Lo peor de todo era el toque de corneta por las mañanas, aunque con el tiempo, acabé encontrando cierto paralelismo con la manera de despertarme de mi madre, aunque ella sin corneta. El cabo responsable de tocar diana, se colocaba al pie de la escalera del bloque de tres pisos y soplaba con toda su alma, haciendo retumbar el edificio como si se tratara de las trompetas de Jericó, hasta que conseguía hacer saltar, literalmente, a los reclutas de sus literas, aunque se escondieran en el ático. Después, un tiempo regulado para la ducha, el afeitado y el aseo general. Traje de faena, bajada al comedor a desayunar y dispuestos a aprender a formar, desfilar y obedecer las órdenes del cabo primero al mando de la formación.
Poco a poco nos fuimos
acostumbrando al entorno. A las comidas, los horarios, los colchones, el ruido
de los aviones.
El primer día, a la hora de
afeitarme, me habían regalado una maquinilla eléctrica Braun. Entonces no
necesitaba afeitarme a diario, pero era mejor que nada. Cuando llegó la hora de
enchufar la máquina, un compañero, con la mejor de sus intenciones, me aseguró
que él no creía que la corriente fuera a 220 voltios. Así es que le hice caso,
cambié en mi Braun a 125 v y me dispuse a afeitarme. La máquina duró
exactamente dos días. La corriente era de 220 voltios. Tuve que explicar al cabo
primero que lo de estar mal afeitado se debía a eso y que al no tener cuchillas
de afeitar no había podido terminar. Fue generoso y comprensivo y no me metió
un paquete.
De tanto subir y bajar, y andar
para arriba y para abajo, la mayoría teníamos agujetas. Alguno de los
suboficiales, de tanto forzar la voz para dar las órdenes, se quedó afónico y
tuvo que ser reemplazado por un compañero.
Llevábamos tres días allí,
incomunicados con el exterior, secuestrados por el ejército del aire, en una
base conjunta EE. UU- España. Una tarde, sentado en mi litera y charlando con
uno de mis nuevos colegas, a través del ventanal reconozco la figura de mi
hermano. Desconcertado, intento lo imposible: abrir una ventana inexistente,
seguramente por motivos de seguridad. Intento llamar su atención desde el
primer piso, pero es inútil. Así es que salgo como alma que lleva el diablo
escaleras abajo para ver qué ocurría. Cuando llegué al patio pude ver cómo se
introducía en su coche y enfilaba la carretera camino a la salida. No pudo
escuchar mi llamada ni tampoco debió mirar por el retrovisor del coche.
Todavía nos quedaban unos días
más, hasta el viernes, cuando nos dieron el pase “per nocta” y pudimos regresar
a casa a pasar el fin de semana. Habíamos sobrevivido a nuestra primera semana
en la mili. La jura de bandera sería en junio-julio de ese año, 1976.
Era una época muy convulsa. Tras
la muerte de Franco, los atentados de ETA eran día sí y día no. Los ánimos en las
“salas de banderas” ([1]) militares,
víctimas elegidas por los asesinos, estaban exaltados. Los de extrema derecha
hacían de las suyas, asesinando a los abogados de la calle Atocha.
Para nosotros, los simples
reclutas, nuestro principal problema era que a alguien se le ocurriera la feliz
idea de acuartelarnos, por razones de seguridad, con lo que los pases para ir a
casa a pasar los fines de semana, podrían verse cancelados.
Distintas perspectivas.
El viernes, después de la
instrucción, nos llevaron de regreso a la Compañía y nos indicaron que usáramos
el traje de paseo. Eso significaba que nos íbamos a casa.
Formamos en el patio y el cabo
furriel fue nombrando uno a uno a todos los reclutas de la promoción, al tiempo
que el suboficial cogía la identificación y se la entregaba personalmente al
sujeto. Para cuando llegaron a la “U” yo ya tenía taquicardias. No sería la
primera vez que me han llamado Husein, Ausin, Fusil, e incluso cosas peores.
Con tanta gente nueva, y con diversidad de apellidos, no era de extrañar que a
alguien que se llama Froufe García, terminaran por rebautizarlo como Frute
Gracia. Yo tan solo esperaba que ese error tipográfico no supusiera un
impedimento para salir de allí escopetado.
Cuando nos entregaron el carné,
rompimos filas, fuimos a recoger nuestras pertenencias de las taquillas, donde
se quedaba lo imprescindible, y nos dispusimos a salvar la distancia hasta la
garita de salida. Como había compañeros que disponían de coche propio,
enseguida comenzaron a establecerse relaciones mercantiles entre el conductor y
los usuarios habituales para pagar a medias la gasolina. Un negocio en el que
yo no podía entrar. Mi negocio era hacer dedo, o sea, autostop.
No recuerdo si el primer día me
llevaron hasta la salida y me dejaron allí o si, por el contrario, alguien pudo
llevarme hasta la Avenida de América para coger el Metro. El caso es que a
media tarde conseguí llegar a mi casa, después de una semana sin noticias. El
recibimiento fue como el que le hicieron a John Wayne en la película “Centauros
del desierto”, después de una búsqueda durante varios meses infructuosa de su
sobrina, raptada por los comanches. Pero mi urgencia era, por este orden,
ducharme y comer.
Es cierto que en el campamento
las duchas estaban muy bien, con agua caliente, amplias, nuevas, limpias y
demás, pero en casa todo sabe distinto. La comida sabe diferente, imagino que
no echar bromuro influye en el sabor. La ropa sucia a lavar y a esperar que el
lunes estuviera seca. Y dormir.
[1] Sala de Banderas. Un lugar exclusivo de reunión
de jefes y oficiales, en donde además de éstos, solo podían entrar los
gastadores, ordenanzas y camareros.
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