Ayer vi un reportaje sobre la isla del Hierro y esa peculiar manera que tienen de comunicarse entre ellos debido a la orografía de la isla: a silbidos, o silbos, como lo llaman ellos. La isla de El Hierro no es muy grande en tamaño, pero es muy agreste, lo que obligó a sus habitantes a inventarse un método de comunicación rápido y eficaz entre ellos. Se podría decir que fueron ellos los que inventaron la primera conversación sin hilos.
La verdad es que me sorprendió,
porque yo conocía los silbos de la isla de la Gomera, en donde, por idénticas
razones orográficas del terreno, tuvieron que implantar el silbido como un lenguaje
audible en la distancia.
El lugareño dio algunos ejemplos
de cómo un padre podría querer informar a su hijo de alguna novedad importante,
cuando éste podía permanecer con el ganado en las montañas durante meses.
Incluso, si el interesado no había escuchado el mensaje, pero lo había hecho
algún vecino, éste hacía de repetidor indicando al pastor que su padre le
andaba buscando para darle alguna noticia. Toda una filosofía de vida encerrada
en un simple silbido.
Más tarde, allá por los años 70
del pasado siglo, llegó la modernidad a las islas Canarias. Al parecer, antes
de que el uso del teléfono se convirtiera en un sistema generalizado entre los
habitantes, alguien decidió que hubiera al menos un aparato, en una tienda, más
o menos céntrica de la isla, donde además de recibir a los escasos turistas de
aquella época, también podían recibir y enviar mensajes a las personas que
estuvieran desperdigadas por la geografía herreña. Así, por ejemplo, recibían
una llamada para indicar que Fulanito debía estar prevenido y llegarse hasta el
teléfono, porque algún pariente emigrante en Venezuela, iba a contactar con él
al cabo de veinte, treinta minutos o una hora, tiempo suficiente para
transmitir a base de silbidos el aviso y de que al sujeto le diera tiempo de
llegar hasta ese infernal invento.
Al margen del aspecto romántico
que tiene recordar este tipo de comunicación, hay que ponerse en el lugar de
los herreños en casos de necesidad. Hoy nos puede parecer algo idílico y
curioso, pero si te sitúas en tiempos pasados y estás en mitad de la isla y tu
hijo tiene un ataque de peritonitis, maldita la gracia que te haría vivir en un
sitio tan apartado de la civilización. Lo paradisíaco se convertía entonces en
una suerte de naufragio, y tú estabas abandonado a tu suerte.
Pero todo esto me hizo recordar
una época en la que cuando querías hablar desde Madrid con alguien de fuera de
tu ciudad, tenías que llamar a Telefónica – la única, la imperial, la Compañía
Telefónica Nacional de España –
propiedad del Estado, y solicitar a la señorita que te atendía que querías
hablar con un teléfono de Ponferrada, por ejemplo. Y entonces, la señorita te
respondía que la conferencia tenía una demora de tantos minutos o de varias
horas, porque las líneas estaban sobrecargadas. Y a partir de ese momento, tenías
que hacer guardia entorno al negro aparato de bakelita que tenías en el salón,
con un sonido estridente - que se escuchaba en todo el bloque de vecinos - cuando
recibías una llamada y con un peso que más parecía inventado como arma mortal
que como un sistema de comunicación. Anclado a la pared con un cable negro y no
extensible, el concepto de intimidad no existía.
Todo esto parece que pasó en otro
planeta, en otro país, pero fue aquí, y de vez en cuando conviene echar la
vista atrás y recordar de qué mundo venimos, sobre todo hoy, que hay gente que
no suelta el móvil ni cuando se ducha.
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