A mediados de septiembre de 1972 iniciaba el sexto curso de bachiller. Tan sólo me quedaba ese año y el siguiente y saldría liberado de la tribu de los “sotánicos” a la que estaba sometido.
Si el año anterior había sido un
año normal en cuanto a curas dando por saco, este fue diferente. Se ve que
cuando uno se vestía con la sotana le entraban unas ganas irrefrenables de
amargar la vida a los alumnos; a unos alumnos más que a otros, eso sí. Me
recordaba a ese chiste en el que dos gitanos se encuentran un tricornio, uno de
ellos se lo pone y el otro le pregunta qué tal y el que se ha puesto el
tricornio le responde. “no sé por qué, pero me están entrando unas ganas de
darte una hostia…”. Pues con la tribu de los “sotánicos” debía pasar algo
similar.
Esa constante de que cada año,
cada curso, tuviera que aguantar algún cura cretino, me recordaba a una película
que se estrenó ese año: “Las aventuras de Jeremiah Johnson”. En la película
Robert Redford tiene que ir enfrentándose a muerte con una tribu de indios con
la que tuvo ciertas “diferencias” y mató a todos menos a uno. Desde entonces,
esa tribu enviaba a sus mejores guerreros, de uno en uno, a matarlo, sin
conseguirlo, evidentemente. Ellos le sorprendían en los momentos más
insospechados, pero Redford consiguió sobrevivir. La última escena de la
película se ve al jefe de la tribu en la distancia, ofreciendo la paz y Redford
la acepta encantado. Pues algo así me sentía yo. Cada año tenía una lucha a
muerte con algún cura y entre hachazos, navajazos, ahogamientos en el río y
disparos, estaba herido, pero vivo.
Puestos a intentar adivinar cómo
funciona el cerebro de un “sotánico”, cabría pensar que la vida para los alumnos
encerrados en ese stalag ([1]) era demasiado
plácida y debían hacer algo para recordarnos que esto era un valle de lágrimas.
Sólo así se podría entender que en ese año coincidieran los tres elementos más
nazis de los que se tenía noticias hasta entonces. Tanto estos como el resto
del profesorado, tenían asignados los apodos por los que eran conocidos entre
los estudiantes- prisioneros. El de estos tres eran: “El bombilla”, “El
Gorila”, y “El Mini Marcelino”. Hitler los hubiera convertido en Mariscales de
Campo.
“El bombilla” debía su
apodo, como es fácil de adivinar, al estado que presentaba su pelona mollera,
sin el más mínimo atisbo de que en algún momento de su existencia hubiera
estado poblada por cabello alguno. Probablemente, se suicidaron todos arrojándose
al vacío. Él era el responsable de darnos la asignatura de literatura.
El primer día de clase hizo su
entrada triunfal como si de César se tratara regresando de alguna campaña
victoriosa contra los germanos. Sólo faltaban los pífanos y trompetas
anunciando la llegada del líder y que alguien fuera sembrando sus pasos con
pétalos de rosas recién cortadas.
El problema era que su baja
estatura, prominente barriga, su cabeza rapada, su aspecto rechoncho y sus
ademanes y tono de voz, algo afeminados, poco invitaban a percibir esa figura
como la de un emperador todopoderoso. Antes, al contrario, era mucho más
proclive a tratarlo como alguien merecedor de la burla y la chanza. Tal es el espíritu
indómito de un adolescente.
Fiel a la costumbre establecida
entre los “sotánicos”, “el bombilla” entró en clase sin saludar. Se subió
inmediatamente a la tarima que cubría todo el frente de la clase y se paseó
parsimonioso como si de un pase de modelos se tratara, hasta la mesa ubicada en
el otro extremo. Bajo el brazo llevaba como único elemento extraño a su sotana,
un libro cuyo grosor, sólo de verlo, estremecía.
Se sentó cómodamente tras la mesa,
oteó el horizonte de la clase, abrió el ladrillo que llevaba bajo el brazo y
para pasmo de todos los allí presentes, comenzó a leer las primeras líneas:
“Cuéntame, Musa, la historia
del hombre de muchos senderos que anduvo errante muy mucho después de Troya
sagrada asolar”.
