Aquí es donde me desahogo. A veces, no siempre, necesito escribir. Unas veces es un recuerdo propio, otras, lo tomo prestado; otras más, es alguna noticia que me llama la atención. Por eso, esto es el típico cajón de sastre en el que puedes encontrar de todo. Espero que encuentres algo que te haga disfrutar o te entretenga. Mis libros está en Amazon.
lunes, junio 02, 2025
La Metamorfosis
sábado, julio 27, 2024
Navegando a soplidos
El plan tenía todos los alicientes para convertir aquel día en una experiencia inolvidable. Navegar desde el puerto deportivo de Coloni Sant Jordi, en el sur de Mallorca, y llegar hasta la isla de Cabrera, a 12 millas náuticas. Pero una vez más se cumplió aquella ley no escrita que dice: «Me encanta hacer planes para saber exactamente lo que NO va a pasar».
Además del matrimonio propietario
del moto-velero, había seis adultos más y una buena colección de niños, primos
todos ellos entre sí. El avituallamiento incluía varias neveras con refrescos,
hielo y todo lo necesario para poder comer en el puerto de arribada, ya que la
isla, tenía carácter militar y no se podía descender a tierra, pero sí fondear.
El mar parecía una balsa de
aceite. El aire estaba en calma. De hecho, había calma chicha. La travesía se
presumía tranquila, apacible.
Una vez que todo el grupo subió a
bordo, se pusieron en marcha e iniciaron la jornada marinera. La primera
sorpresa fue que a alguien se le ocurrió la feliz idea de hacer un alto en la
travesía e intentar pescar algo con lo que poder complementar la comida que ya
estaba prevista.
El lugar señalado no distaba
mucho de un promontorio rocoso. Hacía allí se dirigieron manteniendo una
distancia más que prudente para evitar que el barco, de doce metros, fuera
arrastrado por la corriente y colisionara con las rocas. El ancla no tenía la
suficiente longitud para aferrase al fondo, por lo que fue imposible usarla. El
resultado fue que el barco se quedó al pairo, bamboleándose en todas
direcciones, como consecuencia de un oleaje cada vez más vivo que chocaba
contra las rocas y revolvía la superficie. Después de llevar allí un buen rato
sin haber pescado absolutamente nada, hubo que tomar la decisión de continuar
con la excursión. A lo infructuoso de la pesca se unía el hecho de que el barco
se acercaba a las rocas y, además, había algunos “marineros de agua dulce” que
habían empezado a marearse.
Reiniciaron la marcha y comenzaron
a disfrutar de ver cómo los delfines jugaban con ellos, saltando y cruzándose
por delante de la proa, haciendo las delicias de los más pequeños y de los que
no tan pequeños. Parecía que retaban al barco a una carrera mientras se
escuchaban los sonidos y chirríos que servían para comunicarse entre ellos.
Todos, - excepto el capitán, que nunca abandonó la caña, - se agolpaban a ambas
amuras en la proa, para disfrutar de los juguetones mamíferos. Alguno temió que
se pudieran hacer daño y golpearse contra el casco. Eran como un feliz presagio
de lo divertido que iba a ser el día.
Al llegar a Cabrera buscaron un
hueco entre las embarcaciones que había para echar el ancla y fondear en el
puerto, a una prudente distancia del resto, para evitar choques involuntarios.
Bajo un sol de justicia y una
brisa inexistente, desplegaron en la popa un toldo que – al menos - les
permitía comer sin sufrir una insolación. Antes de comer lo dispusieron todo
para darse un chapuzón, asegurándose que la escalera para subir a bordo estaba
desplegada. No sería el primer caso de amigos que se lanzan al agua a disfrutar
sin haber tomado la precaución de desplegar la escalera y que la cosa terminara
en tragedia.
Después de comer iniciaron los
preparativos para el regreso.
Al poco de salir del puerto
surgió un imprevisto: el motor se rompió y con ello también se rompió la magia
que había envuelto todo el día. Desde ese momento los delfines que nadaban y
saltaban a su alrededor ya no eran tan simpáticos ni hacían tanta gracia.
Algunos, incluso, comenzaron a pensar que sus saltos y sus cabriolas alrededor
del barco, eran más una burla, como queriendo decir “mirad qué rápido vamos y
qué libres somos mientras a vosotros os quedan horas antes de llegar a puerto”.
Al final los delfines debieron de aburrirse y les abandonaron. Ya sólo les
acompañaban los graznidos de las gaviotas.
