Al salir de Foz ya había oscurecido totalmente a pesar de que eran poco más de las seis. Por delante teníamos algo más de doscientos kilómetros y unas dos horas y media hasta nuestro destino.
El
trayecto hasta Lugo fue como la seda a través, primero, de la A-8 y después de
la A-6. A partir de Lugo, tuvimos que coger la LU-546, que no estaba mal, ni
mucho menos, hasta Monforte de Lemos. Después la N-120 hasta que, en un momento
determinado, el GPS te indica que tienes que dar un giro de casi 180º a la
izquierda. Giro que se confirma con una señal en la que te indican que ese es
el camino del Parador. A partir de ese momento, los caminos y senderos por los
que habíamos transitado anteriormente en busca de lejanos faros inaccesibles y
montes abruptos, empezaron a parecernos autopistas, en comparación con lo que
nos íbamos encontrando a medida que avanzábamos. Desde entonces, jamás olvidaré
el nombre de esa carretera: OU-555. Encima, con rima fácil y por triplicado.
Desde
el mismo instante que tomamos el desvío supimos que teníamos otro reto por
delante. La noche era negra, sin un ápice de luz. La carretera, no muy ancha,
lo justo para pasar dos coches uno en cada sentido. No me imagino lo que habría
pasado si me llego a encontrar con el conductor suicida del camión del butano,
que entraba derrapando en las curvas por un sendero de cabras. La calzada, sin
ningún tipo de pintura, ni siquiera en los arcenes. Y para colmo éramos los
únicos que circulaban por allí. Eso tenía una ventaja: con las luces largas del
vehículo era casi mejor que conducir de día. La mala noticia era más propia de
un pesimista: en caso de avería o contratiempo … mejor no pensar en ello.
A
medida que nos acercábamos al Parador el camino se hacía más y más dificultoso.
Una pronunciada pendiente, unas curvas muy cerradas y una oscuridad absoluta,
nos obligaron a meter la segunda marcha y prestar atención al camino.
Atravesamos una zona boscosa, solitaria, aislada. No divisamos ningún tipo de
vivienda. De hecho, no divisamos más vida que la de nuestros corazones. Tal era
la sensación de inquietud, que en un momento dado tuve que detenerme un momento
y salir para satisfacer mis necesidades físicas más primarias y mi mujer me
preguntó si iba a parar en ese sitio. La respuesta era clara: sí. No estaba
dispuesto a afrontar las consecuencias de no hacerlo, aunque debo confesar, que
no me sentía muy tranquilo.
La
imagen era de película de terror. Dos personas viajan en su coche por una
carretera de tercer orden, durante una noche heladora y oscura, y al día
siguiente, unos senderistas, descubren el coche aun con el motor en marcha, las
puertas abiertas, un charco de sangre enorme, y sin rastro de sus ocupantes.
No
es una idea que favorezca una meada larga y placentera en mitad del bosque. Uno
no puede evitar estar atento a cualquier ruido que pudiera producirse a mis
espaldas, pero al fin, pude dar por terminada la operación y continuar nuestro
camino, no sin antes cerciorarme de que por el retrovisor no había nada. Ni
nadie. Habíamos escapado del chupacabras.
Cuando
llegamos al Parador
de Santo Estevo eran casi las 21.30. El aparcamiento exterior estaba a
reventar, así es que no nos quedó más alternativa que bajar al subterráneo,
algo que tampoco me disgustaba. Al bajar comprobamos que también tenía una
buena cantidad de vehículos, así es que, el Parador, debía estar a rebosar.
Cogimos nuestras maletas y fuimos derechos al ascensor. Al salir al exterior, hacía frío. El silencio era absoluto y la entrada principal estaba a nuestra derecha, en la otra punta en diagonal a nuestra posición. Hacia allí nos encaminamos.
El
escándalo que provocaban las ruedas de nuestras maletas rodando por el suelo de
piedra del exterior del antiguo monasterio, resultaba obsceno en aquella
atmósfera que invitaba a la paz y al recogimiento.
Después
de traspasar el umbral de la puerta principal del Parador uno no puede por
menos que sentirse maravillado por la visión del claustro de portería, también
llamado claustro de los caballeros, con sus dimensiones magníficas, de una belleza
incomparable y rebosante de historia y cultura, mientras tú, pobre infeliz, vas
arrastrando dos maletas como si de un lacayo medieval se tratara y vistes como
si lo fueras en verdad, en vez de portar ropajes de príncipe acordes al lugar.
