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miércoles, enero 15, 2025

Galicia – Capítulo 8 – Santo Estevo do Ribas do Sil (Parador Nacional).

Al salir de Foz ya había oscurecido totalmente a pesar de que eran poco más de las seis. Por delante teníamos algo más de doscientos kilómetros y unas dos horas y media hasta nuestro destino.

El trayecto hasta Lugo fue como la seda a través, primero, de la A-8 y después de la A-6. A partir de Lugo, tuvimos que coger la LU-546, que no estaba mal, ni mucho menos, hasta Monforte de Lemos. Después la N-120 hasta que, en un momento determinado, el GPS te indica que tienes que dar un giro de casi 180º a la izquierda. Giro que se confirma con una señal en la que te indican que ese es el camino del Parador. A partir de ese momento, los caminos y senderos por los que habíamos transitado anteriormente en busca de lejanos faros inaccesibles y montes abruptos, empezaron a parecernos autopistas, en comparación con lo que nos íbamos encontrando a medida que avanzábamos. Desde entonces, jamás olvidaré el nombre de esa carretera: OU-555. Encima, con rima fácil y por triplicado.

Desde el mismo instante que tomamos el desvío supimos que teníamos otro reto por delante. La noche era negra, sin un ápice de luz. La carretera, no muy ancha, lo justo para pasar dos coches uno en cada sentido. No me imagino lo que habría pasado si me llego a encontrar con el conductor suicida del camión del butano, que entraba derrapando en las curvas por un sendero de cabras. La calzada, sin ningún tipo de pintura, ni siquiera en los arcenes. Y para colmo éramos los únicos que circulaban por allí. Eso tenía una ventaja: con las luces largas del vehículo era casi mejor que conducir de día. La mala noticia era más propia de un pesimista: en caso de avería o contratiempo … mejor no pensar en ello.

A medida que nos acercábamos al Parador el camino se hacía más y más dificultoso. Una pronunciada pendiente, unas curvas muy cerradas y una oscuridad absoluta, nos obligaron a meter la segunda marcha y prestar atención al camino. Atravesamos una zona boscosa, solitaria, aislada. No divisamos ningún tipo de vivienda. De hecho, no divisamos más vida que la de nuestros corazones. Tal era la sensación de inquietud, que en un momento dado tuve que detenerme un momento y salir para satisfacer mis necesidades físicas más primarias y mi mujer me preguntó si iba a parar en ese sitio. La respuesta era clara: sí. No estaba dispuesto a afrontar las consecuencias de no hacerlo, aunque debo confesar, que no me sentía muy tranquilo.

La imagen era de película de terror. Dos personas viajan en su coche por una carretera de tercer orden, durante una noche heladora y oscura, y al día siguiente, unos senderistas, descubren el coche aun con el motor en marcha, las puertas abiertas, un charco de sangre enorme, y sin rastro de sus ocupantes.

No es una idea que favorezca una meada larga y placentera en mitad del bosque. Uno no puede evitar estar atento a cualquier ruido que pudiera producirse a mis espaldas, pero al fin, pude dar por terminada la operación y continuar nuestro camino, no sin antes cerciorarme de que por el retrovisor no había nada. Ni nadie. Habíamos escapado del chupacabras.

Cuando llegamos al Parador de Santo Estevo eran casi las 21.30. El aparcamiento exterior estaba a reventar, así es que no nos quedó más alternativa que bajar al subterráneo, algo que tampoco me disgustaba. Al bajar comprobamos que también tenía una buena cantidad de vehículos, así es que, el Parador, debía estar a rebosar.

Cogimos nuestras maletas y fuimos derechos al ascensor. Al salir al exterior, hacía frío. El silencio era absoluto y la entrada principal estaba a nuestra derecha, en la otra punta en diagonal a nuestra posición. Hacia allí nos encaminamos.

El escándalo que provocaban las ruedas de nuestras maletas rodando por el suelo de piedra del exterior del antiguo monasterio, resultaba obsceno en aquella atmósfera que invitaba a la paz y al recogimiento.