El regreso al puerto de origen se
hizo interminable. Fue como un lento peregrinar sobre las tranquilas aguas del
Mediterráneo, a la increíble velocidad de unos 3 nudos a la hora y calma
chicha. El viaje les llevó unas 5 horas y costó un esfuerzo físico a todos,
pues tenían que abrir la vela Génova en una posición antinatural, como si se
tratara de un libro abierto, para así, intentar captar más viento. Para ayudar
a generar aire, alguien sugirió usar un abanico y a punto estuvo de ser pasado
por la quilla.
Entraron a puerto a eso de las 21.00. Los últimos rayos de sol se habían ocultado unos minutos antes. La muerte del motor hizo imposible la generación de electricidad, lo que tuvo como consecuencia que no se podían encender las luces del barco. Y eso sí que era peligroso. Tras asegurar el barco, atracarlo y colocar las defensas laterales, ya era noche cerrada. Llegaron justo a tiempo de quedar en mitad del mar y sin luces de posición. Luego, pensando con calma, alguien imaginó qué habría pasado si el motor se hubiera estropeado mientras hicieron la parada para pescar, cerca de las rocas.
miércoles, julio 17, 2024
Un día (casi) perfecto.
Mallorca. Vacaciones, sol, mar y paella. El plan no podía sonar mejor. Pero por algo una de mis frases favoritas es “me encanta hacer planes para saber con exactitud lo que NO va a pasar”.
Amparo y Rafa eran matrimonio (ya no) y residentes en Palma de Mallorca. Nos invitaron a pasar el día a la casa que los padres de Rafa tenían en el norte de la isla, en Puerto Alcudia. Un caserón con más habitaciones que un hotel, pero que ese día estaba a disposición de los hijos. Rafa había sugerido la posibilidad de hacer pesca submarina, algo que suena bien y que parece fácil, hasta que te prestan el snorkel, las gafas de bucear, las aletas, coges el fusil y te sumerges en busca de pulpos, que, según el marinero de agua dulce de Rafa, poco más o menos se suicidaban contra el arpón en cuanto te veían.
De entrada, nada más bajar del coche, me di cuenta de que me había dejado la toalla en el asiento trasero del Ford Fiesta. Al intentar abrir, la puerta estaba bloqueada y le pedí a Rafa que la abriera con la llave. Fue entonces cuando nos percatamos que, por esos extraños sortilegios del destino, las llaves seguían puestas y las puertas cerradas. Era una de las gracias del Ford Fiesta: que, levantando la manija de la puerta, podías bajar el seguro del coche y cerrar la puerta. ¡Tiempos aquellos en los que no se había inventado el mando a distancia!
Ante la constatación del problema, siguió una poco sutil y delicada discusión entre Rafa y Amparo por las consecuencias del error. Rafa intentó convencer a su mujer que era ella la que no debía haber cerrado la puerta del copiloto de esa forma. Y a su vez, Amparo, le dijo de manera educada, que el que conducía era él y que no entendía por qué había dejado las llaves puestas. Tras una sucesión de reproches, finalmente a Amparo se le ocurrió una idea que podría solventar el problema.
-Voy a casa a por las otras
llaves.
-¿Y quién se queda aquí junto al coche para evitar que lo roben? – dijo
Rafa.
-¿Tú por ejemplo? – sugirió Amparo.
La idea no pareció contentar a nadie, pero lo que parecía claro era que Rafa estaba decidido a que su día de pesca submarina en busca de pulpos, no se lo iba a quitar nadie.
Ver, lo
que se dice ver pulpos, no vi ninguno. Bien es cierto que la infinita habilidad
del bicho para camuflarse y mimetizarse con el entorno es proverbial, pero a
pesar de todo, sigo estando convencido de que allí no había ni uno. Claro que
tampoco llegué a las rocas del fondo, en donde habitualmente se suelen
esconder. Aquello estaba demasiado lejos de la superficie y luego había que
desandar el camino que habías bajado previamente y no era cuestión de morir ahogado
por pescar un pulpo.
