los palmesanos, Valldemossa viene a ser algo así como El Escorial para los madrileños, un lugar en el que refugiarse del calor asfixiante del verano. Aquí, aunque por el día pueda hacer calor, el ambiente no es tan húmedo como en Palma, y por las noches refresca bastante y necesitas dormir con manta.

Mis suegros pasaban allí todo el verano y cada 28 de julio, rememoraban el feliz acontecimiento de la inauguración de la casa organizando una fiesta para amigos (muchos) y familiares (pocos). La única representante de la familia era una prima de mi suegro – Fina - y su familia, que vivían en Inca. Tenían todos un profundo acento mallorquín de pueblo, aderezado, por si fuera poco, con unos insufribles decibelios por encima de la media, lo que hacía que, cuando regresaban a su casa, agradecieras el silencio y la paz, aunque todavía te pitaban los oídos.  

El bufet en estas fiestas era variado y generoso; no faltaba el alcohol, ni el perfume de las flores que nos rodeaban, que con tanto mimo cuidaba mi suegra.

Allí pasé muchos veranos disfrutando del ritmo lento de la vida en comparación con la locura de Madrid, aunque ello supusiera una adaptación previa a la llegada y un síndrome post vacacional al regresar a la gran ciudad y al trabajo. Era allí, en el porche junto al jardín, cuando cada día al caer la tarde disfrutábamos de un gin tonic, sentados alrededor de una mesa con los aperitivos.

Fue en Valldemossa donde mi suegro y yo tuvimos una disparidad de criterios en relación a la situación política del momento que más tarde la conocimos como “la Transición”. Una época muy dura en la que algunos policías vestidos de gris, mataban por la espalda a manifestantes estudiantiles. Lo malo de aquel encuentro es que fue el primer año cuando nos empezamos a conocer. El hecho de que en su juventud hubiera servido en la División Azul y que yo tuviera veintipocos años, no eran factores que ayudaran al entendimiento. De hecho, en mitad del debate – que no discusión – se levantó, abandonó la reunión con el resto de la familia y se marchó a su cuarto sin despedirse. Pero yo creo que lo peor de todo, fue que él era socio del Barça. Una cosa es una cosa, pero hasta ahí podíamos llegar.

Los domingos al mediodía tocaba visitar a los Gaspart – tío del que fuera presidente del Barça - en su caserón, con mayordomo gay incluido. Una partida de petanca junto a la piscina y un gin tonic bajo la pérgola con una parra, acompañado de una coca de trampó, eran el preámbulo de la paella acompañada con cava bien frío. Fue allí, uno de esos días, cuando Felipe Gaspart dijo una frase que se me ha quedado grabada: “sólo los ricos compran barato”. Se acababa de gastar 3 millones de las antiguas pesetas en un viaje para 15 personas a Orlando, Florida, en hoteles de 5 estrellas super lujo, con todos los gastos imaginables incluidos. En este terreno también estaba incluido el alquiler de un vehículo gigantesco para todos y el cámara responsable de inmortalizar todo el viaje.

Fue allí, en Valldemossa, donde mi hijo recibió el bautismo. Una ceremonia oficiada – previa solicitud formal de mi consentimiento - en mallorquín, una lengua que con el tiempo y a fuerza de escuchar, llegué a comprender sin ningún problema.

Y fue allí, un 28 de julio, festividad de la Beata cuando le comuniqué a mi mujer que nos íbamos a divorciar.

Así es que sí, para mí el 28 de julio es una de esas fechas señaladas y Valldemossa un lugar especial.

viernes, marzo 24, 2023

Ermita de Valldemossa.

Fue hace muchos años cuando descubrí la ermita. Bueno, más que descubrirla por mí mismo, me llevaron de la mano a conocerla. Si lo hubiera intentado por mi cuenta me habría sido imposible. No había letreros, ni indicaciones, ni desvíos que indicaran la ubicación, y eso la convertía en algo secreto y confería algo de misterioso tan solo al alcance de lugareños.

A la salida de Valldemossa en dirección a Sóller debías abandonar la serpenteante carretera que bordea la costa norte de la sierra de Tramuntana y tomar un desvío, que entonces no era más que un camino de tierra. El camino continuaba sin que el intruso tuviera la más leve indicación de hacia dónde se dirigía. En algún punto del corto trayecto, la travesía se convertía casi en un sendero y se estrechaba tanto que apenas había espacio para que pasara un vehículo de reducidas dimensiones. Al final del camino se llegaba a un “cul de sac”, una especie de placita minúscula, toda ella de piedra.

