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sábado, enero 28, 2023

Adelita

Adelita era una niña alegre, algo temperamental y un tanto nerviosa. Parecía feliz, algo normal en una niña de apenas diez años. Vivía con sus padres en los sótanos de un bloque de viviendas en Madrid, en el que su padre, Pedro, trabajaba como conserje.

Las dependencias de la familia no daban la impresión de poder competir con un hotel de cinco estrellas, pero por lo menos, proporcionaban un techo a sus moradores, a cambio de un modesto alquiler que se abonaba a la comunidad de propietarios. Al fin y al cabo, era un trabajo sencillo, para un hombre sencillo, que había emigrado de su Extremadura natal a la capital en busca de mejores condiciones de vida y después de haber trabajado duro en el mundo de la Construcción, había encontrado lo que podríamos denominar un chollo. Ya no tenía que madrugar tanto, ni trasladarse al otro lado de la ciudad, sufrir las inclemencias del tiempo en invierno y en verano, y trabajar duro durante ocho o nueve horas, para al día siguiente, comenzar de nuevo. Tal vez ganaba un poco menos, pero ponerse el uniforme de conserje, abrir la puerta del portal a los vecinos y visitantes, dar los buenos días y sacar la basura por las noches, no era lo que se dice un trabajo muy estresante que digamos. Además, por sacar la basura a los contenedores, cobraba un extra de los vecinos, pues no figuraba entre sus tareas diarias.

La madre de Adelita, Felipa, tenía una presencia más rotunda que Pedro, su marido, un hombre apocado, tímido o tal vez, avergonzado. Felipa, era lo que se dice una mujerona: más alta que su marido, más corpulenta y con unos pechos enormes, que ayudaban a dar esa sensación de tener más carácter, más personalidad y ser más dominante.

Como todo barrio de reciente creación, abundaban los bloques de viviendas que se levantaban por doquier y, por tanto, abundaban los matrimonios jóvenes y de mediana edad, la mayoría con niños de corta edad. Adelita solía jugar con las niñas del bloque de viviendas y daba la impresión de que había heredado de su madre las dotes de mando, porque siempre imponía su criterio con las otras niñas a la hora de decidir a qué se jugaba, cómo, cuánto tiempo y quién podía hacerlo. A veces, sus padres, impedían que Adelita frecuentara esas compañías, no fuera a ser que algún vecino, especialmente puntilloso, se mostrara molesto por la confraternización de sus hijos con la hija del portero. Al fin y al cabo, en aquel Madrid de los años sesenta del siglo veinte, eso de las clases sociales, todavía existía. De hecho, los niños y niñas del edificio, solían ir a los colegios privados de la zona, generalmente de religiosos, mientras Adelita iba a uno público.

Todo parecía desarrollarse de una forma normal, hasta que Adelita comenzó a entrar en la pubertad. A partir de ese momento, la normal rebeldía de los jóvenes, en el caso de Adelita se convirtió en un auténtico dolor de cabeza.

En el colegio público comenzó a tener problemas con sus compañeros, e incluso con algunos profesores, lo cual, obligó a éstos, a llamar en varias ocasiones a los padres para ponerles al día de las andanzas de su hija. Sus padres intentaron, primero por las buenas, hacer entrar en razón a su hija, haciéndola ver que su comportamiento podría traer consecuencias y ser expulsada del centro, lo que, por cierto, no pareció importarle demasiado a la niña. Dado que los problemas continuaron y las quejas de los profesores se fueron haciendo cada vez más continuas y amenazantes, a Pedro, no se le ocurrió otra manera de meter en cintura a su hija que comenzar a utilizar el cinturón como arma de reflexión, con un resultado, que como se verá más tarde, dejó bastante que desear.