Después de traspasar el umbral de la puerta principal del Parador uno no puede por menos que sentirse maravillado por la visión del claustro de portería, también llamado claustro de los caballeros, con sus dimensiones magníficas, de una belleza incomparable y rebosante de historia y cultura, mientras tú, pobre infeliz, vas arrastrando dos maletas como si de un lacayo medieval se tratara y vistes como si lo fueras en verdad, en vez de portar ropajes de príncipe acordes al lugar.

Siguiendo las indicaciones – aquí sí que las había, no como en el de Portugal – y bordeando el patio, llegamos caminando por los soportales hasta la Recepción. Eran las 21.30 y nosotros habíamos comenzado el día temprano cerca de Malpica. Después vino todo lo demás.

- Buenas noches, señor Usín – me saludó una señora de Recepción, muy simpática.

Algo sorprendido, porque no me había dado tiempo de decir mi nombre, era la primera vez que iba y, sin embargo, no dudó ni un segundo en llamarme por mi apellido, no resistí la tentación de preguntar cómo sabía que era yo.

- Usted es el último que nos quedaba – respondió ella.

- Lo suponía, pero tenía que intentarlo.

Después de registrarnos le preguntamos por algunos lugares para visitar por la zona. Finalmente, abandonamos el mostrador, cargados de mapas y planos en dirección a nuestra habitación.

Nada más entrar en ella y antes, incluso de terminar de acomodarnos, salimos al pasillo – acristalado - que daba al claustro para hacer alguna foto. La iluminación proporcionaba una agradable sensación de calidez. Sin duda, una bienvenida cálida.



Después, tomamos posesión oficial de la habitación. Debido a lo arduo que había sido el día en experiencias, la verdad es que estábamos hechos fosfatina. Después del escalope a la milanesa que me habían puesto a la hora de la comida, ni siquiera tenía hambre. Creo que me dolían músculos que no sabía que tenía y, por supuesto, tampoco sabía cómo se llaman. Simplemente queríamos descansar. Pero antes, echamos un ojo a los mapas que nos habían dado en Recepción y trazamos un plan para el día siguiente. Bueno, más que para todo el día, para la mañana. La tarde ya la teníamos comprometida, porque junto con la reserva de la estancia en el Parador, reservamos un recorrido por una ruta fluvial por el cañón del río Sil. Eso sería por la tarde. Intentamos el recorrido de por la mañana, pero estaba completo.

A la mañana siguiente, después de haber descansado plácidamente, nos dirigimos a desayunar. Teniendo en cuenta que la noche anterior y por muy buenas razones, no habíamos cenado, la mera visión de aquel espectáculo gastronómico que se presentó, nos abrió repentinamente el apetito y nos convirtió en dos tragaldabas insaciables.

Costaba tomar una decisión a la hora de escoger qué colocabas sobre el plato y qué dejabas en los expositores. Estaban las diferentes clases de bollería a cada cual más apetitosa; la parte de desayunos sanos a base de zumos, frutas, yogures y demás; las distintas clases de pan. La solución fue sencilla: hacías cuantos viajes fueren menester y problema resuelto.

Después del festín Pantagruélico del desayuno decidimos visitar a la luz del nuevo día lo que la noche anterior no nos fue posible. Fue así como pudimos disfrutar, aún más, de la belleza del lugar, de su entorno y del enclavamiento singular que lo convierte en algo único.







Visitamos el cementerio y la iglesia, esta última una auténtica belleza. Del campo santo me llamó la atención lo bien cuidado que estaba y la abundancia de flores frescas en las tumbas. Parecía que recibían atención con frecuencia.










Tras lo cual, nos encaminamos a Castro Caldelas.

Más o menos a mitad de camino entre Santo Estevo y Castro Caldelas, nos detuvimos un momento para disfrutar del Mirador de Cabezoá y de sus magníficas vistas. A la belleza natural del paisaje se unía la de ser los únicos que podíamos disfrutar de ella a nuestro antojo, libres de la masificación turística que, sin duda, habrá en otras épocas.








