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lunes, junio 02, 2025

La Metamorfosis

En los años 80 del siglo pasado, la sala de fiestas Tito's, en pleno centro de Palma de Mallorca, era el no va más. Era una sala muy espaciosa, con actuaciones en directo y con un aforo importante. Algo así como el Florida Park de Madrid.

El caso es que, por razones que no voy a especificar, digamos que teníamos amistad con el propietario y Director y ese fue el motivo por el que un día, en pleno mes de agosto, nos invitó a un grupo numeroso de personas  a presenciar el espectáculo.

Desde luego, no hay nada como tener enchufe en esta vida, porque al llegar nuestro grupo, que seríamos unas ocho personas o así, no necesitamos reservar mesa; nos las pusieron a pie de pista, mientras el resto de los asistentes que abarrotaban la sala, nos miraban entre atónitos, curiosos y con algo de envidia, preguntándose quiénes serían esos que vienen a última hora y les colocan en la mejor situación.

Nada más sentarnos y mientras pedíamos las bebidas, se me acercó un individuo que dijo ser un miembro del espectáculo. Lógicamente, me sorprendió al principio y desconfié, pero no se me ocurrió qué tipo de timo, engaño o fraude, podía intentar meterme. El caso es que el hombre empezó a hablar y yo le escuché.

Según me contó se trataba de que en mitad de la representación, mientras todo el mundo estaba mirando el escenario, de manera inesperada se sentaría a mi lado una señorita. Me explicó que la señorita era un gancho del artista y que si mientras ella estaba sentada a mi lado, yo si lo deseaba, podía invitarle a tomar algo, pero que no era en absoluto obligatorio. Yo en esos momentos, ya estaba alucinando. Pero quedaba más, mucho más. 

Me contó qué iba a pasar en el escenario, cómo debía responder la chica, qué tenía que hacer yo, etc, etc. El número completo. Al final de sus explicaciones el hombre se marchó por donde había venido y comenzó el show.

Recuerdo que entre otros artistas, hubo unas bailarinas que simulaban las del Folies Bergere de París.  El típico conjunto de baile español, con el zapateado de Sarasate, que encendió la vena a todos los guiris que llenaban la sala y provocó el entusiasmo generalizado entre ellos. Y recuerdo con gran admiración a un artista del salterio, un instrumento musical de cuerdas que se toca con unas baritas metálicas, percusionando sobre ellas. 

El individuo era un auténtico virtuoso. No sólo tocaba el instrumento como los ángeles, a una velocidad endiablada, sino que en un momento dado, se vendó los ojos y no falló ni una nota. Pero ahí no terminó su exhibición. No contento con lo que había hecho, además de tener los ojos vendados, comenzó a girar el instrumento que estaba encima de una mesa con ruedas y siguió tocándolo como si no pasara nada. Sencillamente espectacular. 

Bien, el caso es que, como bien me había anunciado aquel hombre, durante la representación de un ilusionista, de pronto se sentó a mi lado una señorita. Era menuda, delgadita, de unos 30 años y vestía con un traje chaqueta y unas gafas, que le conferían un aire muy clásico, muy de señora, que pronto se vería que era idóneo para el papel que ambos debíamos representar.

Llegó entonces el turno del ilusionista. Que si pañuelos por aquí, que si la típica paloma por allá, que si las monedas aparecen y desaparecen, que si un huevo,...lo de siempre. Tenía gracia el hombre, que hablaba en varios idiomas mientras actuaba y entre sus gracietas y el número, la verdad es que era agradable y divertido.

Y entonces llegó mi turno. 

El ilusionista sacó un gran biombo cerrado al medio del escenario y solicitó una voluntaria. Como evidentemente no se presentaba nadie, antes de que a alguien se le ocurriera, llegó él y señaló a mi acompañante, la chica menudita y con aspecto de no haber roto un plato en su vida. 

