Mallorca.
Vacaciones, sol, mar y paella. El plan no podía sonar mejor. Pero por algo una
de mis frases favoritas es “me encanta hacer planes para saber con exactitud lo
que NO va a pasar”.
Amparo y
Rafa eran matrimonio (ya no) y residentes en Palma de Mallorca. Nos invitaron a
pasar el día a la casa que los padres de Rafa tenían en el norte de la isla, en
Puerto Alcudia. Un caserón con más habitaciones que un hotel, pero que ese día
estaba a disposición de los hijos. Rafa había sugerido la posibilidad de hacer
pesca submarina, algo que suena bien y que parece fácil, hasta que te prestan
el snorkel, las gafas de bucear, las aletas, coges el fusil y te sumerges en
busca de pulpos, que, según el marinero de agua dulce de Rafa, poco más o menos
se suicidaban contra el arpón en cuanto te veían.
De
entrada, nada más bajar del coche, me di cuenta de que me había dejado la
toalla en el asiento trasero del Ford Fiesta. Al intentar abrir, la puerta
estaba bloqueada y le pedí a Rafa que la abriera con la llave. Fue entonces
cuando nos percatamos que, por esos extraños sortilegios del destino, las
llaves seguían puestas y las puertas cerradas. Era una de las gracias del Ford
Fiesta: que, levantando la manija de la puerta, podías bajar el seguro del
coche y cerrar la puerta. ¡Tiempos aquellos en los que no se había inventado el
mando a distancia!
Ante la
constatación del problema, siguió una poco sutil y delicada discusión entre
Rafa y Amparo por las consecuencias del error. Rafa intentó convencer a su
mujer que era ella la que no debía haber cerrado la puerta del copiloto de esa
forma. Y a su vez, Amparo, le dijo de manera educada, que el que conducía era
él y que no entendía por qué había dejado las llaves puestas. Tras una sucesión
de reproches, finalmente a Amparo se le ocurrió una idea que podría solventar
el problema.
-Voy a casa a por las otras
llaves.
-¿Y quién se queda aquí junto al coche para evitar que lo roben? – dijo
Rafa.
-¿Tú por ejemplo? – sugirió Amparo.
La idea no
pareció contentar a nadie, pero lo que parecía claro era que Rafa estaba
decidido a que su día de pesca submarina en busca de pulpos, no se lo iba a
quitar nadie.
Ver, lo
que se dice ver pulpos, no vi ninguno. Bien es cierto que la infinita habilidad
del bicho para camuflarse y mimetizarse con el entorno es proverbial, pero a
pesar de todo, sigo estando convencido de que allí no había ni uno. Claro que
tampoco llegué a las rocas del fondo, en donde habitualmente se suelen
esconder. Aquello estaba demasiado lejos de la superficie y luego había que
desandar el camino que habías bajado previamente y no era cuestión de morir ahogado
por pescar un pulpo.
De hecho,
no vi ningún pez susceptible de tener el tamaño suficiente como para ser
arponeado, y teniendo en cuenta que aquello era a pulmón libre, empecé a
percibir como una soberana estupidez, eso de estar asfixiado y sin haber
disparado ni una sola vez el maldito fusil. El capitán Garfio – o sea, Rafa –
una de las veces que salió a tomar aire se inquietó porque no había usado el
arpón, mientras me contaba que él lo había intentado en varias ocasiones pero
que los peces eran muy listos. Sea como fuere y sólo por la intención de poder
decir “al menos he disparado una vez el fusil”, conseguí atisbar a lo lejos un
pez, de tamaño ridículo y de mirada displicente. Me observó tan sólo un
instante como pensando “y este humano qué hace con ese pincho. Va a hacerse
daño o lo que es peor, va a hacer daño a alguien”. El caso es que no sé si por
su mirada, su desprecio o por vergüenza marina – que no torera – finalmente
apreté el gatillo del fusil y el arpón salió disparado. Fue entonces cuando
comprendí que un arpón no tiene el mismo alcance que un torpedo, por muy larga
que pueda ser la goma, porque en mi caso, el arpón se quedó como a cinco metros
de donde estaba nadando plácidamente el pez, ajeno casi total al ridículo que
estaba haciendo un servidor. No se tuvo que esforzar demasiado en hacer un leve
movimiento, más por prevención de que la goma que sujetaba el arpón al cuerpo
del fusil, se rompiera y por casualidad, pudiera alcanzarle. Al menos a Matrix,
las balas le pasaban cerca. No era este el caso.
Como mal menor
del ridículo que acababa de hacer, sólo habían sido testigo los pececillos, que
por allí intentaban disfrutar del domingo soleado, mientras un tarado con un
arpón, jugaba a ser un tiburón de pacotilla. Subí por enésima vez a tomar aire
e intentar rearmar el fusil, pero la tensión de la goma, era demasiado para mí.
Me pareció ridículo y me empezó a entrar complejo de mariquita: ¡cómo no iba a
ser capaz de tensar la goma del arpón! ¡Era ridículo! Pues sería ridículo, pero
no pude. Lo tuvo que “cargar” de nuevo el arquitecto, cuando a su vez, subió a
tomar aire.
Rafa
estaba entusiasmado con la experiencia, aunque hasta ese momento no había
pescado una mierda – o sea, lo mismo que yo -. Sin embargo, se empeñó en llevar
algo para la paella que su mujer, Amparo, nos iba a preparar más tarde.
Mientras
él volvía a bajar en busca de algún monstruo marino que llevarse a la boca más
tarde, yo decidí quedarme en superficie y disfrutar sin más del mar y del sol.
Pero el disfrute me duró poco.
De
repente, noté como un picor intenso cerca de la zona de la muñeca izquierda,
junto al reloj. No sabía muy bien a qué se debía, pero no tardé en adivinarlo.
