Tenía que estar a las 08.00 de la mañana en la Compañía y presentarme para confirmar mi presencia. Eso me obligaba a madrugar bastante. Debía coger el Metro para ir desde la Puerta de Toledo, hasta Avenida de América, lo que implicaba al menos un transbordo. El diseño de las líneas de entonces a ahora ha variado, pero creo que con un solo transbordo era suficiente. Ese trayecto tomaba entorno a treinta minutos. Después venía lo más incontrolable. A la salida de la estación de Metro, debías colocarte en la calzada con el pulgar de la mano derecha desplegado, a la espera de que alguien que siguiera tu misma dirección decidiera subirte a su coche. Y eso también llevaba unos minutos. Lo que se mantenía inamovible eran las 08.00 para llegar.
En general, a lo largo de más de
un año, mi experiencia haciendo dedo fue muy positiva. La mayor parte de las
veces eran los propios americanos los que me llevaban. Lamentablemente, mi
nivel de inglés por aquel entonces era peor incluso que el de Toro Sentado, y
el viaje por lo normal, lo hacíamos en silencio, tan solo interrumpido por
algún intento baldío por parte de mi bien hechor de conversar con un aborigen
español. Pero ellos también eran conscientes de la situación.
Lo que sí me sorprendía mucho era
que usaban unos cinturones de seguridad, tanto para el conductor como para el
acompañante, algo que parecía de otro planeta. Aquí en España no había esas
cosas. Ni los cochazos que tenían algunos y que se los habían traído de su
país. En algunos coches, si no te ponías el cinturón se escuchaba una alarma
que te lo indicaba, pero, aunque el militar americano me lo decía en su idioma,
yo no entendía nada. Al final creo que era el propio conductor el que enmudecía
la dichosa alarma.
En otras ocasiones, al sentarme y
cerrar la puerta, veía como un cinturón volaba por el interior del cochazo y me
atrapaba de modo automático. La cara que debí poner arrancó la sonrisa del
conductor.
Una vez me tocó con un suboficial
que era de Puerto Rico. ¡Por fin uno que habla español! El hombre en el corto
trayecto desde la Avenida de América hasta la base de Torrejón, me contó toda
su vida. Que en Corea pisó una mina y que estalló a la altura de la rodilla y
por eso llevaba una pierna de titanio.
En muchos casos, cuando los que
me llevaban eran trabajadores de la base, ya fueren españoles o americanos, lo
normal era que me acercasen hasta la compañía. Si no podía ser, tendría que
bajarme en la garita y continuar haciendo dedo hasta arriba.
Y todo eso llevaba tiempo y a mí
nunca me ha gustado llegar tarde a ninguna parte. Y nunca llegué tarde, excepto
en un par de ocasiones en los que simplemente estaba tan reventado que después
de sonar el despertador me volví a dormir. Sólo fueron un par de veces y lo
pude solventar sin problemas contando una milonga.