Los focos de la sala se dirigieron entonces hacia nosotros, ya que se suponía, que la chica, era mi pareja. Ella se levantó de la silla, poniendo cara de aturdida y superada por los acontecimientos y yo, de medio espanto por ser objeto de los focos y de las risas de toda una sala de fiestas. La chica, que llevaba entre las manos un bolso que parecía sacado de una película de Humphrey Bogart, de pronto hizo como que abandonaba el escenario, asustada, pero todo formaba parte del engaño. Al final, se metió en el biombo que había en mitad de la pista y mientras sonaba una música bien conocida y muy provocadora, por encima de la caja, empezaron a aparecer lo que se supone que era la ropa interior de mi falsa esposa. La de verdad, estaba a mi derecha.

Los espectadores, que ya llevaban un buen rato "calentitos" con las bebidas, comenzaron a desternillarse de la risa, y yo, asumiendo el papel que me habían asignado, me puse en pie con la intención de subir al escenario a rescatar a "mi mujer", que por muy recatada que parecía, se estaba "desnudando" en mitad de un escenario.

Cuando me levante con la intención de subir al escenario, el ilusionista, bajó rápidamente a intentar "calmarme" y convencerme de que no pasaba nada, mientras yo era el centro de atención de toda la sala, los focos me deslumbraban y la gente se partía el pecho por la mitad de la risa.

El hombre accedió finalmente a que mi supuesta esposa, volviera a su lugar, a sentarse con su marido, pero, cuando se abren las puertas de la caja, del biombo, lo que aparece no es la chica delgadita, con traje y con gafas, si no....¡una cabra!. Sí, sí, una cabra.

El despiporre de los asistentes fue espectacular. Ahí tenían a un pobre hombre, que de pie, nuevamente intentaba acceder al escenario para pedir explicaciones al ilusionista, acerca de dónde estaba su mujer, porqué se había desnudado y porqué no había vuelto. El artista, en el colmo del esperpento, me dijo que la cabra era mi mujer y que me quedara con ella. La sentó a mi lado, en la silla donde se había sentado la chica, y después de ver la cara de incredulidad que yo tenía que poner, se la llevó adentro y se despidió de los espectadores, que le aplaudieron a rabiar, mientras miraban de reojo qué hacía yo.

El espectáculo continuó y al terminar, cuando ya nos disponíamos a salir, detrás de mí oigo una voz de una señora que le pregunta a su acompañante: "oye, y la señora de este señor, ¿dónde está?".      

sábado, julio 27, 2024

Navegando a soplidos

El plan tenía todos los alicientes para convertir aquel día en una experiencia inolvidable. Navegar desde el puerto deportivo de Coloni Sant Jordi, en el sur de Mallorca, y llegar hasta la isla de Cabrera, a 12 millas náuticas. Pero una vez más se cumplió aquella ley no escrita que dice: «Me encanta hacer planes para saber exactamente lo que NO va a pasar».

Además del matrimonio propietario del moto-velero, había seis adultos más y una buena colección de niños, primos todos ellos entre sí. El avituallamiento incluía varias neveras con refrescos, hielo y todo lo necesario para poder comer en el puerto de arribada, ya que la isla, tenía carácter militar y no se podía descender a tierra, pero sí fondear.

El mar parecía una balsa de aceite. El aire estaba en calma. De hecho, había calma chicha. La travesía se presumía tranquila, apacible.

Una vez que todo el grupo subió a bordo, se pusieron en marcha e iniciaron la jornada marinera. La primera sorpresa fue que a alguien se le ocurrió la feliz idea de hacer un alto en la travesía e intentar pescar algo con lo que poder complementar la comida que ya estaba prevista.

El lugar señalado no distaba mucho de un promontorio rocoso. Hacía allí se dirigieron manteniendo una distancia más que prudente para evitar que el barco, de doce metros, fuera arrastrado por la corriente y colisionara con las rocas. El ancla no tenía la suficiente longitud para aferrase al fondo, por lo que fue imposible usarla. El resultado fue que el barco se quedó al pairo, bamboleándose en todas direcciones, como consecuencia de un oleaje cada vez más vivo que chocaba contra las rocas y revolvía la superficie. Después de llevar allí un buen rato sin haber pescado absolutamente nada, hubo que tomar la decisión de continuar con la excursión. A lo infructuoso de la pesca se unía el hecho de que el barco se acercaba a las rocas y, además, había algunos “marineros de agua dulce” que habían empezado a marearse.