Siguiendo las indicaciones – aquí sí que las había, no como en el de Portugal – y bordeando el patio, llegamos caminando por los soportales hasta la Recepción. Eran las 21.30 y nosotros habíamos comenzado el día temprano cerca de Malpica. Después vino todo lo demás.
- Buenas
noches, señor Usín – me saludó una señora de Recepción, muy simpática.
Algo
sorprendido, porque no me había dado tiempo de decir mi nombre, era la primera
vez que iba y, sin embargo, no dudó ni un segundo en llamarme por mi apellido,
no resistí la tentación de preguntar cómo sabía que era yo.
- Usted
es el último que nos quedaba – respondió ella.
- Lo
suponía, pero tenía que intentarlo.
Después
de registrarnos le preguntamos por algunos lugares para visitar por la zona. Finalmente,
abandonamos el mostrador, cargados de mapas y planos en dirección a nuestra
habitación.
Nada
más entrar en ella y antes, incluso de terminar de acomodarnos, salimos al
pasillo – acristalado - que daba al claustro para hacer alguna foto. La
iluminación proporcionaba una agradable sensación de calidez. Sin duda, una
bienvenida cálida.
Después,
tomamos posesión oficial de la habitación. Debido a lo arduo que había sido el
día en experiencias, la verdad es que estábamos hechos fosfatina. Después del
escalope a la milanesa que me habían puesto a la hora de la comida, ni siquiera
tenía hambre. Creo que me dolían músculos que no sabía que tenía y, por
supuesto, tampoco sabía cómo se llaman. Simplemente queríamos descansar. Pero
antes, echamos un ojo a los mapas que nos habían dado en Recepción y trazamos
un plan para el día siguiente. Bueno, más que para todo el día, para la mañana.
La tarde ya la teníamos comprometida, porque junto con la reserva de la
estancia en el Parador, reservamos un recorrido por una ruta fluvial por el
cañón del río Sil. Eso sería por la tarde. Intentamos el recorrido de por la
mañana, pero estaba completo.
A
la mañana siguiente, después de haber descansado plácidamente, nos dirigimos a
desayunar. Teniendo en cuenta que la noche anterior y por muy buenas razones,
no habíamos cenado, la mera visión de aquel espectáculo gastronómico que se
presentó, nos abrió repentinamente el apetito y nos convirtió en dos tragaldabas
insaciables.
Costaba
tomar una decisión a la hora de escoger qué colocabas sobre el plato y qué
dejabas en los expositores. Estaban las diferentes clases de bollería a cada
cual más apetitosa; la parte de desayunos sanos a base de zumos, frutas,
yogures y demás; las distintas clases de pan. La solución fue sencilla: hacías cuantos
viajes fueren menester y problema resuelto.
Después
del festín Pantagruélico del desayuno decidimos visitar a la luz del nuevo día
lo que la noche anterior no nos fue posible. Fue así como pudimos disfrutar,
aún más, de la belleza del lugar, de su entorno y del enclavamiento singular
que lo convierte en algo único.
Visitamos
el cementerio y la iglesia, esta última una auténtica
belleza. Del campo santo me llamó la atención lo bien cuidado que estaba y la abundancia
de flores frescas en las tumbas. Parecía que recibían atención con frecuencia.
Tras
lo cual, nos encaminamos a Castro Caldelas.
Más
o menos a mitad de camino entre Santo Estevo y Castro Caldelas, nos detuvimos
un momento para disfrutar del Mirador de Cabezoá y de sus magníficas vistas. A
la belleza natural del paisaje se unía la de ser los únicos que podíamos
disfrutar de ella a nuestro antojo, libres de la masificación turística que,
sin duda, habrá en otras épocas.
Ya
en Castro, quisimos visitar el castillo de Castro Caldelas o castillo de los
Condes de Lemos, es una fortaleza medieval ubicada en pleno centro de la
localidad, pero la fatalidad quiso que no fuera posible porque estaban
realizando obras de mantenimiento y mejora. Tan sólo pudimos echar un vistazo a
la planta baja, donde se había habilitado un mini museo con herramientas y
utensilios de la época usados en su construcción.
Al
descender hasta el centro del pueblo, justo al otro lado de la carretera que lo
divide, encontramos una iglesia. Probamos suerte y permanecía abierta. Era el Santuario de Nuestra Señora de los
Remedios.
