El plan tenía todos los alicientes para convertir aquel día en una experiencia inolvidable. Navegar desde el puerto deportivo de Coloni Sant Jordi, en el sur de Mallorca, y llegar hasta la isla de Cabrera, a 12 millas náuticas. Pero una vez más se cumplió aquella ley no escrita que dice: «Me encanta hacer planes para saber exactamente lo que NO va a pasar».
Además del matrimonio propietario
del moto-velero, había seis adultos más y una buena colección de niños, primos
todos ellos entre sí. El avituallamiento incluía varias neveras con refrescos,
hielo y todo lo necesario para poder comer en el puerto de arribada, ya que la
isla, tenía carácter militar y no se podía descender a tierra, pero sí fondear.
El mar parecía una balsa de
aceite. El aire estaba en calma. De hecho, había calma chicha. La travesía se
presumía tranquila, apacible.
Una vez que todo el grupo subió a
bordo, se pusieron en marcha e iniciaron la jornada marinera. La primera
sorpresa fue que a alguien se le ocurrió la feliz idea de hacer un alto en la
travesía e intentar pescar algo con lo que poder complementar la comida que ya
estaba prevista.
El lugar señalado no distaba
mucho de un promontorio rocoso. Hacía allí se dirigieron manteniendo una
distancia más que prudente para evitar que el barco, de doce metros, fuera
arrastrado por la corriente y colisionara con las rocas. El ancla no tenía la
suficiente longitud para aferrase al fondo, por lo que fue imposible usarla. El
resultado fue que el barco se quedó al pairo, bamboleándose en todas
direcciones, como consecuencia de un oleaje cada vez más vivo que chocaba
contra las rocas y revolvía la superficie. Después de llevar allí un buen rato
sin haber pescado absolutamente nada, hubo que tomar la decisión de continuar
con la excursión. A lo infructuoso de la pesca se unía el hecho de que el barco
se acercaba a las rocas y, además, había algunos “marineros de agua dulce” que
habían empezado a marearse.
Reiniciaron la marcha y comenzaron
a disfrutar de ver cómo los delfines jugaban con ellos, saltando y cruzándose
por delante de la proa, haciendo las delicias de los más pequeños y de los que
no tan pequeños. Parecía que retaban al barco a una carrera mientras se
escuchaban los sonidos y chirríos que servían para comunicarse entre ellos.
Todos, - excepto el capitán, que nunca abandonó la caña, - se agolpaban a ambas
amuras en la proa, para disfrutar de los juguetones mamíferos. Alguno temió que
se pudieran hacer daño y golpearse contra el casco. Eran como un feliz presagio
de lo divertido que iba a ser el día.
Al llegar a Cabrera buscaron un
hueco entre las embarcaciones que había para echar el ancla y fondear en el
puerto, a una prudente distancia del resto, para evitar choques involuntarios.
Bajo un sol de justicia y una
brisa inexistente, desplegaron en la popa un toldo que – al menos - les
permitía comer sin sufrir una insolación. Antes de comer lo dispusieron todo
para darse un chapuzón, asegurándose que la escalera para subir a bordo estaba
desplegada. No sería el primer caso de amigos que se lanzan al agua a disfrutar
sin haber tomado la precaución de desplegar la escalera y que la cosa terminara
en tragedia.
Después de comer iniciaron los
preparativos para el regreso.
Al poco de salir del puerto
surgió un imprevisto: el motor se rompió y con ello también se rompió la magia
que había envuelto todo el día. Desde ese momento los delfines que nadaban y
saltaban a su alrededor ya no eran tan simpáticos ni hacían tanta gracia.
Algunos, incluso, comenzaron a pensar que sus saltos y sus cabriolas alrededor
del barco, eran más una burla, como queriendo decir “mirad qué rápido vamos y
qué libres somos mientras a vosotros os quedan horas antes de llegar a puerto”.
Al final los delfines debieron de aburrirse y les abandonaron. Ya sólo les
acompañaban los graznidos de las gaviotas.
El regreso al puerto de origen se
hizo interminable. Fue como un lento peregrinar sobre las tranquilas aguas del
Mediterráneo, a la increíble velocidad de unos 3 nudos a la hora y calma
chicha. El viaje les llevó unas 5 horas y costó un esfuerzo físico a todos,
pues tenían que abrir la vela Génova en una posición antinatural, como si se
tratara de un libro abierto, para así, intentar captar más viento. Para ayudar
a generar aire, alguien sugirió usar un abanico y a punto estuvo de ser pasado
por la quilla.
Entraron a puerto a eso de las 21.00. Los últimos rayos de sol se habían ocultado unos minutos antes. La muerte del motor hizo imposible la generación de electricidad, lo que tuvo como consecuencia que no se podían encender las luces del barco. Y eso sí que era peligroso. Tras asegurar el barco, atracarlo y colocar las defensas laterales, ya era noche cerrada. Llegaron justo a tiempo de quedar en mitad del mar y sin luces de posición. Luego, pensando con calma, alguien imaginó qué habría pasado si el motor se hubiera estropeado mientras hicieron la parada para pescar, cerca de las rocas.
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