Reiniciaron la marcha y comenzaron a disfrutar de ver cómo los delfines jugaban con ellos, saltando y cruzándose por delante de la proa, haciendo las delicias de los más pequeños y de los que no tan pequeños. Parecía que retaban al barco a una carrera mientras se escuchaban los sonidos y chirríos que servían para comunicarse entre ellos. Todos, - excepto el capitán, que nunca abandonó la caña, - se agolpaban a ambas amuras en la proa, para disfrutar de los juguetones mamíferos. Alguno temió que se pudieran hacer daño y golpearse contra el casco. Eran como un feliz presagio de lo divertido que iba a ser el día.

Al llegar a Cabrera buscaron un hueco entre las embarcaciones que había para echar el ancla y fondear en el puerto, a una prudente distancia del resto, para evitar choques involuntarios.

Bajo un sol de justicia y una brisa inexistente, desplegaron en la popa un toldo que – al menos - les permitía comer sin sufrir una insolación. Antes de comer lo dispusieron todo para darse un chapuzón, asegurándose que la escalera para subir a bordo estaba desplegada. No sería el primer caso de amigos que se lanzan al agua a disfrutar sin haber tomado la precaución de desplegar la escalera y que la cosa terminara en tragedia.

Después de comer iniciaron los preparativos para el regreso.

Al poco de salir del puerto surgió un imprevisto: el motor se rompió y con ello también se rompió la magia que había envuelto todo el día. Desde ese momento los delfines que nadaban y saltaban a su alrededor ya no eran tan simpáticos ni hacían tanta gracia. Algunos, incluso, comenzaron a pensar que sus saltos y sus cabriolas alrededor del barco, eran más una burla, como queriendo decir “mirad qué rápido vamos y qué libres somos mientras a vosotros os quedan horas antes de llegar a puerto”. Al final los delfines debieron de aburrirse y les abandonaron. Ya sólo les acompañaban los graznidos de las gaviotas.

El regreso al puerto de origen se hizo interminable. Fue como un lento peregrinar sobre las tranquilas aguas del Mediterráneo, a la increíble velocidad de unos 3 nudos a la hora y calma chicha. El viaje les llevó unas 5 horas y costó un esfuerzo físico a todos, pues tenían que abrir la vela Génova en una posición antinatural, como si se tratara de un libro abierto, para así, intentar captar más viento. Para ayudar a generar aire, alguien sugirió usar un abanico y a punto estuvo de ser pasado por la quilla.

Entraron a puerto a eso de las 21.00. Los últimos rayos de sol se habían ocultado unos minutos antes. La muerte del motor hizo imposible la generación de electricidad, lo que tuvo como consecuencia que no se podían encender las luces del barco. Y eso sí que era peligroso. Tras asegurar el barco, atracarlo y colocar las defensas laterales, ya era noche cerrada. Llegaron justo a tiempo de quedar en mitad del mar y sin luces de posición. Luego, pensando con calma, alguien imaginó qué habría pasado si el motor se hubiera estropeado mientras hicieron la parada para pescar, cerca de las rocas.

miércoles, julio 17, 2024

Un día (casi) perfecto.

Mallorca. Vacaciones, sol, mar y paella. El plan no podía sonar mejor. Pero por algo una de mis frases favoritas es “me encanta hacer planes para saber con exactitud lo que NO va a pasar”. 