De hecho, no vi ningún pez susceptible de tener el tamaño suficiente como para ser arponeado, y teniendo en cuenta que aquello era a pulmón libre, empecé a percibir como una soberana estupidez, eso de estar asfixiado y sin haber disparado ni una sola vez el maldito fusil. El capitán Garfio – o sea, Rafa – una de las veces que salió a tomar aire se inquietó porque no había usado el arpón, mientras me contaba que él lo había intentado en varias ocasiones pero que los peces eran muy listos. Sea como fuere y sólo por la intención de poder decir “al menos he disparado una vez el fusil”, conseguí atisbar a lo lejos un pez, de tamaño ridículo y de mirada displicente. Me observó tan sólo un instante como pensando “y este humano qué hace con ese pincho. Va a hacerse daño o lo que es peor, va a hacer daño a alguien”. El caso es que no sé si por su mirada, su desprecio o por vergüenza marina – que no torera – finalmente apreté el gatillo del fusil y el arpón salió disparado. Fue entonces cuando comprendí que un arpón no tiene el mismo alcance que un torpedo, por muy larga que pueda ser la goma, porque en mi caso, el arpón se quedó como a cinco metros de donde estaba nadando plácidamente el pez, ajeno casi total al ridículo que estaba haciendo un servidor. No se tuvo que esforzar demasiado en hacer un leve movimiento, más por prevención de que la goma que sujetaba el arpón al cuerpo del fusil, se rompiera y por casualidad, pudiera alcanzarle. Al menos a Matrix, las balas le pasaban cerca. No era este el caso.
Como mal menor del ridículo que acababa de hacer, sólo habían sido testigo los pececillos, que por allí intentaban disfrutar del domingo soleado, mientras un tarado con un arpón, jugaba a ser un tiburón de pacotilla. Subí por enésima vez a tomar aire e intentar rearmar el fusil, pero la tensión de la goma, era demasiado para mí. Me pareció ridículo y me empezó a entrar complejo de mariquita: ¡cómo no iba a ser capaz de tensar la goma del arpón! ¡Era ridículo! Pues sería ridículo, pero no pude. Lo tuvo que “cargar” de nuevo el arquitecto, cuando a su vez, subió a tomar aire.
Rafa estaba entusiasmado con la experiencia, aunque hasta ese momento no había pescado una mierda – o sea, lo mismo que yo -. Sin embargo, se empeñó en llevar algo para la paella que su mujer, Amparo, nos iba a preparar más tarde.
Mientras él volvía a bajar en busca de algún monstruo marino que llevarse a la boca más tarde, yo decidí quedarme en superficie y disfrutar sin más del mar y del sol. Pero el disfrute me duró poco.
De repente, noté como un picor intenso cerca de la zona de la muñeca izquierda, junto al reloj. No sabía muy bien a qué se debía, pero no tardé en adivinarlo. En cuanto resurgió de las profundidades marinas el almirante, le conté lo que me había pasado y enseguida entendió lo sucedido:
- Eso es que te ha picado una medusa. Se ha sentido atraída por el reloj.
- ¿Medusa? – exclamé, pensando en algún monstruo de las profundidades.
- Sí. Este año esto está lleno. Vámonos. Tienes que ponerte amoniaco cuanto antes.
Dimos la
jornada de pesca por terminada, con el mismo éxito que cuando vas al casino - o
sea, no sacas nada- y nos dispusimos a volver a puerto. Una vez dentro de la
Zodiac, el motor se mostró algo reticente en arrancar, pero después de varios
intentos, Rafa consiguió ponerlo en marcha. Aunque, lamentablemente, no tardó
mucho en pararse definitivamente.
¡Vaya por Dios! Parecía que la jornada perfecta, se complicaba por momentos. ¡Ja! Y todavía quedaba lo mejor.
Sin el único motor de la embarcación, sólo quedaba remar. Rafa tomó el primer relevo y aunque no parecía haber entrenado ni con Oxford ni con Cambridge, la velocidad no era mala. Además, no sería por falta de ejercicio y eso ayudaría a que la paella entrara con más ganas. Lo malo fue que al poco de comenzar a remar, una de las sujeciones de uno de los remos, se rompió. No aguantó la fuerza empleada y al no estar hecho de un material apropiado, cascó. Así es que ahora, teníamos un remo para dos tripulantes, que lógicamente tendríamos que compartir por turnos, so pena de empezar a navegar en círculos, por la mayor potencia que desarrolla la pala en vez de la mano. Y así lo hicimos. Mientras uno remaba por su banda con el remo, el otro lo hacía por la suya, con la mano, cambiando cada cierto tiempo, para compensar esfuerzos y rumbo. La distancia a la costa era ridícula, pero remar es duro y parece que nunca llegas.
