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lunes, julio 08, 2024

El vendedor de periódicos.

El hombre tenía un aspecto robusto. Era alto y fuerte. Sólo así podía explicarse que bajo su brazo izquierdo acumulara una ingente cantidad de periódicos. Yo no entendía cómo era posible que fuese capaz de mantener todos esos periódicos bajo control con una sola mano, mientras con la otra, los iba entregando a los transeúntes que se los pedían y les daba el cambio.

Como vendedor ambulante no le quedaba otra alternativa que ir voceando por las calles más concurridas del barrio el producto que atesoraba: “¡Informaciones, Pueblo, Madrid! ¡El Madrid de Hoy! Su voz ronca y fuerte, atronaba las calles.

Algunos de esos diarios publicaban dos ediciones diarias, por la mañana y por la tarde. Así es que, el hombre se pasaba desde muy temprano por la mañana hasta casi el anochecer, acarreando su pesada carga, arriba y abajo de la calle Bailén, alrededores de la Basílica de San Francisco el Grande o la Carrera de San Francisco. Hiciera frío o calor, lloviera o hiciera un sol de justicia, su voz formaba parte del paisaje.

El mejor día para él era el domingo. Ese día, la acumulación de periódicos de los que se había provisto para su mejor venta de la semana, no le cabían bajo el brazo. Ese día, el domingo, se apostaba justo en la esquina de enfrente de la Basílica, al otro lado de la rotonda. Allí había depositado en unas sillas de mimbre que parecían para niños, todos los periódicos. Los de información general – todos de derechas, por supuesto – los deportivos y hasta algunos tebeos.

Los feligreses que llenaban la Basílica cruzaban la calle al terminar los oficios y se dirigían en masa hasta donde estaba el hombre esperándolos de pie. Sin duda era un gran día. Tanto la Basílica como la muy cercana Parroquia de la Paloma, suministraban una ingente cantidad de personas deseosas de conocer lo que pasaba por el mundo. Al menos lo que el régimen franquista quería decir de eso.

El hombre – del que nunca llegué a conocer su nombre – era fiel a su trabajo, a su esquina y a su método. Se mantuvo así durante años. Hasta que un día, todos los que le conocíamos, nos sorprendimos con una novedad: el vendedor de periódicos tenía un quiosco.

Bueno, más que un quiosco, aquello parecía la garita de un soldado de guardia en el cuartel. Tal vez lo fuera.

En aquellos años, muchos de los que lucharon en la guerra civil del lado de Franco, desempeñaban trabajos auspiciados por el sistema, en pago a su lealtad y su contribución. Por ejemplo, había muchos taxistas que, además de ganarse el sueldo, proporcionaban suculenta información al régimen; los serenos, de los que se decía que eran policías jubilados a los que la jubilación se les había quedado corta; despachos de loterías, que era la única autorizada junto con las quinielas, etc. Así es que probablemente, el vendedor de periódicos, con esa voz típica de sargento de caballería que en cierto modo le delataba, fuera también uno de aquellos a los que las autoridades quisieron agradecer su esfuerzo con un puesto de trabajo y de paso, una garita.

No parecía muy grande, ni espaciosa y menos aún, si el señor se metía dentro. Debía ser algo claustrofóbico e incómodo porque su estatura le obligaba a agacharse para ver por el ventanuco a su interlocutor, al tiempo que debía desenvolverse dentro de aquella especie de ataúd puesto en pie, para servir lo que le solicitaban. Sólo se introducía en el ataúd cuando llovía.

Al fin, el pobre hombre, tenía un sitio donde guarecerse de la lluvia. Antes de ese quiosco, se limitaba a cubrirse con un impermeable, al tiempo que también cubría a sus preciados periódicos. En verano, cuando el sol apretaba en Madrid y antes de que llegara el mes de agosto, - un período de tiempo en el todos huían de la capital - la creatividad del vendedor hizo que se surtiera de unos pocos elementos que le ayudaran a soportar el calor y las innumerables horas que allí estaba. Así, se hizo con una silla para él, mientras los periódicos permanecían dentro del quiosco; una sombrilla de playa que le proporcionaba la sombra necesaria para no sucumbir y un botijo. A partir de cierta época del verano, hacía horario de funcionario: sólo trabajaba hasta el mediodía. Hacerlo por las tardes habría sido un suicidio y una pérdida de tiempo.

Años más tarde, aquella garita primigenia se transformó en un quiosco en toda regla. Un lugar amplio, cómodo y espacioso, donde podía exhibir todos los periódicos, las revistas y los tebeos que ofrecía a sus clientes. El espacio disponible le permitía ofrecer más productos y ello conllevaba ganar más dinero.

Ya no tenía que portear esa pesada carga bajo el brazo, arriba y abajo. Ya no era necesario vocear para hacerse notar. Ya tenía un lugar donde resguardarse del frío y la lluvia en invierno. Ahora, la vida, era algo más amable con él. Ahora venían las furgonetas de reparto de los periódicos, de las revistas, de los tebeos, a depositarle frente a su moderno quiosco, todo lo que ofrecía a los transeúntes.

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