Amparo y Rafa eran matrimonio (ya no) y residentes en Palma de Mallorca. Nos invitaron a pasar el día a la casa que los padres de Rafa tenían en el norte de la isla, en Puerto Alcudia. Un caserón con más habitaciones que un hotel, pero que ese día estaba a disposición de los hijos. Rafa había sugerido la posibilidad de hacer pesca submarina, algo que suena bien y que parece fácil, hasta que te prestan el snorkel, las gafas de bucear, las aletas, coges el fusil y te sumerges en busca de pulpos, que, según el marinero de agua dulce de Rafa, poco más o menos se suicidaban contra el arpón en cuanto te veían. 

De entrada, nada más bajar del coche, me di cuenta de que me había dejado la toalla en el asiento trasero del Ford Fiesta. Al intentar abrir, la puerta estaba bloqueada y le pedí a Rafa que la abriera con la llave. Fue entonces cuando nos percatamos que, por esos extraños sortilegios del destino, las llaves seguían puestas y las puertas cerradas. Era una de las gracias del Ford Fiesta: que, levantando la manija de la puerta, podías bajar el seguro del coche y cerrar la puerta. ¡Tiempos aquellos en los que no se había inventado el mando a distancia! 

Ante la constatación del problema, siguió una poco sutil y delicada discusión entre Rafa y Amparo por las consecuencias del error. Rafa intentó convencer a su mujer que era ella la que no debía haber cerrado la puerta del copiloto de esa forma. Y a su vez, Amparo, le dijo de manera educada, que el que conducía era él y que no entendía por qué había dejado las llaves puestas. Tras una sucesión de reproches, finalmente a Amparo se le ocurrió una idea que podría solventar el problema. 

-Voy a casa a por las otras llaves.

-¿Y quién se queda aquí junto al coche para evitar que lo roben? – dijo Rafa.

-¿Tú por ejemplo? – sugirió Amparo.

La idea no pareció contentar a nadie, pero lo que parecía claro era que Rafa estaba decidido a que su día de pesca submarina en busca de pulpos, no se lo iba a quitar nadie. 

Ver, lo que se dice ver pulpos, no vi ninguno. Bien es cierto que la infinita habilidad del bicho para camuflarse y mimetizarse con el entorno es proverbial, pero a pesar de todo, sigo estando convencido de que allí no había ni uno. Claro que tampoco llegué a las rocas del fondo, en donde habitualmente se suelen esconder. Aquello estaba demasiado lejos de la superficie y luego había que desandar el camino que habías bajado previamente y no era cuestión de morir ahogado por pescar un pulpo.

De hecho, no vi ningún pez susceptible de tener el tamaño suficiente como para ser arponeado, y teniendo en cuenta que aquello era a pulmón libre, empecé a percibir como una soberana estupidez, eso de estar asfixiado y sin haber disparado ni una sola vez el maldito fusil. El capitán Garfio – o sea, Rafa – una de las veces que salió a tomar aire se inquietó porque no había usado el arpón, mientras me contaba que él lo había intentado en varias ocasiones pero que los peces eran muy listos. Sea como fuere y sólo por la intención de poder decir “al menos he disparado una vez el fusil”, conseguí atisbar a lo lejos un pez, de tamaño ridículo y de mirada displicente. Me observó tan sólo un instante como pensando “y este humano qué hace con ese pincho. Va a hacerse daño o lo que es peor, va a hacer daño a alguien”. El caso es que no sé si por su mirada, su desprecio o por vergüenza marina – que no torera – finalmente apreté el gatillo del fusil y el arpón salió disparado. Fue entonces cuando comprendí que un arpón no tiene el mismo alcance que un torpedo, por muy larga que pueda ser la goma, porque en mi caso, el arpón se quedó como a cinco metros de donde estaba nadando plácidamente el pez, ajeno casi total al ridículo que estaba haciendo un servidor. No se tuvo que esforzar demasiado en hacer un leve movimiento, más por prevención de que la goma que sujetaba el arpón al cuerpo del fusil, se rompiera y por casualidad, pudiera alcanzarle. Al menos a Matrix, las balas le pasaban cerca. No era este el caso.