Finalmente, y después de sudar lo nuestro, conseguimos arribar a puerto, dispuestos a disfrutar lo que quedaba de mañana playera. Todavía no era mediodía y el día había dado unas cuantas anécdotas para el recuerdo. Pero aún quedaban más.
Al llegar a puerto, mientras intentábamos colocar la Zodiac en su trasportín y engancharlo al remolque del Ford Fiesta, se presentó la Guardia Civil del mar.
-Buenos días – dijo con el saludo protocolario. ¿De quién es esta
embarcación?
-Mía – respondió el arquitecto.
-Deme los papeles, por favor.
-¿Papeles? ¿Qué papeles?
Después de
unos minutos de conversación con el agente y de que Rafa le hiciera saber “de
quién era hijo”, finalmente acordaron que Rafa tendría que poner al día los
papeles de la embarcación y presentarlos en un plazo de 10 días en el puesto de
la Benemérita, so pena de multa y posible incautación de la misma.
Al llegar al coche, pudimos observar varias cosas:
a) Que las llaves, ya no estaban donde se las había dejado olvidadas Rafa, lo
cual hacía indicar que Amparo, había conseguido el segundo juego de llaves.
b) Que había un cristal roto.
c) Que mi toalla de baño, no estaba dentro.
Dadas las circunstancias y habida cuenta de que al parecer en aquel lugar había gente capaz de romper un cristal de un coche para robar una maldita toalla, parecía más prudente no dejar la Zodiac enganchada al remolque, - tal y como era la idea original - no fuera a aparecer alguien con ganas de llevarse todo: el coche, la Zodiac y la toalla.
- Joder, macho. No lo entiendo – exclamó Rafa como aturdido -. En la vida me
ha pasado nada parecido. Aquí era un sitio donde incluso muchas veces hemos
dejado el coche abierto y nunca ha pasado nada. Y hoy, me rompen un cristal y
se llevan tu toalla.
- Bueno, hombre, tranquilo. La toalla era normal, no llevaba música incorporada. Lo peor es el cristal del coche. ¡Coño! También tiene gracia – por decir algo – que antes no hemos querido romper el cristal para coger las llaves y evitar el viaje a Amparo y ahora, tenemos el cristal roto.
Fui en
busca de nuestras respectivas esposas (ninguna ya lo es), para ponerlas al
corriente de todas las peripecias que nos habían sucedido y sugerirlas – más
bien, convencerlas – que visto lo visto, lo mejor era dar por terminada la
jornada de playa y encaminarnos a casa, tomar un aperitivo mientras se hacía la
paella y después dar buena cuenta de ella, acompañada de un buen cava, bien
frío. Creo que lo del aperitivo fue la clave. Eso y todo lo que había pasado
hasta entonces.
Después de ducharnos y ponernos cómodos, sacamos a la espaciosa terraza con vistas al mar, la paella, el butano, el arroz, los tropezones, el aceite, la sal y todo lo necesario para hacerla. Además, también nos servimos unos aperitivos y para no andar mezclando bebidas, empezamos a darle al cava, bien frío.
Sea por la razón que fuere, a Amparo, valenciana de pro – que hasta en el nombre lleva la marca – ese día la paella le salió mal. La cocina – como el fútbol – es un estado de ánimo y ese día, todo había salido mal, empezando por la estúpida discusión sobre las llaves del coche.
Si no hubiera sido por lo de las llaves, la picadura de la medusa, la avería de la Zodiac, tener que remar media hora para poder regresar a puerto, la multa de la Guardia Civil del mar, el cristal roto del coche, el robo de la toalla, y la mierda de la paella, la verdad es que el día habría sido perfecto.
viernes, julio 28, 2023
Valldemossa
Hay fechas, lugares y momentos en la vida en la que algunos de nuestros recuerdos se quedan grabados a fuego en nuestra memoria para siempre. Y eso es exactamente lo que me pasa a mí con el 28 de julio y Valldemossa.
A unos quince kilómetros de Palma
de Mallorca, en dirección a la Sierra de Tramuntana, se encuentra incrustada
entre montañas esta joya, conocida por ser el lugar en el que Chopin y su
amante Aurore Lucile Dupin de Dudevant, - más conocida como George
Sand – vivieron su amor durante un invierno en la Cartuja, que pasó así a la
historia.