Si ya de por sí escuchar una
lectura, la que sea, puede ser aburrido a no ser que el lector sea un actor o
alguien entrenado, escuchar “la Odisea” el primer día de clase y con treinta
grados en la calle, era, cuanto menos, soporífero.
Al final de esa clase nos
enteramos de que, al parecer, el libro seleccionado de la editorial para la
asignatura se había retrasado más de lo esperado. Lo normal hubiera sido que,
en ese primer día de clase, nos hubieran informado de tales eventualidades y no
que, de repente, fuimos testigos de cómo un señor bajito, regordete, calvo, con
un tono de voz monocorde y de pronunciación algo sospechosa, nos intentaba leer
la Odisea sin anestesia.
Al cabo de unos pocos días, llegó
por fin el libro de marras y todos esperábamos que “el bombilla” se ganara el sueldo
ilustrándonos acerca de los diferentes estilos, escuelas y escritores que
estaban incluidos en el libro de texto. ¡Ilusiones! Nada más lejos de la
realidad. “El bombilla”, nos sorprendió a todos un día y nos pilló desarmados:
- ¿Quién está ansioso por recitar? - soltó así,
como quien no quiere la cosa.
Las caras de estupefacción fueron
la nota dominante en el auditorio. La primera parte del procesamiento de la
oración, se centraba en traducir qué coño había dicho “el bombilla”.
-¿Quién está ansioso por recitar? - repitió una
vez más y más alto, al comprobar el estado catatónico en el que nos había
dejado la primera vez.
Efectivamente, habíamos entendido
la frase, aunque no su significado en toda su profundidad. ¿Ansioso? ¿Recitar?
¿Pero éste de qué habla? Pues “el bombilla” tenía pensado que su labor como
docente durante ese año al frente de la asignatura de Literatura, se iba a
limitar a escuchar a los alumnos que se presentaran en el estrado, junto a su
mesa, a recitar de memoria el texto del libro. Ni más, más, ni más menos. Ni
aconsejar lecturas, ni trabajos sobre las diferentes corrientes, ni sobre los
escritores. Nada de nada. Aprenderse de memoria los textos y repetir como
papagayos.
Fue la única vez que suspendí una
asignatura en junio. Me pasé todo el verano sin abrir el libro. Llegó
septiembre y el examen consistía en definir las características principales de
ciertos movimientos literarios. Lo hice y para ello sólo necesité una línea para
cada uno. Conciso, concreto, escueto, parco. Me aprobó. Su dedicación nunca
mereció más esfuerzo por mi parte.
Otro de los fichajes estrella
para ese sexto de bachiller era el antes mencionado “El Gorila”.
Hay momentos en las mentes de los
púberes estudiantes en los que el proceso de encontrar el mote adecuado,
requiere de un esfuerzo y de una imaginación propias de un escritor de guiones
de ciencia ficción de Hollywood. Hasta encontrar el apropiado se establecen
diferentes congresos entre los colegas, hasta que finalmente, se decide por
consenso y amplia mayoría bautizar al pobre incauto. No fue así en el caso de
“El gorila”. Cinco décimas de segundo después de haber traspasado el umbral de
la puerta, fue inmediatamente catalogado como espécimen y archivado para el
resto de sus días.
Su descomunal cabeza, unido a su
extraña forma de extra terrestre, hacía imaginar un parentesco mucho más
cercano con un “espalda plateada”, que con cualquier ser humano. De mirada
torva y entrecejo fruncido, su lenguaje corporal y su tono de voz, no invitaban
a compartir confidencias. La entrada en la clase se produjo sin el más
elemental “buenos días”, algo que venía a demostrar, una vez más, que los
buenos modales no venían con la sotana.
Tras atravesar el dintel de la
puerta se fue derecho a su mesa, situada sobre la tarima, donde dejó unos
papeles y carpetas. Se abotonó la bata blanca de científico que llevaba puesta
y se dirigió como un poseso a la pizarra, negra, impoluta y todavía ansiosa de
que alguien la manchara con la tiza. Tomó un trozo de tiza y se puso a escribir
fórmulas ignotas, al tiempo que comenzó a parlotear algo ininteligible y de
espaldas a su auditorio. Lo único que teníamos claro es que eso formaba parte
de algo relacionado con alguna parte de las matemáticas, pero nada más.