Como mal menor del ridículo que acababa de hacer, sólo habían sido testigo los pececillos, que por allí intentaban disfrutar del domingo soleado, mientras un tarado con un arpón, jugaba a ser un tiburón de pacotilla. Subí por enésima vez a tomar aire e intentar rearmar el fusil, pero la tensión de la goma, era demasiado para mí. Me pareció ridículo y me empezó a entrar complejo de mariquita: ¡cómo no iba a ser capaz de tensar la goma del arpón! ¡Era ridículo! Pues sería ridículo, pero no pude. Lo tuvo que “cargar” de nuevo el arquitecto, cuando a su vez, subió a tomar aire.

Rafa estaba entusiasmado con la experiencia, aunque hasta ese momento no había pescado una mierda – o sea, lo mismo que yo -. Sin embargo, se empeñó en llevar algo para la paella que su mujer, Amparo, nos iba a preparar más tarde. 

Mientras él volvía a bajar en busca de algún monstruo marino que llevarse a la boca más tarde, yo decidí quedarme en superficie y disfrutar sin más del mar y del sol. Pero el disfrute me duró poco.

De repente, noté como un picor intenso cerca de la zona de la muñeca izquierda, junto al reloj. No sabía muy bien a qué se debía, pero no tardé en adivinarlo. En cuanto resurgió de las profundidades marinas el almirante, le conté lo que me había pasado y enseguida entendió lo sucedido: 

- Eso es que te ha picado una medusa. Se ha sentido atraída por el reloj.

- ¿Medusa? – exclamé, pensando en algún monstruo de las profundidades.

- Sí. Este año esto está lleno. Vámonos. Tienes que ponerte amoniaco cuanto antes. 

Dimos la jornada de pesca por terminada, con el mismo éxito que cuando vas al casino - o sea, no sacas nada- y nos dispusimos a volver a puerto. Una vez dentro de la Zodiac, el motor se mostró algo reticente en arrancar, pero después de varios intentos, Rafa consiguió ponerlo en marcha. Aunque, lamentablemente, no tardó mucho en pararse definitivamente. 

¡Vaya por Dios! Parecía que la jornada perfecta, se complicaba por momentos. ¡Ja! Y todavía quedaba lo mejor.

Sin el único motor de la embarcación, sólo quedaba remar. Rafa tomó el primer relevo y aunque no parecía haber entrenado ni con Oxford ni con Cambridge, la velocidad no era mala. Además, no sería por falta de ejercicio y eso ayudaría a que la paella entrara con más ganas. Lo malo fue que al poco de comenzar a remar, una de las sujeciones de uno de los remos, se rompió. No aguantó la fuerza empleada y al no estar hecho de un material apropiado, cascó. Así es que ahora, teníamos un remo para dos tripulantes, que lógicamente tendríamos que compartir por turnos, so pena de empezar a navegar en círculos, por la mayor potencia que desarrolla la pala en vez de la mano. Y así lo hicimos. Mientras uno remaba por su banda con el remo, el otro lo hacía por la suya, con la mano, cambiando cada cierto tiempo, para compensar esfuerzos y rumbo. La distancia a la costa era ridícula, pero remar es duro y parece que nunca llegas.

Finalmente, y después de sudar lo nuestro, conseguimos arribar a puerto, dispuestos a disfrutar lo que quedaba de mañana playera. Todavía no era mediodía y el día había dado unas cuantas anécdotas para el recuerdo. Pero aún quedaban más.

Al llegar a puerto, mientras intentábamos colocar la Zodiac en su trasportín y engancharlo al remolque del Ford Fiesta, se presentó la Guardia Civil del mar. 


-Buenos días – dijo con el saludo protocolario. ¿De quién es esta embarcación?

-Mía – respondió el arquitecto.

-Deme los papeles, por favor.

-¿Papeles? ¿Qué papeles? 

