El año 1970 vino cargado de novedades, tanto en el colegio como fuera.
Hasta ese momento era costumbre que,
en España, las empresas trabajaran hasta el sábado por la mañana, estableciendo
un descanso el miércoles o el jueves por la tarde, dependiendo. Mi colegio se
había acogido a dar libre el miércoles por la tarde. Pero ese año, el
ministerio introdujo un cambio en nuestras vidas que hoy en día pensamos que
siempre ha sido así y no es cierto. Ese año se establecieron una serie de
cambios en el ámbito educativo.
En primer lugar, en cuarto de
bachiller, o lo que es lo mismo, a los alumnos que cumplían los catorce años
durante el curso, - en mi caso 1970 - al finalizar el mismo debían afrontar un
examen que abarcaba todo lo estudiado en los tres cursos anteriores. Era lo que
se llamaba el examen de Cuarto y Reválida. Si no pasabas la Reválida, no podías
continuar con los cursos siguientes. Pues bien, ese año se eliminó ese examen.
Había, además, otra reválida en
sexto de bachiller y con ella se hizo un enjuague. Se decidió que podías no
hacer la reválida de sexto, pero entonces tenías que hacer el curso de Pre-Universitario.
Y al final, ese curso de “PREU” se terminó por convertir en el C.O.U. o lo que
es lo mismo, Curso de Orientación Universitaria, es decir, preparar a los
estudiantes para un entorno universitario como su propio nombre indica.
Todo eran buenas noticias: se
eliminaba la temida reválida de cuarto, se modificaba los días lectivos
incluyendo el miércoles por la tarde, pero dejando el sábado y el domingo como
festivos y también hacía factible ignorar la reválida de sexto a cambio del
COU. Todo eran buenas noticias, como digo, hasta que nos encontramos con el
cura tocapelotas de cada curso. En esta ocasión el ínclito se llamaba Jesús y
nos daba Química.
La razón de que forme parte de
mis tristes recuerdos es doble. Por un lado, tuve que copiar diez veces el
cuadro entero de los elementos químicos de la tabla periódica y sus valencias.
Ya no se me volvió a olvidar más cada uno de los elementos, su nombre, su
símbolo, su peso atómico, sus valencias y hasta el nombre de quien lo
descubrió. La otra razón por la que figura en este museo de los horrores es que
durante muchos meses se buscó toda clase de excusas para castigarnos a toda la
clase, muchas veces; a muchos, otras; y desde luego casi siempre a mí, a tener
que asistir los sábados al colegio, todo un sacrilegio a tenor de que el sábado
ya debía ser considerado festivo.
Los sábados y domingos eran los
días que el hermano Santiago había destinado para los partidos de futbol entre
las diferentes clases, con lo que la manía de su colega, trastocaba todos sus planes.
Hasta el punto que - creo recordar - en alguna ocasión llegó a interceder ante
el hermano Jesús para que levantara el castigo y así poder usar a los jugadores
necesarios para poder incluirlos en los partidos oficiales.
Uno de esos partidos oficiales
del colegio de ese año, fue contra los infantiles del At. de Madrid. Cuando
saltamos al campo – de tierra, por supuesto – a mí me parecieron como armarios
y teníamos todos la misma edad. Jugamos un sábado por la tarde a eso de las
18.00 horas y perdimos por la mínima, por una cagada de nuestro portero. Nos
hinchamos a correr. La mala noticia es que, al día siguiente, domingo, a las
09.00 de la mañana estábamos sacando de centro otra vez jugando contra los
mismos. En esta ocasión me parece recordar que nos metieron 6-0. Todos mis
compañeros estaban rotos de cansancio. Yo también. No podía con las botas, pero
seguí corriendo. Al llegar a casa me dolían músculos que no sabía que tenía. No
podía moverme. Estuve tres días en la cama, sin moverme, intentando recuperarme
de las agujetas.
Uno de esos sábados en los que
por alguna rara razón el hermano Jesús nos liberó de su esclavitud, estábamos
jugando un partido de futbol en el patio, de esos que organizaba el hermano
Santiago, el cura de los deportes. El de química, estaba asomado a la ventana de
su dormitorio en lo alto del edificio y desde allí se permitía ejercer de
árbitro sin que nadie se lo hubiera pedido. Se ve que al hombre le costaba
esfuerzo pasar desapercibido. El caso es que me tenía tan harto que en uno de
sus innumerables comentarios le grité que se callara de una vez. Y me oyó, y
aunque no pudo reprimirse las ganas de amenazarme con represalias, se calló.
Ni que decir tiene que, una vez
más, la relación entre ese cura y yo, nunca fue la mejor posible. El obligarnos
cada sábado a tener que acudir al colegio, podría dar la sensación de que el
hombre no tenía nada mejor que hacer y nos usaba como excusa para rellenar su
tiempo libre a costa del nuestro, lo que en realidad representaba un sobre
esfuerzo, porque, no hay que olvidar, que los miércoles por la tarde, sí que
teníamos clase.
El ambiente en general en el
colegio era de una persecución implacable, una opresión y un acoso sin fin.
Nunca he estado en un campo de concentración, pero estoy seguro que si alguna
vez caigo en alguno, ya iré entrenado porque no debe haber mucha diferencia. Y
para muestra, otro botón más.
Una tarde cualquiera, a la hora
del recreo, en vez de jugar al fútbol paseaba por el patio junto con mi
compañero, Alfredo, con el que además compartía pupitre.
Estábamos charlando
tranquilamente cuando de pronto, algún zoquete tuercebotas de los cientos de
chavales que estaban jugando al fútbol, lanzó un disparo que casualmente
tropezó en mi pie y salió rechazado, con tan mala fortuna, que fue a parar a
las narices del hermano Valeriano, que venía andando en sentido contrario y que
estaba a escasos tres metros de distancia.
El problema fue que el balón no
sólo golpeó en la nariz del cura, sino que le rompió las gafas y encima al
romperse las patillas que reposan en la nariz, hizo que se clavara el metal en
la carne y comenzara a brotar algo de sangre.
Como es lógico, Alfredo y yo nos
acercamos a interesarnos por él. El golpe había sido tremendo y veíamos cómo
sangraba por la herida. Dolía con sólo verlo. Sin embargo, la respuesta del
hermano Valeriano – sí, ya sé que tiene rima – me sorprendió
- ¡Usín, da dos vueltas al patio corriendo! -
espetó casi de inmediato el cura en un arranque de venganza.
Parecía una respuesta refleja,
automática, de cualquier cura ante cualquier evento: Usín, dos vueltas al
patio, aunque el tal Usín estuviera en su casa con gripe. Lo indignante en este
caso, es que mi compañero Alfredo estaba conmigo, a mi lado, y al que le
ordenaron empezar a correr fue a mí, no a él.
- ¿Pero por qué? – pregunté.
Al menos este cura fue capaz de
mantener un diálogo inteligente entre seres humanos durante unos minutos, al
cabo de los cuales, mi compañero y yo le hicimos comprender que sólo había sido
un desgraciado accidente y que no respondía a una acción terrorista premeditada
por mi parte, ni siquiera que hubiera tenido parte activa. Finalmente, no se
llegó a cumplir ningún castigo, pero, en cualquier caso, ese era el ambiente
que se vivía a diario en el colegio.
1970 fue un año tan bueno como
los anteriores.