Ya en Castro, quisimos visitar el castillo de Castro Caldelas o castillo de los Condes de Lemos, es una fortaleza medieval ubicada en pleno centro de la localidad, pero la fatalidad quiso que no fuera posible porque estaban realizando obras de mantenimiento y mejora. Tan sólo pudimos echar un vistazo a la planta baja, donde se había habilitado un mini museo con herramientas y utensilios de la época usados en su construcción.

Al descender hasta el centro del pueblo, justo al otro lado de la carretera que lo divide, encontramos una iglesia. Probamos suerte y permanecía abierta. Era el Santuario de Nuestra Señora de los Remedios.









Después de nuestra visita todavía teníamos tiempo de sobra para regresar y llegar a nuestra cita con la embarcación que nos llevaría por el río Sil. A mi mujer se le ocurrió la feliz idea de ir al embarcadero, pero no por el mismo camino que habíamos usado al venir, sino por otro alternativo. El objetivo era visitar otros miradores que aparecían en el mapa que nos dieron en el Parador.

Confiamos demasiado en la capacidad del GPS, de Google Maps y de Android Auto. En nuestros cálculos no habíamos tenido en cuenta que por ciertos parajes, por muy bucólicos y hermosos que sean, allí no llegan ni los satélites ni casi la civilización, por lo que, cuando estás en mitad de un monte, pierdes la señal del GPS, no sabes hacia dónde tienes que tirar y en más de una ocasión percibes que por ese sitio ya has pasado tres veces, es cuando empiezas a jurar en arameo, al tiempo que intentas por todos los medios orientarte y regresar a algún punto que te sirva de referencia para poder regresar, aunque sea por el mismo camino ya transitado por la mañana.

En momentos así me he llegado a plantear la posibilidad de realizar algún curso de navegación basado en la observación de las estrellas o cualquiera otro que los navegantes españoles y portugueses utilizaran en sus desplazamientos por la mar océana hacia destinos ignotos. 

Por algún extraño sortilegio conseguimos encontrar el camino de regreso con tiempo suficiente para llegar al embarcadero, dejar el coche y hasta tomarnos un café mientras disfrutábamos de las vistas. Fuimos los primeros en llegar, es cierto, pero eso de llegar tarde a una cita, sea del tipo que sea, lo llevo peor que un pecado. Imagino que debe ser una tara de tipo freudiano de mi época del colegio, cuando llegaba tarde todas las tardes, valga la redundancia, pero después de haber estado dando tumbos por esos montes perdidos me pareció casi milagroso.

La cafetería tenía un rincón habilitado para que los usuarios del catamarán cumplieran con la obligación de identificarse antes de embarcar. Después de hacerlo, pedimos un café y nos sentamos en la terraza a disfrutar de la vista, a la espera de la hora señalada.

Aunque el día era soleado la temperatura era fresca. Vulgarmente se habla de navegar por el río Sil, pero, en realidad se trata de un embalse, no de un río propiamente dicho, por lo que la superficie del agua era como un espejo en el que se reflejaban las laderas que la protegían.




Observamos lo escarpado de las paredes del cañón y con el zoom de la cámara de fotos, la increíble dificultad del terreno para el cultivo de la vid, en reducidas parcelas de terreno y cuyo proceso debe realizarse totalmente a mano.




Las vertientes de solana ofrecían una paleta de colores de encinas, alcornoques, madroños y otras especies mediterráneas, mientras que las que tenían orientación norte albergaban robledales (ocasionalmente mezclados con castañares) bien preservados por su vertiginoso desnivel.

Todo ello conformaba una imagen idílica, aunque imagino que no lo sería tanto para aquellos que dedicaban su vida y su esfuerzo al cultivo de sus viñedos en unos terrenos donde debía habitar la cabra hispánica.

Estábamos absortos en esta atmósfera de paz, quietud, y silencio, cuando, de repente, apareció un numeroso grupo directamente expulsados de un autobús de turistas. Me dio la impresión de que venían de comer, porque estaban todos muy animados en conversaciones que, en general, se desarrollaban con algunos decibelios por encima de lo agradable.