Después
de nuestra visita todavía teníamos tiempo de sobra para regresar y llegar a
nuestra cita con la embarcación que nos llevaría por el río Sil. A mi mujer se
le ocurrió la feliz idea de ir al embarcadero, pero no por el mismo camino que
habíamos usado al venir, sino por otro alternativo. El objetivo era visitar
otros miradores que aparecían en el mapa que nos dieron en el Parador.
Confiamos
demasiado en la capacidad del GPS, de Google Maps y de Android Auto. En
nuestros cálculos no habíamos tenido en cuenta que por ciertos parajes, por muy
bucólicos y hermosos que sean, allí no llegan ni los satélites ni casi la
civilización, por lo que, cuando estás en mitad de un monte, pierdes la señal
del GPS, no sabes hacia dónde tienes que tirar y en más de una ocasión percibes
que por ese sitio ya has pasado tres veces, es cuando empiezas a jurar en
arameo, al tiempo que intentas por todos los medios orientarte y regresar a
algún punto que te sirva de referencia para poder regresar, aunque sea por el
mismo camino ya transitado por la mañana.
En
momentos así me he llegado a plantear la posibilidad de realizar algún curso de
navegación basado en la observación de las estrellas o cualquiera otro que los
navegantes españoles y portugueses utilizaran en sus desplazamientos por la mar
océana hacia destinos ignotos.
Por
algún extraño sortilegio conseguimos encontrar el camino de regreso con tiempo
suficiente para llegar al embarcadero, dejar el coche y hasta tomarnos un café
mientras disfrutábamos de las vistas. Fuimos los primeros en llegar, es cierto,
pero eso de llegar tarde a una cita, sea del tipo que sea, lo llevo peor que un
pecado. Imagino que debe ser una tara de tipo freudiano de mi época del
colegio, cuando llegaba tarde todas las tardes, valga la redundancia, pero
después de haber estado dando tumbos por esos montes perdidos me pareció casi
milagroso.
La
cafetería tenía un rincón habilitado para que los usuarios del catamarán
cumplieran con la obligación de identificarse antes de embarcar. Después de
hacerlo, pedimos un café y nos sentamos en la terraza a disfrutar de la vista, a
la espera de la hora señalada.
Aunque
el día era soleado la temperatura era fresca. Vulgarmente se habla de navegar
por el río Sil, pero, en realidad se trata de un embalse, no de un río
propiamente dicho, por lo que la superficie del agua era como un espejo en el
que se reflejaban las laderas que la protegían.
Observamos
lo escarpado de las paredes del cañón y con el zoom de la cámara de fotos, la
increíble dificultad del terreno para el cultivo de la vid, en reducidas
parcelas de terreno y cuyo proceso debe realizarse totalmente a mano.
Las
vertientes de solana ofrecían una paleta de colores de encinas, alcornoques,
madroños y otras especies mediterráneas, mientras que las que tenían
orientación norte albergaban robledales (ocasionalmente mezclados con
castañares) bien preservados por su vertiginoso desnivel.
Todo
ello conformaba una imagen idílica, aunque imagino que no lo sería tanto para
aquellos que dedicaban su vida y su esfuerzo al cultivo de sus viñedos en unos
terrenos donde debía habitar la cabra hispánica.
Estábamos
absortos en esta atmósfera de paz, quietud, y silencio, cuando, de repente,
apareció un numeroso grupo directamente expulsados de un autobús de turistas.
Me dio la impresión de que venían de comer, porque estaban todos muy animados
en conversaciones que, en general, se desarrollaban con algunos decibelios por
encima de lo agradable.
Una
de mis manías confesables, es que siempre me fijo en el calzado de las
personas, ya sean hombres, mujeres, niños, presentadores de televisión,
parroquianos en un bar, cafetería, restaurante…Siempre y a todos. La otra manía
está íntimamente ligada a la anterior. También me fijo en la manera de vestir y
de este numeroso grupo me llamó la atención que, mientras yo llevaba puesto el
plumas y no me sobraba nada, muchos de ellos llevaban ropa mucho más ligera de
lo que las circunstancias aconsejaban. Además, y eso es otra de mis manís, me
fijé en su acento y me pareció que provenían de Canarias, con lo que, de ser
cierto, mis observaciones acerca de la vestimenta y el calzado encajaban. Pensé
que en cuanto los últimos rayos de sol se ocultaran tras los picos más altos,
lo iban a pasar mal. Creo que no me equivoqué.