Las cosas con el tiempo fueron empeorando, y las broncas y los gritos desde el sótano donde vivían, podían escucharse sin demasiado esfuerzo en casi cualquier piso de los ocho de los que constaba el bloque. Los sonidos viajaban a la velocidad de la luz por el hueco de la escalera. Ello, a su vez, constituyó una nueva fuente de problemas para Pedro, pues a los que le estaba ocasionando la indómita de su hija, ahora tenía que añadir las quejas de algunos vecinos que consideraban que no tenían porqué aguantar esos gritos y esas disputas familiares, que en realidad, invadían su espacio privado, todo lo cual, redundaba en una enorme preocupación por parte de Pedro, pues, no sólo era consciente de que tal vez su empleo estaba en peligro, sino que además, sentía una profunda vergüenza al ser consciente de que toda la comunidad conocía sus problemas íntimos con su hija.

Y a pesar de todo, él tenía que estar cada día dando la cara, con su uniforme de conserje, desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde, abriendo la puerta de la calle, ayudando a entrar las bolsas de la compra al ascensor, impidiendo el acceso de los vendedores a domicilio y proporcionando información a quien se acercaba preguntando por algún vecino. Tal vez fuera eso, la vergüenza que le producía la desagradable situación, por lo que difícilmente, miraba a la cara a nadie cuando pasaban por su mostrador de conserje.

El problema con el tiempo se fue agravando y dado que el cinturón de Pedro y la mano dura no conseguían sus objetivos, los padres comenzaron a encerrar con llave en su habitación a Adelita, con el único fin de evitar que, al salir, se encontrara con una pandilla de gente muy poco recomendable y mucho mayor que ella, que tan sólo tenía unos catorce años. Pero Adelita, parecía poseída por algún tipo de demonio. Ni las palizas, ni los azotes con el cinturón, ni enjaularla en su habitación eran suficientes medidas como para impedir sus ansias de volar lejos, muy lejos, de aquel infierno. Así es que ni corta ni perezosa, al no poder salir por la puerta, fue capaz de sacar su cuerpo por el ventanuco que había en su habitación, por el que apenas podía entrar algo de luz. Tardó varios días en regresar a su casa y al hacerlo, lo hizo acompañada de la policía. Otro escándalo para el vecindario, otro escarnio para sus pobres padres. A la vista de las habilidades de Houdini que al parecer había desarrollado Adelita, sus padres, en una nueva vuelta de tuerca, decidieron poner barrotes en los ventanucos con el fin de evitar una nueva huida de su querida Adelita. Todo fue inútil.

No podían mantener a su hija encarcelada en la vivienda. Debía acudir al colegio o al instituto o donde fuera para formarse y labrarse un porvenir.

Y finalmente, un día, sucedió lo que parecía inevitable. Adelita se marchó y nunca jamás se volvió a saber de ella. Sus padres renunciaron a denunciar su desaparición a la policía, al margen de que fuera una menor de edad. Terminaron por rendirse. Consideraban que habían hecho todo lo que habían podido para intentar encarrilar a su hija, pero por alguna razón, habían fracasado.

Algunas testigos afirmaron cierto tiempo después, que la vieron con un grupo de drogadictos y que tenía muy mal aspecto.

Sus padres, no levantaron cabeza a partir de aquel momento. Pedro se volvió algo tosco, huraño, huidizo. De ser un hombre amable y servicial, pasó a ser algo distante, casi mudo. No miraba a la cara nunca y comenzó a limitarse a cumplir con sus obligaciones, de modo estricto, sin extras, como bajar la basura.

Poco tiempo después, la Junta de Propietarios consideró que, al haber cambiado la caldera de carbón por la de gasoil, la presencia del conserje no tenía justificación, pues la ayuda que prestaba en el momento de cargar el almacén de carbón, ya no era necesaria. Y así, casi veinte años después de iniciar su trabajo como conserje de un edificio de la calle Clara del Rey de Madrid, se encontró con que había perdido a su hija y de paso, había perdido su empleo. Sin ninguna razón que les mantuviera atados a la capital, decidieron regresar a su pueblo natal, seguramente con un sabor amargo en la boca. La experiencia, no salió como ellos pensaron en su momento.