Una de mis manías confesables, es que siempre me fijo en el calzado de las personas, ya sean hombres, mujeres, niños, presentadores de televisión, parroquianos en un bar, cafetería, restaurante…Siempre y a todos. La otra manía está íntimamente ligada a la anterior. También me fijo en la manera de vestir y de este numeroso grupo me llamó la atención que, mientras yo llevaba puesto el plumas y no me sobraba nada, muchos de ellos llevaban ropa mucho más ligera de lo que las circunstancias aconsejaban. Además, y eso es otra de mis manís, me fijé en su acento y me pareció que provenían de Canarias, con lo que, de ser cierto, mis observaciones acerca de la vestimenta y el calzado encajaban. Pensé que en cuanto los últimos rayos de sol se ocultaran tras los picos más altos, lo iban a pasar mal. Creo que no me equivoqué.

A la hora convenida los responsables del embarque nos llamaron por riguroso orden. Un orden que ellos habían establecido sin informar de ello a nadie. Para que no se formaran aglomeraciones que podrían terminar en algún tipo de incidente, los pasajeros accedían a la embarcación en grupos de diez. Los primeros en ser llamados fueron, precisamente, los turistas del autobús.

El catamarán tenía una cubierta en la parte superior, al descubierto, y otra inferior, completamente cerrada. Yo pensé que, si todos decidían asentarse en la interior, a nosotros no nos iba a quedar más espacio que la de arriba, al aire libre y la idea no me gustó ni un pelo. Arriba, con la temperatura que hacía, en una embarcación en marcha y con el sol que apenas calentaba porque en breve comenzaría a anochecer, el que estuviera ahí, lo iba a pasar mal. Menos mal que a la inmensa mayoría les dio por ir en la cubierta despejada.

Una vez que todos los del autobús fueron ubicados, del resto de los allí presentes, nosotros fuimos los primeros. Por antigüedad de la reserva. Salimos disparados a encontrar dos asientos en la cubierta de abajo, donde, nada más entrar, se disfrutaba de una cálida temperatura. Me dieron pena los de arriba. Tal vez, terminaran lanzando por la mura de babor algún cadáver fruto de la hipotermia.

Durante el paseo por el embalse el guía nos fue ilustrando – entre bromas, gracietas y alguna crítica política también - acerca de los cultivos en bancadas, la razón por la que se veían tantos rastros de árboles y maleza flotando, o el daño que supuso para los peces la interrupción artificial de la corriente del río, por ejemplo. También llamaba nuestra atención sobre diferentes formas peculiares en las paredes rocosas, que asemejaban figuras, rostros, historias, leyendas, etc. etc. etc.



La finalización del recorrido y el atraque coincidió con la puesta de sol. Los pasajeros que habían soportado estoicamente en la cubierta despejada corrían – literalmente - hacia la cafetería a ver si con un café o tal vez, algo más fuerte, les hacía entrar en calor. Nosotros volvimos al Parador.

Todavía teníamos tiempo de sobra hasta la hora de la cena. Nos quedamos en la cafetería tomando una copa. Había una televisión gigante que colgaba del techo al fondo del comedor y a alguien se le había ocurrido la feliz idea de sintonizar el partido del Real Madrid contra el Liverpool. Yo estaba tan concentrado en mi viaje que ni siquiera era consciente de que jugaba el Madrid en Champions. Así es que, me senté de cara al televisor mientras el camarero me servía un cubata. ¡Qué dura es la vida!

Lo malo vino después. Fue uno de los peores partidos que le había visto jugar al Madrid y palmó. Palmó, pero, además, bien palmado y encima fallando un penalti. En fin, un desastre que dejó cariacontecidos a la media docena de aficionados que, por sus reacciones, deduje que también eran gente decente, o sea, del Madrid.