Si hubiera entrado con un
revólver y hubiera disparado cinco tiros al techo no habría impresionado más a
su ya de por sí, estupefacto auditorio. Tal fue el desconcierto inicial, que
algunos se preguntaron si no se habría confundido de clase y se pensara que
estaba en la Universidad o en la NASA. Hasta que finalmente, un osado, que
además era de los “listos” de la clase, le interrumpió y le dijo que no estaba
entendiendo nada y que no sabía de qué estaba hablando. Los demás, nos quedamos
mucho más tranquilos comprobando que nuestro CI no era el responsable de no
haber entendido nada, porque si los listos tampoco lo habían entendido, el
problema era de “el gorila.”
La respuesta de “el gorila” fue
tan despótica y displicente como su aspecto y sus modales hacían presagiar. La
impresión que daba era la de un individuo sentenciado judicialmente a ejercer la
docencia cuando a él lo que le habría gustado, probablemente, sería estar fuera
de aquella aula, algo que, por cierto, sus alumnos habríamos aplaudido a rabiar,
aunque él no lo sabía.
Dice la famosa frase que no hay
una segunda oportunidad para una primera impresión, y la que causó aquel día “el
gorila”, no fue la mejor, sin duda alguna. Aquella relación no empezó bien y al
cabo de un tiempo continuó aún peor.
Sus habilidades pedagógicas eran
inexistentes, toda vez que daba la impresión que sus clases estaban dirigidas
solamente a los más capacitados, excluyendo por defecto al resto. Así, en
cierta ocasión y avanzado ya el curso, tuve la mala idea de levantar la mano
para formular una cuestión que no entendía. Como ya ha quedado de manifiesto,
“el gorila” no se caracterizaba por sus buenos modales, ni por su empatía y
delicadeza, por lo cual, al escuchar la pregunta, su respuesta tuvo la
intención de menospreciarme. Craso error el suyo que pagaría caro en tan solo
unos segundos.
- ¡Vaya pregunta! ¿Y por qué haces esa pregunta?
¡Qué atrevida es la ignorancia! - dijo el gorila como ofendido de que alguien
pretendiera que se rebajara a responder a lo que era evidente que consideraba
una bajeza intelectual.
A lo que yo, hartito ya de tanto
desplante por parte del gorila, le respondí:
- Es que, si supiera la respuesta, estaría ahí
dando yo la clase.
Ya te digo que por la cara que
puso no le gustó ni un pelo.
En otro momento del curso un
compañero nos hizo llegar un método diferente para resolver los problemas de
derivadas que “el gorila” nos estaba enseñando. A todos nos pareció muchísimo
más sencillo que el que nos proponía el cura, y la inmensa mayoría de la clase,
en el siguiente examen, aplicamos la llamada regla de l'Hôpital. Nuestra
sorpresa fue que a pesar de que la solución a los problemas aplicando ese
método eran correctos, el cura decidió anular la prueba o lo que es lo mismo,
suspender a todos los que la aplicaron, que fuimos el 90%. Eso motivó la justa
indignación de todos los que, habiendo obtenido el resultado correcto, decidimos
interpelarlo en mitad de la clase, para que el gorila explicara sus razones. El
argumento que utilizó el gorila para justificar su ataque de celos fue decir:
- Esas no son las matemáticas que yo he enseñado.
En ese momento, el siempre
inoportuno señor Usín, tomó la palabra y preguntó sin anestesia al gorila:
-¿Aquí estamos para aprender matemáticas o sólo
las matemáticas que usted nos enseña?
El debate terminó ahí con la cara
del gorila en la que quedaba de manifiesto su íntimo deseo de faltar al quinto
mandamiento.
La historia entre “el gorila” y
un servidor terminó aún mucho peor. No volvimos a dirigirnos la palabra jamás,
ni siquiera cuando nos cruzábamos por los pasillos del colegio, algo que yo
estaba convencido de que le encolerizaba aún más si cabe, debido a su ya de por
sí, insoportable carácter.
La venganza - dicen - es un plato
que hay que tomar bien frío. Y él se tomó cumplida venganza al año siguiente.
