Sandra, la niña sevillana de catorce años que se quitó la vida por sufrir acoso en el colegio, es la última víctima – por el momento – de una tragedia que, de forma silenciosa, pero implacable, como si se tratara de una maldición, asola de vez en cuando de forma aleatoria a alguna familia en España.
El suicidio, sobre todo si se
trata de un menor, es la prueba irrefutable del fracaso de un sistema,
principalmente, el educativo. Las instituciones – Colegios, Institutos,
Ministerios, etc. – pasan de puntillas sobre este asunto creando sobre el papel
supuestos protocolos preventivos del suicidio, cuando en realidad, lo que
deberían estar atacando es el propio acoso que sufren algunos alumnos. Y, sin
embargo, cada vez que se detecta un caso de persecución a un alumno, la víctima
es la que sufre el señalamiento al ser trasladada de centro o incluso, de aula
dentro del propio centro, cuando lo lógico y lo normal sería apartar a los
acosadores. Con este proceder el propio sistema favorece la proliferación de
figuras como éstas y son, por tanto, cómplices necesarios en las consecuencias
posteriores que pudieran derivarse de su pasividad. En este último caso de
Sandra, hasta la policía ha tenido que escoltar a los agresores cuando no lo
hicieron para proteger a la víctima. Es decir, se sabe – o hay fundadas sospechas
– de quien o quienes son los culpables, pero no se adoptan medidas
disciplinarias contra ellos.
Resulta difícilmente entendible que una vez identificados a los agresores, éstos reciban protección policial o que, como suele ser costumbre y ya he comentado antes, sea a la víctima a la que se cambie de aula o de centro, permitiendo de esta forma, que los matones que provocaron esa agresión continúen impunes en un territorio que, finalmente y por pura lógica, terminarán considerando de su exclusiva propiedad. Es como estar garantizando la creación de guetos dentro de los centros educativos. De continuar con esta línea de actuación, mucho me temo que, a no mucho tardar, los estudiantes comenzarán a acudir a las escuelas con cuchillos, navajas y machetes, al más puro estilo Bronx. O que, como defensa, comiencen a organizarse en pandillas surgidas a partir de su origen étnico, reviviendo así un West Side Story a la española.
José Manuel López Viñuela, padre
de una hija, Kira, que también se suicidó por sufrir acoso escolar, afirma en
una entrevista a ElDiario.es
de Sevilla:
“Cada año fallecen de media
entre 50 y 60 niños por suicidio consecuencia de acoso escolar. Pero el
Instituto Nacional de Estadística (INE) no lo registra como tal. En muchos
casos se contabilizan como tropezones en la vía del tren o como que han tomado una
medicación más alta de la normal. Pero no, son suicidios.”
De hecho, si cualquiera que lea
estas líneas se toma la molestia de buscar por internet estadísticas oficiales
sobre este asunto, verá que los datos no están actualizados, son parciales,
incompletos o, simplemente, inexistentes. Si desde el Gobierno y los centros
educativos ni siquiera quieren poner negro sobre blanco la gravedad del
problema, difícilmente se va a poder aportar alguna solución. El primer paso
para resolver un problema, es reconocer que existe y cuando los suicidios se
intentan enmascarar alegando que son “tropezones” o que se han equivocado al
tomar la medicación, no sólo es una falacia: es un insulto a las familias.
50 o 60 niños suicidados al año,
es una cifra que representa el doble de las mujeres asesinadas por violencia de
género en lo que va de año en España. Y, sin embargo, el tratamiento mediático que
recibe un problema o el otro, no son ni remotamente comparables. Uno, ocupa
lugares preeminentes en todos los medios informativos. Del otro, apenas hay
datos estadísticos oficiales. Mientras existe una Ley contra la Violencia de
Género, los protocolos contra el acoso escolar, no pasan de constituir un
conjunto de buenos consejos, cuyo cumplimiento parece más discrecional que
obligatorio. Así, al menos, es lo que se deduce del análisis de los casos de
acoso terminados en suicidio, ya que ningún centro educativo, ningún
responsable, ningún director, o jefe de estudios, nadie, nunca, ha tenido que
afrontar ninguna responsabilidad, ni penal, ni disciplinaria, ni
administrativa.