En cuanto resurgió de las profundidades marinas el almirante, le conté lo que
me había pasado y enseguida entendió lo sucedido:
- Eso es que te ha picado una medusa. Se ha sentido atraída por el reloj.
- ¿Medusa? – exclamé, pensando en algún monstruo de las profundidades.
- Sí. Este año esto está lleno. Vámonos. Tienes que ponerte amoniaco cuanto
antes.
Dimos la
jornada de pesca por terminada, con el mismo éxito que cuando vas al casino - o
sea, no sacas nada- y nos dispusimos a volver a puerto. Una vez dentro de la
Zodiac, el motor se mostró algo reticente en arrancar, pero después de varios
intentos, Rafa consiguió ponerlo en marcha. Aunque, lamentablemente, no tardó
mucho en pararse definitivamente.
¡Vaya por
Dios! Parecía que la jornada perfecta, se complicaba por momentos. ¡Ja! Y
todavía quedaba lo mejor.
Sin el
único motor de la embarcación, sólo quedaba remar. Rafa tomó el primer relevo y
aunque no parecía haber entrenado ni con Oxford ni con Cambridge, la velocidad
no era mala. Además, no sería por falta de ejercicio y eso ayudaría a que la
paella entrara con más ganas. Lo malo fue que al poco de comenzar a remar, una
de las sujeciones de uno de los remos, se rompió. No aguantó la fuerza empleada
y al no estar hecho de un material apropiado, cascó. Así es que ahora, teníamos
un remo para dos tripulantes, que lógicamente tendríamos que compartir por
turnos, so pena de empezar a navegar en círculos, por la mayor potencia que
desarrolla la pala en vez de la mano. Y así lo hicimos. Mientras uno remaba por
su banda con el remo, el otro lo hacía por la suya, con la mano, cambiando cada
cierto tiempo, para compensar esfuerzos y rumbo. La distancia a la costa era
ridícula, pero remar es duro y parece que nunca llegas.
Finalmente,
y después de sudar lo nuestro, conseguimos arribar a puerto, dispuestos a
disfrutar lo que quedaba de mañana playera. Todavía no era mediodía y el día
había dado unas cuantas anécdotas para el recuerdo. Pero aún quedaban más.
Al llegar
a puerto, mientras intentábamos colocar la Zodiac en su trasportín y
engancharlo al remolque del Ford Fiesta, se presentó la Guardia Civil del mar.
-Buenos días – dijo con el saludo protocolario. ¿De quién es esta
embarcación?
-Mía – respondió el arquitecto.
-Deme los papeles, por favor.
-¿Papeles? ¿Qué papeles?
Después de
unos minutos de conversación con el agente y de que Rafa le hiciera saber “de
quién era hijo”, finalmente acordaron que Rafa tendría que poner al día los
papeles de la embarcación y presentarlos en un plazo de 10 días en el puesto de
la Benemérita, so pena de multa y posible incautación de la misma.
Al llegar
al coche, pudimos observar varias cosas:
a) Que las llaves, ya no estaban donde se las había dejado olvidadas Rafa, lo
cual hacía indicar que Amparo, había conseguido el segundo juego de llaves.
b) Que había un cristal roto.
c) Que mi toalla de baño, no estaba dentro.
Dadas las
circunstancias y habida cuenta de que al parecer en aquel lugar había gente
capaz de romper un cristal de un coche para robar una maldita toalla, parecía
más prudente no dejar la Zodiac enganchada al remolque, - tal y como era la
idea original - no fuera a aparecer alguien con ganas de llevarse todo: el
coche, la Zodiac y la toalla.
- Joder, macho. No lo entiendo – exclamó Rafa como aturdido -. En la vida me
ha pasado nada parecido. Aquí era un sitio donde incluso muchas veces hemos
dejado el coche abierto y nunca ha pasado nada. Y hoy, me rompen un cristal y
se llevan tu toalla.
- Bueno, hombre, tranquilo. La toalla era normal, no llevaba música
incorporada. Lo peor es el cristal del coche. ¡Coño! También tiene gracia – por
decir algo – que antes no hemos querido romper el cristal para coger las llaves
y evitar el viaje a Amparo y ahora, tenemos el cristal roto.
Fui en
busca de nuestras respectivas esposas (ninguna ya lo es), para ponerlas al
corriente de todas las peripecias que nos habían sucedido y sugerirlas – más
bien, convencerlas – que visto lo visto, lo mejor era dar por terminada la
jornada de playa y encaminarnos a casa, tomar un aperitivo mientras se hacía la
paella y después dar buena cuenta de ella, acompañada de un buen cava, bien
frío. Creo que lo del aperitivo fue la clave. Eso y todo lo que había pasado
hasta entonces.
Después de
ducharnos y ponernos cómodos, sacamos a la espaciosa terraza con vistas al mar,
la paella, el butano, el arroz, los tropezones, el aceite, la sal y todo lo
necesario para hacerla. Además, también nos servimos unos aperitivos y para no
andar mezclando bebidas, empezamos a darle al cava, bien frío.
Sea por la
razón que fuere, a Amparo, valenciana de pro – que hasta en el nombre lleva la
marca – ese día la paella le salió mal. La cocina – como el fútbol – es un
estado de ánimo y ese día, todo había salido mal, empezando por la estúpida
discusión sobre las llaves del coche.
Si no
hubiera sido por lo de las llaves, la picadura de la medusa, la avería de la
Zodiac, tener que remar media hora para poder regresar a puerto, la multa de la
Guardia Civil del mar, el cristal roto del coche, el robo de la toalla, y la
mierda de la paella, la verdad es que el día habría sido perfecto.