El hombre tenía un aspecto robusto. Era alto y fuerte. Sólo así podía explicarse que bajo su brazo izquierdo acumulara una ingente cantidad de periódicos. Yo no entendía cómo era posible que fuese capaz de mantener todos esos periódicos bajo control con una sola mano, mientras con la otra, los iba entregando a los transeúntes que se los pedían y les daba el cambio.
Como vendedor ambulante no le
quedaba otra alternativa que ir voceando por las calles más concurridas del
barrio el producto que atesoraba: “¡Informaciones, Pueblo, Madrid! ¡El Madrid
de Hoy! Su voz ronca y fuerte, atronaba las calles.
Algunos de esos diarios
publicaban dos ediciones diarias, por la mañana y por la tarde. Así es que, el
hombre se pasaba desde muy temprano por la mañana hasta casi el anochecer, acarreando
su pesada carga, arriba y abajo de la calle Bailén, alrededores de la Basílica
de San Francisco el Grande o la Carrera de San Francisco. Hiciera frío o calor,
lloviera o hiciera un sol de justicia, su voz formaba parte del paisaje.
El mejor día para él era el
domingo. Ese día, la acumulación de periódicos de los que se había provisto
para su mejor venta de la semana, no le cabían bajo el brazo. Ese día, el
domingo, se apostaba justo en la esquina de enfrente de la Basílica, al otro
lado de la rotonda. Allí había depositado en unas sillas de mimbre que parecían
para niños, todos los periódicos. Los de información general – todos de
derechas, por supuesto – los deportivos y hasta algunos tebeos.
Los feligreses que llenaban la
Basílica cruzaban la calle al terminar los oficios y se dirigían en masa hasta
donde estaba el hombre esperándolos de pie. Sin duda era un gran día. Tanto la
Basílica como la muy cercana Parroquia de la Paloma, suministraban una ingente
cantidad de personas deseosas de conocer lo que pasaba por el mundo. Al menos
lo que el régimen franquista quería decir de eso.
El hombre – del que nunca llegué
a conocer su nombre – era fiel a su trabajo, a su esquina y a su método. Se
mantuvo así durante años. Hasta que un día, todos los que le conocíamos, nos
sorprendimos con una novedad: el vendedor de periódicos tenía un quiosco.
Bueno, más que un quiosco,
aquello parecía la garita de un soldado de guardia en el cuartel. Tal vez lo
fuera.
En aquellos años, muchos de los
que lucharon en la guerra civil del lado de Franco, desempeñaban trabajos
auspiciados por el sistema, en pago a su lealtad y su contribución. Por ejemplo,
había muchos taxistas que, además de ganarse el sueldo, proporcionaban
suculenta información al régimen; los serenos, de los que se decía que eran
policías jubilados a los que la jubilación se les había quedado corta;
despachos de loterías, que era la única autorizada junto con las quinielas,
etc. Así es que probablemente, el vendedor de periódicos, con esa voz típica de
sargento de caballería que en cierto modo le delataba, fuera también uno de
aquellos a los que las autoridades quisieron agradecer su esfuerzo con un
puesto de trabajo y de paso, una garita.
No parecía muy grande, ni
espaciosa y menos aún, si el señor se metía dentro. Debía ser algo
claustrofóbico e incómodo porque su estatura le obligaba a agacharse para ver
por el ventanuco a su interlocutor, al tiempo que debía desenvolverse dentro de
aquella especie de ataúd puesto en pie, para servir lo que le solicitaban. Sólo
se introducía en el ataúd cuando llovía.
Al fin, el pobre hombre, tenía un
sitio donde guarecerse de la lluvia. Antes de ese quiosco, se limitaba a
cubrirse con un impermeable, al tiempo que también cubría a sus preciados
periódicos. En verano, cuando el sol apretaba en Madrid y antes de que llegara
el mes de agosto, - un período de tiempo en el todos huían de la capital - la
creatividad del vendedor hizo que se surtiera de unos pocos elementos que le
ayudaran a soportar el calor y las innumerables horas que allí estaba. Así, se
hizo con una silla para él, mientras los periódicos permanecían dentro del
quiosco; una sombrilla de playa que le proporcionaba la sombra necesaria para
no sucumbir y un botijo. A partir de cierta época del verano, hacía horario de
funcionario: sólo trabajaba hasta el mediodía. Hacerlo por las tardes habría
sido un suicidio y una pérdida de tiempo.
Años más tarde, aquella garita
primigenia se transformó en un quiosco en toda regla. Un lugar amplio, cómodo y
espacioso, donde podía exhibir todos los periódicos, las revistas y los tebeos
que ofrecía a sus clientes. El espacio disponible le permitía ofrecer más
productos y ello conllevaba ganar más dinero.
Ya no tenía que portear esa pesada carga bajo el brazo, arriba y abajo. Ya no era necesario vocear para hacerse notar. Ya tenía un lugar donde resguardarse del frío y la lluvia en invierno. Ahora, la vida, era algo más amable con él. Ahora venían las furgonetas de reparto de los periódicos, de las revistas, de los tebeos, a depositarle frente a su moderno quiosco, todo lo que ofrecía a los transeúntes.