Para que luego los curas vayan por ahí dando lecciones de perdón.
El que cierra este triunvirato de
“sotánicos” inolvidables, guardianes del stalag 16, se llamaba Marcelino.
En aquellos tiempos se había
puesto de moda una especie de moto, de tamaño reducido y cuyo nombre era “La
Marcelino”. El apodo al cura en cuestión le venía al pelo, toda vez que además
de llamarse Marcelino, debía medir poco más o menos como un pigmeo.
Como les suele pasar a muchos de
los de baja estatura, quería suplir su complejo con una exhibición de autoridad
exagerada, generalmente injusta y totalmente inútil. Por eso daba el perfil
idóneo como vigilante del stalag 16 al que estaba asignado.
Su tarea durante el curso
consistió en estar en la clase mientras nosotros disponíamos de una hora de
estudio que podíamos aplicar a cualquier asignatura. Es decir, que, en vez de
mandar a los alumnos a casa, nos mantenían en el colegio cubriendo el
expediente de las horas lectivas dadas por el Ministerio y al frente de dicha
tarea, habían colocado al más inútil de todos: al Marcelino.
El Mini-Marcelino se esforzaba
mucho al exigir que las filas en las que debíamos entrar en el colegio estuvieran
perfectamente alineadas y rectas. Era muy estricto en prestar atención para que
durante el trayecto desde el patio a las aulas, nadie hablara ni una palabra so
pena de ser fusilado inmediatamente en la pared del fondo y ponía un énfasis
especial en eliminar cualquier atisbo de sonido que supusiera que alguien
arrastraba los pies al subir las escaleras. Él, se ponía en medio de las mismas,
mientras por sus costados iban pasando los estudiantes que, por supuesto, se
iban aguantando a duras penas las ganas de descojonarse del enano.
A veces, en su afán de
perfeccionamiento de sus responsabilidades, en lugar de esperar en pie en la
escalera, iba por la retaguardia y a todo aquel al que viera hablar o que
considerase que arrastraba los pies al subir los escalones, le solía clavar a
la altura de los riñones, la regla que solía llevar, como si estuviera azuzando
a un animal de carga.
Pero un día tuvo la mala fortuna
de toparse con un servidor. Sin ton ni son me metió la regla en la espalda con algún
objetivo ignoto. Craso error. Mi respuesta fue la de echarme hacia atrás hasta
casi caer encima del enano, que retiró la regla, no fuera que acabara
clavándosela él mismo. La cosa pareció que se había quedado ahí, pero si algo
he aprendido de los curas, ha sido lo de la venganza en frío.
De forma totalmente discrecional
y sin dar ningún tipo de explicaciones, al terminar la hora de estudio, procedía
a nombrar a los que él consideraba oportuno, y los sometía a un castigo: debían
entregarle al siguiente día que le tocara la clase, tres hojas de matemáticas.
No importaba cuál fuera el tema, porque sistemáticamente, inmediatamente
después de que los primeros incautos le entregaron sus tres hojitas de
matemáticas, procedía a romperlas en mil pedazos y tirarlas a la papelera, en
un gesto de desprecio absoluto. Era su extraña manera de impartir la sensación
de autoridad, de disciplina. El castigo era discrecional y la forma de
impartirlo, también. Al más puro estilo nazi.
Visto lo cual, la primera vez que
me tocó el castigo me limité a emborronar tres hojas con unas letras tan
enormes, que parecían las iniciales de los viejos libros que solían copiar en
los monasterios medievales. Por supuesto, al hacerle entrega de las hojas, el
Mini-Marcelino, ni las miró. Las rompió y las tiró a la papelera.
La alternativa a no entregar las
tres hojas, era pasarse toda la hora de estudio de rodillas frente a la tarima
que presidía la clase. Y para el día siguiente, se doblaba la apuesta, esto es,
el penado debería entregar seis hojas de matemáticas y así sucesivamente, en
progresión aritmética.
El sistema carecía de un mínimo
de lógica, toda vez que nadie sabía cuáles eran los posibles motivos por los
que el liliputiense nos había castigado, por una parte, y por otra, era un
desprecio absoluto, una falta de respeto total al individuo, al hacer trizas el
trabajo encargado, sin prestar la mínima atención.