Después de unos minutos de conversación con el agente y de que Rafa le hiciera saber “de quién era hijo”, finalmente acordaron que Rafa tendría que poner al día los papeles de la embarcación y presentarlos en un plazo de 10 días en el puesto de la Benemérita, so pena de multa y posible incautación de la misma.

Al llegar al coche, pudimos observar varias cosas: 

 

a) Que las llaves, ya no estaban donde se las había dejado olvidadas Rafa, lo cual hacía indicar que Amparo, había conseguido el segundo juego de llaves.

b) Que había un cristal roto.

c) Que mi toalla de baño, no estaba dentro. 

Dadas las circunstancias y habida cuenta de que al parecer en aquel lugar había gente capaz de romper un cristal de un coche para robar una maldita toalla, parecía más prudente no dejar la Zodiac enganchada al remolque, - tal y como era la idea original - no fuera a aparecer alguien con ganas de llevarse todo: el coche, la Zodiac y la toalla.

 

-  Joder, macho. No lo entiendo – exclamó Rafa como aturdido -. En la vida me ha pasado nada parecido. Aquí era un sitio donde incluso muchas veces hemos dejado el coche abierto y nunca ha pasado nada. Y hoy, me rompen un cristal y se llevan tu toalla.

-  Bueno, hombre, tranquilo. La toalla era normal, no llevaba música incorporada. Lo peor es el cristal del coche. ¡Coño! También tiene gracia – por decir algo – que antes no hemos querido romper el cristal para coger las llaves y evitar el viaje a Amparo y ahora, tenemos el cristal roto. 

Fui en busca de nuestras respectivas esposas (ninguna ya lo es), para ponerlas al corriente de todas las peripecias que nos habían sucedido y sugerirlas – más bien, convencerlas – que visto lo visto, lo mejor era dar por terminada la jornada de playa y encaminarnos a casa, tomar un aperitivo mientras se hacía la paella y después dar buena cuenta de ella, acompañada de un buen cava, bien frío. Creo que lo del aperitivo fue la clave. Eso y todo lo que había pasado hasta entonces.

Después de ducharnos y ponernos cómodos, sacamos a la espaciosa terraza con vistas al mar, la paella, el butano, el arroz, los tropezones, el aceite, la sal y todo lo necesario para hacerla. Además, también nos servimos unos aperitivos y para no andar mezclando bebidas, empezamos a darle al cava, bien frío.

Sea por la razón que fuere, a Amparo, valenciana de pro – que hasta en el nombre lleva la marca – ese día la paella le salió mal. La cocina – como el fútbol – es un estado de ánimo y ese día, todo había salido mal, empezando por la estúpida discusión sobre las llaves del coche.

Si no hubiera sido por lo de las llaves, la picadura de la medusa, la avería de la Zodiac, tener que remar media hora para poder regresar a puerto, la multa de la Guardia Civil del mar, el cristal roto del coche, el robo de la toalla, y la mierda de la paella, la verdad es que el día habría sido perfecto.

 

viernes, julio 28, 2023

Valldemossa

Hay fechas, lugares y momentos en la vida en la que algunos de nuestros recuerdos se quedan grabados a fuego en nuestra memoria para siempre. Y eso es exactamente lo que me pasa a mí con el 28 de julio y Valldemossa.

A unos quince kilómetros de Palma de Mallorca, en dirección a la Sierra de Tramuntana, se encuentra incrustada entre montañas esta joya, conocida por ser el lugar en el que Chopin y su amante Aurore Lucile Dupin de Dudevant, - más conocida como George Sand – vivieron su amor durante un invierno en la Cartuja, que pasó así a la historia.

El 28 de julio la pequeña localidad de poco más de dos mil habitantes, se ve saturada de turistas y veraneantes venidos de toda la isla y el mundo entero, ansiosos por visitar La Cartuja, pasear por su empinadas y empedradas callejuelas, comprar los típicos recuerdos y saborear los productos de la zona.  Culmina así la celebración de sus fiestas patronales dedicadas a Santa Catalina Tomàs Gallard (1531–1574), más conocida entre los devotos lugareños como “La Beateta” o “Sor Tomasseta” que fue canonizada por el Papa Pio XI en 1930.