A la hora de la cena intentamos escoger otro lugar de los pueblos de los alrededores, más que nada por salir un poco de esa atmósfera y conocer algo más, pero lo cierto es que en la época del año en la que fuimos la mayor parte de los restaurantes estaba cerrados. La idea de cenar en el Parador tampoco es que resultara desagradable, ni mucho menos, y bajamos al comedor, que antiguamente era el espacio reservado a las caballerizas.

Al regresar a la habitación pasamos de nuevo por delante de la cafetería y vimos que estaba muy concurrida, sobre todo, las mesas que estaban fuera del comedor y que daban al claustro. Los platos que servían allí eran los típicos de un bar-cafetería, tal vez algo más elaborados. Imaginamos que los precios, algo inferiores a los del restaurante, eran la razón fundamental por la que el lugar tenía tanto éxito. Tal vez fuera el precio por lo que nos sorprendió tanto empezar a ver a gente vestida con chándal y zapatillas, que evidentemente, no encajaban en un entorno así.

Cuando llegamos a la habitación iniciamos los preparativos para nuestra marcha al día siguiente. Abandonaríamos Galicia y comenzaríamos el regreso a casa.

domingo, diciembre 08, 2024

Galicia – capítulo 1

Recientemente, hemos hecho un viaje recorriendo algunos puntos de Galicia.

Por un lado, mi mujer no había estado por allí nunca, salvo una breve visita a Monforte de Lemos siendo niña. Por otro, tengo una vinculación especial con esa región. De muy niño solía pasar los dos meses de verano en un pueblito de la “mariña” lucense, Foz, y de esa corta época, guardo recuerdos imborrables. Lo de que tengo primas que viven por allí es secundario, porque como suele suceder a veces, son parte de esa familia a la que no has visto casi nunca. Y en esta ocasión, tampoco.

Como ya tenemos una cierta edad, en la programación del viaje y los alojamientos, descartamos el uso de mochilas, campings, albergues y demás. Nos regimos, pues, por estrictos motivos de salud y comodidad. Por ello, decidimos peregrinar modestamente de Parador Nacional en Parador Nacional, comenzando por el de Baiona.

Vivir en la costa del Sol tiene bastantes ventajas, excepto cuando te planteas viajar en coche justo al otro lado del país. Entonces empiezas a darte cuenta de la cantidad de kilómetros que vas a tener que hacer. Además, en las fechas que teníamos previstas, las previsiones del tiempo auguraban lluvia todos y cada uno de los días que íbamos a estar, a pesar de lo cual, no nos amilanó en absoluto y lo afrontamos con un espíritu positivo y gallardo.

Nuestro primer objetivo, como ya he dicho, era el Parador de Baiona, o lo que es lo mismo, más de mil kilómetros y unas diez horas de conducción ininterrumpida desde casa, lo cual, de facto se convertiría en unas doce o así. A mí me gusta conducir, pero nunca he apostado por heroicidades al volante y jamás he tenido la tentación de participar en las 24 horas de Lemans. Así es que, se hacía necesario que, antes de completar la primera etapa, debíamos encontrar un punto a mitad de camino. La sorpresa fue que en Portugal hay un alojamiento perteneciente a la red de Paradores Nacionales. Se trata de “Casa de Insua”, situado en la localidad de Penalva do Castelo, a la módica distancia de 767 kms y unas ocho o nueve horas conduciendo, incluyendo las paradas técnicas.

A medida que ascendíamos hasta Ciudad Rodrigo el cielo se fue oscureciendo, aunque la lluvia nos dio la bienvenida al traspasar la frontera con Portugal y -con mayor o menor insistencia- ya no nos abandonó hasta que llegamos a nuestro destino.

A pesar de que no era demasiado tarde, como en nuestro país vecino llevan la hora de Canarias, llegamos de noche cerrada y lloviendo. Y entonces sucedió algo muy curioso. Estábamos en un patio central rodeado de edificios y con una fuente en el medio. Pero entre la lluvia, la oscuridad y las escasas indicaciones, no alcanzaba a adivinar por dónde estaba la entrada a Recepción.