Y así fue cuando en cierta
ocasión me volvió a tocar el turno. El condenado – o sea, un servidor - debía
entregar en la clase siguiente tres hojas de matemáticas. Solo que, en esta
ocasión, ni siquiera me tomé la molestia de escribir con letras de tamaño
capital. Simplemente no hice nada, aun conociendo las consecuencias. En efecto,
en la clase siguiente, el Mini Marcelino me pidió las tres hojitas de marras y
como no las tenía, me pasé el resto de la clase de una hora, de rodillas frente
a la tarima.
- Para el próximo día, seis - me dijo el enano en
el momento de abandonar la clase.
Al día siguiente en que tocaba
hora de estudio sin necesidad de que el Mini Marcelino me preguntara, tomé mi
libro y me encaminé directamente a la tarima, donde me puse de rodillas, lo
cual, descuadró por completo al enano que no esperaba semejante actitud.
- ¿No has hecho las hojas?
- No.
Cuando la clase terminó, el cura
volvió a repetir la rutina:
- Para la próxima vez tres más.
El proceso se repitió de manera
continua durante semanas incontables. Tan pronto como el Mini Marcelino asomaba
por la puerta, yo me levantaba de mi asiento, tomaba un libro y me dirigía
derecho a la tarima a colocarme de rodillas. A veces, hasta tuve que dejar
pasar al enano porque nos cruzábamos antes de que el cura llegara a su destino,
que era su escritorio, donde se ponía a leer un libro muy gordo. Era tal el
grado de frustración del cura que un día llegó y me dijo:
- Si para el próximo día no me entregas las (X)
páginas, no te permito que te examines.
Y hasta ahí podríamos llegar.
Al llegar a casa puse en antecedentes
a mi hermano, - que era el que había asumido la labor de tutelaje de mi
educación por indicación directa de mi madre. Fue entonces cuando pidió cita
con el director del colegio.
En ese momento se le informó de
los métodos y maneras del Mini Marcelino, del desprecio a los alumnos, de lo
absurdo de los castigos y de lo discrecional de los mismos.
En el tira y afloja con el
director del colegio, defendía, sobre todo, el principio de autoridad del Mini
Marcelino y afirmaba que yo, evidentemente, había puesto en jaque ese
principio. La postura de mi hermano era que defendía que todo castigo debe ser
justo, equitativo y obtener un fin. Pero hubo un argumento que caló hondo en el
ánimo del director del colegio:
- ¿De verdad quiere usted que el Ministerio de
Educación tenga conocimiento de que ustedes están impidiendo a un alumno a que
realice sus exámenes correspondientes?
Al final, se llegó a un pacto: yo
entregaría seis hojas de matemáticas y haría mis exámenes.
Creo que utilicé una letra por
cada hoja. Por supuesto, fueron a la papelera inmediatamente. Y me examiné.
Otra de las memorables anécdotas
de este año tiene como protagonista al que por entonces ejercía de director del
colegio, “El Julio” y a un servidor.
El que suscribe formaba parte de
la fila para entrar a clase. Como ya ha quedado de manifiesto, estaba
tajantemente prohibido hablar mientras estabas en la fila. Aquello era peor que
la película “Doce del patíbulo”. Pero yo siempre lo respetaba. Nunca fue un
problema. El caso es que esa tarde, al entrar en los pasillos que conducían a
nuestr aula, pasábamos por una ventana que daba a la calle. El paso era
obligatorio y mi reacción de volver la cabeza y echar un vistazo, tan lógica
como la de todos los que me precedieron y me siguieron. Sin embargo, en ese
momento y sin que viera venirla, me cayó un ostión sin comerlo ni beberlo. El
agresor, “el Julio”, el director del colegio, que en esos momentos vigilaba a
la cadena de presos por si alguien osaba transgredir las normas. Y según
parece, él pensó que un servidor había hecho algo tan grave como para soltarme
una ostia, a traición y sin motivo.
Por si lo del guantazo no era
suficiente, me espetó:
- Ahí de rodillas.