Fue por esas fechas, unas cuantas décadas atrás, cuando mis ex suegros, inauguraron el chalet que se habían construido a las afueras del pueblo, en dirección a Sóller. La casa fue bendecida por el párroco del pueblo, después de lo cual, se celebró una fiesta con amigos y familiares en los amplios jardines de la parte trasera.

Para los palmesanos, Valldemossa viene a ser algo así como El Escorial para los madrileños, un lugar en el que refugiarse del calor asfixiante del verano. Aquí, aunque por el día pueda hacer calor, el ambiente no es tan húmedo como en Palma, y por las noches refresca bastante y necesitas dormir con manta.

Mis suegros pasaban allí todo el verano y cada 28 de julio, rememoraban el feliz acontecimiento de la inauguración de la casa organizando una fiesta para amigos (muchos) y familiares (pocos). La única representante de la familia era una prima de mi suegro – Fina - y su familia, que vivían en Inca. Tenían todos un profundo acento mallorquín de pueblo, aderezado, por si fuera poco, con unos insufribles decibelios por encima de la media, lo que hacía que, cuando regresaban a su casa, agradecieras el silencio y la paz, aunque todavía te pitaban los oídos.  

El bufet en estas fiestas era variado y generoso; no faltaba el alcohol, ni el perfume de las flores que nos rodeaban, que con tanto mimo cuidaba mi suegra.

Allí pasé muchos veranos disfrutando del ritmo lento de la vida en comparación con la locura de Madrid, aunque ello supusiera una adaptación previa a la llegada y un síndrome post vacacional al regresar a la gran ciudad y al trabajo. Era allí, en el porche junto al jardín, cuando cada día al caer la tarde disfrutábamos de un gin tonic, sentados alrededor de una mesa con los aperitivos.

Fue en Valldemossa donde mi suegro y yo tuvimos una disparidad de criterios en relación a la situación política del momento que más tarde la conocimos como “la Transición”. Una época muy dura en la que algunos policías vestidos de gris, mataban por la espalda a manifestantes estudiantiles. Lo malo de aquel encuentro es que fue el primer año cuando nos empezamos a conocer. El hecho de que en su juventud hubiera servido en la División Azul y que yo tuviera veintipocos años, no eran factores que ayudaran al entendimiento. De hecho, en mitad del debate – que no discusión – se levantó, abandonó la reunión con el resto de la familia y se marchó a su cuarto sin despedirse. Pero yo creo que lo peor de todo, fue que él era socio del Barça. Una cosa es una cosa, pero hasta ahí podíamos llegar.

Los domingos al mediodía tocaba visitar a los Gaspart – tío del que fuera presidente del Barça - en su caserón, con mayordomo gay incluido. Una partida de petanca junto a la piscina y un gin tonic bajo la pérgola con una parra, acompañado de una coca de trampó, eran el preámbulo de la paella acompañada con cava bien frío. Fue allí, uno de esos días, cuando Felipe Gaspart dijo una frase que se me ha quedado grabada: “sólo los ricos compran barato”. Se acababa de gastar 3 millones de las antiguas pesetas en un viaje para 15 personas a Orlando, Florida, en hoteles de 5 estrellas super lujo, con todos los gastos imaginables incluidos. En este terreno también estaba incluido el alquiler de un vehículo gigantesco para todos y el cámara responsable de inmortalizar todo el viaje.

Fue allí, en Valldemossa, donde mi hijo recibió el bautismo. Una ceremonia oficiada – previa solicitud formal de mi consentimiento - en mallorquín, una lengua que con el tiempo y a fuerza de escuchar, llegué a comprender sin ningún problema.

Y fue allí, un 28 de julio, festividad de la Beata cuando le comuniqué a mi mujer que nos íbamos a divorciar.

Así es que sí, para mí el 28 de julio es una de esas fechas señaladas y Valldemossa un lugar especial.