Era tal la quietud que se respiraba en el ambiente que la sensación era la de haber llegado a un lugar deshabitado, desconocido para la mayoría, pero no abandonado. Sólo nosotros disfrutábamos de ese lugar. Atrás, a escasos dos minutos en coche, quedaba un pueblo normalmente apacible y sosegado, que en verano veía alterado su habitual ritmo parsimonioso, por la incesante llegada de multitud de residentes veraniegos ansiosos de disfrutar de las bondades de su clima, a diferencia de los calores de la capital. A estos veraneantes se sumaba una interminable llegada de autobuses que vomitaban a sus turistas multinacionales hacia las adoquinadas, estrechas y empinadas calles de la localidad, que se esmeraba en atenderlos y venderles toda clase de recuerdos que abarcaban desde camisetas con la silueta de la Cartuja, platos típicos decorados con la imagen de Chopin y George Sand, siurells o cintas de casetes con la música del compositor polaco.

Al bajar del coche caminamos por aquel idílico lugar acompañados tan solo por el único sonido de nuestra respiración y nuestros pasos sobre el suelo de piedra. Hasta los mismos pájaros reverenciaban con su silencio aquel placentero momento. Un pozo nos sorprendió semi escondido entre sus muros y nos invitó a probar de su agua. Era transparente y fresca, realmente reconfortante.

Finalmente, un poco más allá, llegamos a un mirador en forma de semi círculo y con un banco corrido, todo ello en piedra. La vista era espectacular. Allá abajo se veía una inmensa extensión de agua que alcanzaba hasta el horizonte. Los rayos del sol crepuscular reverberaban de una manera extraña en la superficie dando la falsa impresión de ser una bruma, al tiempo que proporcionaban una atmósfera fantasmal a la escena. Pero aparte de la belleza de las vistas, lo que me llamó la atención fue la quietud, la paz, el silencio. El mar estaba en calma. El viento dormitaba y el cielo estaba desnudo. Éramos los únicos visitantes, pero daba la sensación de que no había nadie más, ni en el pueblo, ni en el mundo.  

Me senté unos minutos en el murete de piedra a contemplar algo tan hermoso. Y, sobre todo, a sentirlo. Se podía sentir la paz. Seguro que, si me hubieran tomado las pulsaciones en ese momento, estarían en mínimos. Era un lugar especial, único y tenía algo de mágico. Aquella sensación de paz, de llegar a encontrarse con uno mismo, se me quedó grabada en lo más profundo de mí.

Muchos años después de aquella primera y hasta entonces única experiencia, tuve que regresar por un corto período de tiempo a la isla a resolver unos asuntos. En aquellos momentos, difíciles por demás, las condiciones eran muy distintas de aquellas otras de la primera vez, en todos los sentidos, pero, principalmente, en lo personal. Necesitaba encontrar un reducto de paz para recuperar algo de equilibrio interior y recordé aquella visita realizada tiempo atrás, en lo que, al parecer, había sido otra vida.

De alguna manera en mi memoria se había grabado aquel secreto desvío sin señalizar y la esquiva ubicación de ese mágico espacio de paz y sosiego. Me sorprendió descubrir que, después de tantos años transcurridos, todavía recordaba cómo llegar, pero me sorprendió aún más comprobar, una vez más, que allí era yo el único visitante. Volví a beber de esa agua fresca y translúcida con la esperanza de que me proporcionara poderes especiales. Volví a sentarme en aquel mirador de piedra mirando al mar. Y encontré justo lo que buscaba: aislamiento, paz, equilibrio interior.

Hoy, antes de escribir estas líneas llenas de nostalgia, se me ha ocurrido buscar por internet la misma ermita y lamentablemente he comprobado que ahora ha perdido ese carácter de misteriosa, desconocida y aislada. Hoy, la ermita está incluida en las visitas de algunas excursiones turísticas. Ahora, al parecer, los mismos turistas que antes se limitaban a visitar la Cartuja, pasear por las calles del pueblo y comprar algún recuerdo, ahora amplían esos horizontes y llegan hasta la escondida ermita.

Creo que con ello se ha perdido esa atmósfera de paz y quietud que ofreció tan generosamente durante tantos años.  

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