Y por supuesto que ahí de
rodillas significaba estar de rodillas frente a la pared, con el cogote echando
fuego de la que me había dado y en el alma albergando la idea de meterle una
silla en la cabeza a ese cabrón de mierda disfrazado con una sotana negra. Y, por
si fuera poco, la humillación de ser el espectáculo del resto de mis compañeros
que pasaban camino de sus clases y me veían ahí castigado por algo que no había
hecho.
Después de que pasara el último
de todos ellos, “El Julio” me ordenó que me levantara.
Era un hombre alto, delgado, mal
encarado y a lo que se ve, con peor talante. Por un instante, se me pasó por la
cabeza devolverle el guantazo, pero me contuve.
- ¿Es que no sabes que en fila no se habla?
- Yo no he sido – fue mi sencilla y sincera
respuesta.
Creo que la firmeza de mi
afirmación junto con una mirada furibunda y la cara de absoluto desprecio con
la que la acompañé, a medio metro de la suya, fueron suficientes para
convencerlo de que se había equivocado de culpable. “El Julio” tiene el dudoso
privilegio de ser el último “sotánico” que me agredió y, además, injustamente.
Al colegio del Sagrado Corazón de
Madrid, le cabe el honor de haber tenido entre sus alumnos a individuos que
posteriormente alcanzaron la fama, como, por ejemplo, José María García, el
famoso periodista, o el también famoso José Antonio Martín Otín, más conocido
como “Petón”. Éste, además, era compañero
mío en el equipo del colegio. Jugaba muy bien, regateaba mucho y era lo que se
llama un chupón de toma pan y moja. Recuerdo que, en cierta ocasión, empezó a
regatear en el área contraria, una y otra vez, en vez de tirar a gol, y le
grité: como no la metas te inflo a ostias. La metió.
Pero si tenemos que resaltar a
alguien en el campo de los curas, sin duda el Gabilondo se lleva la palma.
La llegada del hermano Gabilondo,
hermano a su vez del famoso periodista, Iñaki, fue todo un acontecimiento
social. Fue un auténtico shock para todos, pero, sobre todo, para los alumnos.
Tanto, que a éste ni siquiera se le puso mote alguno. Era simplemente, el
Gabilondo.
Era un tipo joven, alto, fuerte y
¡llevaba melena! ¡Un cura con melena! Jugaba al fútbol bastante bien, incluso
con sotana, que debe ser jodido. De vez en cuando, se organizaban partidos
entre los alumnos y los curas. Había algún cura que no lo hacía nada mal, pero
no tenían nada que hacer contra toros de dieciséis años como yo, que, además, éramos
más rápidos en velocidad. Aun así, los curas daban guerra.
Un día, el Gabilondo fue a pelear
un balón aéreo con un alumno que medía metro cincuenta. No se dio cuenta de la
diferencia de estatura y el alumno, ni siquiera entró al choque, porque el
Gabilondo era una mula de metro ochenta. En el salto se desequilibró por
completo porque esperaba encontrarse con otro en el aire y al caer, se metió un
ostión de campeonato que dio con la cabeza contra el suelo, que, además, era de
asfalto. Afortunadamente, no se abrió la cabeza, ni sangró, pero se quedó un
buen rato en el suelo aturdido y dolorido, mientras los demás, lo único que
podíamos hacer era esperar a que se recuperase.
Aunque daba clases de filosofía
en mi mismo curso, no era en mi clase.
Hoy en día, Ángel Gabilondo,
filósofo, ex cura, hermano del periodista Iñaki Gabilondo, forma parte del PSOE,
y en la actualidad es el Defensor del Pueblo.
Lo mejor que tuvo el año 1972 era
ser el anterior a mi salida definitiva del colegio.
La noticia trágica la protagonizó
mi compañero de pupitre Alfredo. Llevábamos años compartiendo la ubicación que
las iniciales de nuestros apellidos habían decidido. Ese año, Alfredo faltaba a
clase con frecuencia, estaba delicado de salud. Al cabo de unos meses, nos
comunicaron que Alfredo V., de dieciséis años, había fallecido de un cáncer
fulgurante. Fuimos muchos a su entierro.
1972 no fue un buen año.
[1] Stammlager
(abreviado, Stalag) fue en el III Reich la denominación de un campo para
prisioneros de guerra en la Segunda Guerra Mundial.