El 28 de julio la pequeña localidad
de poco más de dos mil habitantes, se ve saturada de turistas y veraneantes
venidos de toda la isla y el mundo entero, ansiosos por visitar La Cartuja,
pasear por su empinadas y empedradas callejuelas, comprar los típicos recuerdos
y saborear los productos de la zona. Culmina
así la celebración de sus fiestas patronales dedicadas a Santa Catalina Tomàs
Gallard (1531–1574), más conocida entre los devotos lugareños como “La Beateta” o “Sor
Tomasseta” que fue canonizada por el Papa Pio XI en 1930.
Fue por esas fechas, unas cuantas
décadas atrás, cuando mis ex suegros, inauguraron el chalet que se habían
construido a las afueras del pueblo, en dirección a Sóller. La casa fue
bendecida por el párroco del pueblo, después de lo cual, se celebró una fiesta
con amigos y familiares en los amplios jardines de la parte trasera.
Para los palmesanos, Valldemossa
viene a ser algo así como El Escorial para los madrileños, un lugar en el que
refugiarse del calor asfixiante del verano. Aquí, aunque por el día pueda hacer
calor, el ambiente no es tan húmedo como en Palma, y por las noches refresca
bastante y necesitas dormir con manta.
Mis suegros pasaban allí todo el
verano y cada 28 de julio, rememoraban el feliz acontecimiento de la
inauguración de la casa organizando una fiesta para amigos (muchos) y
familiares (pocos). La única representante de la familia era una prima de mi
suegro – Fina - y su familia, que vivían en Inca. Tenían todos un profundo
acento mallorquín de pueblo, aderezado, por si fuera poco, con unos insufribles
decibelios por encima de la media, lo que hacía que, cuando regresaban a su
casa, agradecieras el silencio y la paz, aunque todavía te pitaban los oídos.
El bufet en estas fiestas era variado
y generoso; no faltaba el alcohol, ni el perfume de las flores que nos
rodeaban, que con tanto mimo cuidaba mi suegra.
Allí pasé muchos veranos
disfrutando del ritmo lento de la vida en comparación con la locura de Madrid,
aunque ello supusiera una adaptación previa a la llegada y un síndrome post
vacacional al regresar a la gran ciudad y al trabajo. Era allí, en el porche
junto al jardín, cuando cada día al caer la tarde disfrutábamos de un gin tonic,
sentados alrededor de una mesa con los aperitivos.
Fue en Valldemossa donde mi
suegro y yo tuvimos una disparidad de criterios en relación a la situación
política del momento que más tarde la conocimos como “la Transición”. Una época
muy dura en la que algunos policías vestidos de gris, mataban por la espalda a manifestantes
estudiantiles. Lo malo de aquel encuentro es que fue el primer año cuando nos
empezamos a conocer. El hecho de que en su juventud hubiera servido en la
División Azul y que yo tuviera veintipocos años, no eran factores que ayudaran al
entendimiento. De hecho, en mitad del debate – que no discusión – se levantó,
abandonó la reunión con el resto de la familia y se marchó a su cuarto sin
despedirse. Pero yo creo que lo peor de todo, fue que él era socio del Barça. Una
cosa es una cosa, pero hasta ahí podíamos llegar.
Los domingos al mediodía tocaba
visitar a los Gaspart – tío del que fuera presidente del Barça - en su caserón,
con mayordomo gay incluido. Una partida de petanca junto a la piscina y un gin
tonic bajo la pérgola con una parra, acompañado de una coca de trampó, eran el
preámbulo de la paella acompañada con cava bien frío. Fue allí, uno de esos
días, cuando Felipe Gaspart dijo una frase que se me ha quedado grabada: “sólo
los ricos compran barato”. Se acababa de gastar 3 millones de las antiguas
pesetas en un viaje para 15 personas a Orlando, Florida, en hoteles de 5
estrellas super lujo, con todos los gastos imaginables incluidos. En este
terreno también estaba incluido el alquiler de un vehículo gigantesco para
todos y el cámara responsable de inmortalizar todo el viaje.
Fue allí, en Valldemossa, donde
mi hijo recibió el bautismo. Una ceremonia oficiada – previa solicitud formal
de mi consentimiento - en mallorquín, una lengua que con el tiempo y a fuerza
de escuchar, llegué a comprender sin ningún problema.
Y fue allí, un 28 de julio, festividad
de la Beata cuando le comuniqué a mi mujer que nos íbamos a divorciar.
Así es que sí, para mí el 28 de
julio es una de esas fechas señaladas y Valldemossa un lugar especial.