A
la hora convenida los responsables del embarque nos llamaron por riguroso
orden. Un orden que ellos habían establecido sin informar de ello a nadie. Para
que no se formaran aglomeraciones que podrían terminar en algún tipo de
incidente, los pasajeros accedían a la embarcación en grupos de diez. Los
primeros en ser llamados fueron, precisamente, los turistas del autobús.
El
catamarán tenía una cubierta en la parte superior, al descubierto, y otra
inferior, completamente cerrada. Yo pensé que, si todos decidían asentarse en
la interior, a nosotros no nos iba a quedar más espacio que la de arriba, al
aire libre y la idea no me gustó ni un pelo. Arriba, con la temperatura que
hacía, en una embarcación en marcha y con el sol que apenas calentaba porque en
breve comenzaría a anochecer, el que estuviera ahí, lo iba a pasar mal. Menos
mal que a la inmensa mayoría les dio por ir en la cubierta despejada.
Una
vez que todos los del autobús fueron ubicados, del resto de los allí presentes,
nosotros fuimos los primeros. Por antigüedad de la reserva. Salimos disparados
a encontrar dos asientos en la cubierta de abajo, donde, nada más entrar, se
disfrutaba de una cálida temperatura. Me dieron pena los de arriba. Tal vez,
terminaran lanzando por la mura de babor algún cadáver fruto de la hipotermia.
Durante
el paseo por el embalse el guía nos fue ilustrando – entre bromas, gracietas y
alguna crítica política también - acerca de los cultivos en bancadas, la razón
por la que se veían tantos rastros de árboles y maleza flotando, o el daño que
supuso para los peces la interrupción artificial de la corriente del río, por
ejemplo. También llamaba nuestra atención sobre diferentes formas peculiares en
las paredes rocosas, que asemejaban figuras, rostros, historias, leyendas, etc.
etc. etc.
La
finalización del recorrido y el atraque coincidió con la puesta de sol. Los
pasajeros que habían soportado estoicamente en la cubierta despejada corrían –
literalmente - hacia la cafetería a ver si con un café o tal vez, algo más
fuerte, les hacía entrar en calor. Nosotros volvimos al Parador.
Todavía
teníamos tiempo de sobra hasta la hora de la cena. Nos quedamos en la cafetería
tomando una copa. Había una televisión gigante que colgaba del techo al fondo
del comedor y a alguien se le había ocurrido la feliz idea de sintonizar el
partido del Real Madrid contra el Liverpool. Yo estaba tan concentrado en mi
viaje que ni siquiera era consciente de que jugaba el Madrid en Champions. Así
es que, me senté de cara al televisor mientras el camarero me servía un cubata.
¡Qué dura es la vida!
Lo
malo vino después. Fue uno de los peores partidos que le había visto jugar al Madrid
y palmó. Palmó, pero, además, bien palmado y encima fallando un penalti. En
fin, un desastre que dejó cariacontecidos a la media docena de aficionados que,
por sus reacciones, deduje que también eran gente decente, o sea, del Madrid.
A
la hora de la cena intentamos escoger otro lugar de los pueblos de los alrededores,
más que nada por salir un poco de esa atmósfera y conocer algo más, pero lo
cierto es que en la época del año en la que fuimos la mayor parte de los
restaurantes estaba cerrados. La idea de cenar en el Parador tampoco es que
resultara desagradable, ni mucho menos, y bajamos al comedor, que antiguamente
era el espacio reservado a las caballerizas.
Al
regresar a la habitación pasamos de nuevo por delante de la cafetería y vimos
que estaba muy concurrida, sobre todo, las mesas que estaban fuera del comedor
y que daban al claustro. Los platos que servían allí eran los típicos de un
bar-cafetería, tal vez algo más elaborados. Imaginamos que los precios, algo
inferiores a los del restaurante, eran la razón fundamental por la que el lugar
tenía tanto éxito. Tal vez fuera el precio por lo que nos sorprendió tanto
empezar a ver a gente vestida con chándal y zapatillas, que evidentemente, no
encajaban en un entorno así.
Cuando llegamos a la habitación iniciamos los preparativos para nuestra marcha al día siguiente. Abandonaríamos Galicia y comenzaríamos el regreso a casa.