Después de sacar las maletas y mientras conseguíamos averiguar dónde estaba la entrada, nos cobijamos de la lluvia bajo un arco de uno de los edificios. Desde allí, justo enfrente, podíamos ver una entrada a otro edificio, pero el hecho de que hubiera una escalera nos inducía a pensar que ese no era el camino más natural para llegar hasta Recepción. No parecía lógico tener que acarrear con el equipaje mientras subías unas escaleras.

Aquello estaba oscuro, lloviznaba y no se veía un alma. Así es que no me quedó más alternativa que llamar por teléfono al establecimiento para pedir socorro. Imagino que el recepcionista se sorprendió al recibir mi llamada preguntando dónde estaba la entrada. Pues la entrada estaba justo donde parecía que no era lógico que estuviera: subiendo las escaleras. Así es que cruzamos casi a tientas hasta el otro edificio donde un diligente recepcionista había descendido desde su despacho hasta la puerta de entrada a recibirnos y ayudarnos con el equipaje.

Después de inscribirnos nos acompañó por un laberíntico recorrido hasta nuestra habitación. Tras tomar posesión de ella, nos arriesgamos a salir en busca de la cafetería-restaurante. Necesitábamos relajarnos y la copa de bienvenida que te ofrecen en todos los Paradores parecía lo ideal.

La encontramos sin necesidad de volver a llamar al joven de Recepción y nos sentamos a la espera de que apareciera algún camarero. Estábamos solos. Cuando apareció el camarero le pedimos un par de copas de vino del que ellos mismos producen. En el entorno del Parador, también tienen producción propia de quesos, miel de distintas clases, cerámica y diversos productos típicos de la zona. Al cabo de un rato, apareció otra pareja, también españoles. Éramos los únicos hospedados en el hotel, así es que tanto el recepcionista como el camarero, podíamos decir que estaban a nuestro servicio exclusivo. Esto lo pudimos confirmar al día siguiente durante el desayuno. Un espléndido bufet, en un amplio y luminoso comedor donde sólo estábamos nosotros y el camarero de la noche anterior.

Tras el desayuno nuestra intención era visitar las dependencias adyacentes para ver si nos llevábamos de recuerdo algún queso, algún tarro de miel o alguna botella de vino. 


Lamentablemente, la lluvia nos empujó a tomar la decisión de continuar nuestro camino en dirección a Baiona.

Aún a riesgo de parecer un discapacitado mental, he de confesar que, al salir de la habitación en busca de la salida, me perdí. La total ausencia de indicaciones que orienten a los huéspedes junto con una distribución algo tortuosa, fueron las razones. Todo fue una confabulación en mi contra. 


Emulando el comportamiento de Windows: en caso de problemas, reinicia. Regresé al punto de inicio, o sea, mi habitación, y como un ratón en busca de la salida del laberinto, o del trozo de queso, fui recordando por dónde había pasado la primera vez para no caer de nuevo en el mismo sitio.

Por puro orgullo personal, me negué a volver a llamar otra vez al recepcionista para solicitar su ayuda y que nos condujera a la salida. Fue justo antes de decidir usar el ascensor cuando descubrimos una puerta semiabierta y nos avalanzamos en busca de aventuras. Y allí estaba: el recepcionista de la noche anterior, cómodamente instalado tras su mesa de despacho. Tan solo nos quedaba intentar bajar las malditas escaleras, con las maletas a cuesta y no dejarnos los dientes – o algo peor - en el empeño. Conseguimos llegar sin novedad hasta el coche.

Después de colocar el equipaje en el maletero, le indicamos al GPS que nos sacara de aquel precioso lugar y nos condujera hasta Baiona. Pero algo iba mal. El móvil no conseguía acceder a internet. Algo que no tenía sentido, porque nos había llevado hasta allí. Lo intentamos una y otra vez durante algunos minutos. Finalmente, tuvimos que acudir a los ajustes del teléfono y modificar un parámetro. Parámetro que nadie había tocado.

Estábamos de nuevo en ruta camino de Baiona.

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