Por todo ello, la postura de D. José Manuel López Viñuela, responde a una lógica elemental:
“Nosotros pedimos una ley de
acoso escolar que estipule qué consecuencia puede tener, por ejemplo, no
aplicar el protocolo a tiempo o mirar a otro lado por parte de profesores, o
por parte de familias que no eduquen a sus hijos con valores y luego hagan daño
a otros niños en el colegio. Esas familias también deberían tener
consecuencias, al menos civiles. Queremos una ley clara que no dé lugar a
errores y que penalice al centro que lo haga mal y que premie al que lo haga
bien.”
Y mientras este drama se
desarrolla dentro de los colegios e institutos, pero, sobre todo, en las
familias que sufren la pérdida de un hijo, la ministra Pilar Alegría, hace
oídos sordos a esta petición avalada por 230.000 firmas, pero al mismo tiempo
se afana por intentar convencernos de que en el Parador Nacional de Teruel,
donde ella se hospedaba, no hubo ninguna fiesta en las habitaciones de Ábalos.
Aunque lo peor de todo es la
desidia de los centros educativos que, al margen de que existan protocolos o
no, o sean manifiestamente mejorables, en la mayoría de los casos hacen lo
imposible para desentenderse del problema. Al fin y al cabo, tampoco les va a
suponer demasiado trastorno un supuesto incumplimiento de las normas
establecidas. Y para muestra, el último ejemplo del colegio de Sandra, la
última víctima, y su colegio
Irlandesas Loreto de Sevilla, un centro que lleva años
acumulando denuncias sin que los responsables hayan adoptado ninguna medida
extraordinaria, aparte de poner un buzón y una figura en el organigrama, que, a
todas luces, es más decorativa que eficaz.
En el extremo opuesto, en
ocasiones nos encontramos con padres y madres que exacerban las situaciones.
Hace unos días, una amiga me
comentaba que una madre de un niño, compañero de su hija en clase, había
enviado una carta a la dirección del colegio protestando porque su hijo no
había sido invitado a la fiesta de cumpleaños de la hija de mi amiga, que se
celebró en la casa particular de ésta. En dicha carta dejaba deslizar algunas
frases que podrían inducir a que su hijo estaba siendo víctima de algún tipo de
acoso y que la no invitación a la fiesta, sólo era un ejemplo más. Evidentemente, la directora del centro se puso en contacto con mi
amiga para aclarar esta rocambolesca situación.
Lamentablemente, hay gente que
confunde la velocidad con el tocino. Una cosa es que se produzcan situaciones
de acoso entre los escolares y otra muy diferente, es que uno de esos escolares
celebre su cumpleaños en su casa con quien se le ponga en el píloro.
Mal ejemplo está dando la madre a
ese hijo. Le está enseñando que cuando no consiga algo que le apetece- aunque
no lo merezca -, debe protestar enérgicamente hasta ver si lo consigue. De
momento, estamos hablando de niños de 11 años; ya veremos cómo entiende esa
actitud la criaturita cuando tenga 18.
Es cierto que los colegios o institutos no pueden convertirse en centros carcelarios, pero no lo es menos que, hasta el momento, las supuestas medidas adoptadas hayan dado ningún fruto y desde luego, en nada ayuda que los centros, cada vez que surge un problema de esta índole, se ponga de perfil. Por ejemplo, cuando existe una orden de alejamiento de uno de los progenitores sobre el menor, el centro debe poner especial cuidado a quién se hace entrega del niño cuando vienen a recogerlo. En esos momentos, debe ser una prolongación de los brazos de la Justicia. Así es que no parece que sea muy complicado aplicar medidas preventivas para detectar, eliminar o minimizar las situaciones de acoso o de riesgo de suicidio.