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sábado, julio 08, 2023

De los silbos de otros tiempos

Ayer vi un reportaje sobre la isla del Hierro y esa peculiar manera que tienen de comunicarse entre ellos debido a la orografía de la isla: a silbidos, o silbos, como lo llaman ellos. La isla de El Hierro no es muy grande en tamaño, pero es muy agreste, lo que obligó a sus habitantes a inventarse un método de comunicación rápido y eficaz entre ellos. Se podría decir que fueron ellos los que inventaron la primera conversación sin hilos.

La verdad es que me sorprendió, porque yo conocía los silbos de la isla de la Gomera, en donde, por idénticas razones orográficas del terreno, tuvieron que implantar el silbido como un lenguaje audible en la distancia.

El lugareño dio algunos ejemplos de cómo un padre podría querer informar a su hijo de alguna novedad importante, cuando éste podía permanecer con el ganado en las montañas durante meses. Incluso, si el interesado no había escuchado el mensaje, pero lo había hecho algún vecino, éste hacía de repetidor indicando al pastor que su padre le andaba buscando para darle alguna noticia. Toda una filosofía de vida encerrada en un simple silbido.

Más tarde, allá por los años 70 del pasado siglo, llegó la modernidad a las islas Canarias. Al parecer, antes de que el uso del teléfono se convirtiera en un sistema generalizado entre los habitantes, alguien decidió que hubiera al menos un aparato, en una tienda, más o menos céntrica de la isla, donde además de recibir a los escasos turistas de aquella época, también podían recibir y enviar mensajes a las personas que estuvieran desperdigadas por la geografía herreña. Así, por ejemplo, recibían una llamada para indicar que Fulanito debía estar prevenido y llegarse hasta el teléfono, porque algún pariente emigrante en Venezuela, iba a contactar con él al cabo de veinte, treinta minutos o una hora, tiempo suficiente para transmitir a base de silbidos el aviso y de que al sujeto le diera tiempo de llegar hasta ese infernal invento.

Al margen del aspecto romántico que tiene recordar este tipo de comunicación, hay que ponerse en el lugar de los herreños en casos de necesidad. Hoy nos puede parecer algo idílico y curioso, pero si te sitúas en tiempos pasados y estás en mitad de la isla y tu hijo tiene un ataque de peritonitis, maldita la gracia que te haría vivir en un sitio tan apartado de la civilización. Lo paradisíaco se convertía entonces en una suerte de naufragio, y tú estabas abandonado a tu suerte.

Pero todo esto me hizo recordar una época en la que cuando querías hablar desde Madrid con alguien de fuera de tu ciudad, tenías que llamar a Telefónica – la única, la imperial, la Compañía Telefónica Nacional de España propiedad del Estado, y solicitar a la señorita que te atendía que querías hablar con un teléfono de Ponferrada, por ejemplo. Y entonces, la señorita te respondía que la conferencia tenía una demora de tantos minutos o de varias horas, porque las líneas estaban sobrecargadas. Y a partir de ese momento, tenías que hacer guardia entorno al negro aparato de bakelita que tenías en el salón, con un sonido estridente - que se escuchaba en todo el bloque de vecinos - cuando recibías una llamada y con un peso que más parecía inventado como arma mortal que como un sistema de comunicación. Anclado a la pared con un cable negro y no extensible, el concepto de intimidad no existía.

Todo esto parece que pasó en otro planeta, en otro país, pero fue aquí, y de vez en cuando conviene echar la vista atrás y recordar de qué mundo venimos, sobre todo hoy, que hay gente que no suelta el móvil ni cuando se ducha.