sábado, junio 17, 2023

Sinatra y mis recuerdos (X)

El año 1970 vino cargado de novedades, tanto en el colegio como fuera.

Hasta ese momento era costumbre que, en España, las empresas trabajaran hasta el sábado por la mañana, estableciendo un descanso el miércoles o el jueves por la tarde, dependiendo. Mi colegio se había acogido a dar libre el miércoles por la tarde. Pero ese año, el ministerio introdujo un cambio en nuestras vidas que hoy en día pensamos que siempre ha sido así y no es cierto. Ese año se establecieron una serie de cambios en el ámbito educativo.

En primer lugar, en cuarto de bachiller, o lo que es lo mismo, a los alumnos que cumplían los catorce años durante el curso, - en mi caso 1970 - al finalizar el mismo debían afrontar un examen que abarcaba todo lo estudiado en los tres cursos anteriores. Era lo que se llamaba el examen de Cuarto y Reválida. Si no pasabas la Reválida, no podías continuar con los cursos siguientes. Pues bien, ese año se eliminó ese examen.

Había, además, otra reválida en sexto de bachiller y con ella se hizo un enjuague. Se decidió que podías no hacer la reválida de sexto, pero entonces tenías que hacer el curso de Pre-Universitario. Y al final, ese curso de “PREU” se terminó por convertir en el C.O.U. o lo que es lo mismo, Curso de Orientación Universitaria, es decir, preparar a los estudiantes para un entorno universitario como su propio nombre indica.

Todo eran buenas noticias: se eliminaba la temida reválida de cuarto, se modificaba los días lectivos incluyendo el miércoles por la tarde, pero dejando el sábado y el domingo como festivos y también hacía factible ignorar la reválida de sexto a cambio del COU. Todo eran buenas noticias, como digo, hasta que nos encontramos con el cura tocapelotas de cada curso. En esta ocasión el ínclito se llamaba Jesús y nos daba Química.

La razón de que forme parte de mis tristes recuerdos es doble. Por un lado, tuve que copiar diez veces el cuadro entero de los elementos químicos de la tabla periódica y sus valencias. Ya no se me volvió a olvidar más cada uno de los elementos, su nombre, su símbolo, su peso atómico, sus valencias y hasta el nombre de quien lo descubrió. La otra razón por la que figura en este museo de los horrores es que durante muchos meses se buscó toda clase de excusas para castigarnos a toda la clase, muchas veces; a muchos, otras; y desde luego casi siempre a mí, a tener que asistir los sábados al colegio, todo un sacrilegio a tenor de que el sábado ya debía ser considerado festivo.

Los sábados y domingos eran los días que el hermano Santiago había destinado para los partidos de futbol entre las diferentes clases, con lo que la manía de su colega, trastocaba todos sus planes. Hasta el punto que - creo recordar - en alguna ocasión llegó a interceder ante el hermano Jesús para que levantara el castigo y así poder usar a los jugadores necesarios para poder incluirlos en los partidos oficiales.

Uno de esos partidos oficiales del colegio de ese año, fue contra los infantiles del At. de Madrid. Cuando saltamos al campo – de tierra, por supuesto – a mí me parecieron como armarios y teníamos todos la misma edad. Jugamos un sábado por la tarde a eso de las 18.00 horas y perdimos por la mínima, por una cagada de nuestro portero. Nos hinchamos a correr. La mala noticia es que, al día siguiente, domingo, a las 09.00 de la mañana estábamos sacando de centro otra vez jugando contra los mismos. En esta ocasión me parece recordar que nos metieron 6-0. Todos mis compañeros estaban rotos de cansancio. Yo también. No podía con las botas, pero seguí corriendo. Al llegar a casa me dolían músculos que no sabía que tenía. No podía moverme. Estuve tres días en la cama, sin moverme, intentando recuperarme de las agujetas.

Uno de esos sábados en los que por alguna rara razón el hermano Jesús nos liberó de su esclavitud, estábamos jugando un partido de futbol en el patio, de esos que organizaba el hermano Santiago, el cura de los deportes. El de química, estaba asomado a la ventana de su dormitorio en lo alto del edificio y desde allí se permitía ejercer de árbitro sin que nadie se lo hubiera pedido. Se ve que al hombre le costaba esfuerzo pasar desapercibido. El caso es que me tenía tan harto que en uno de sus innumerables comentarios le grité que se callara de una vez. Y me oyó, y aunque no pudo reprimirse las ganas de amenazarme con represalias, se calló.

Ni que decir tiene que, una vez más, la relación entre ese cura y yo, nunca fue la mejor posible. El obligarnos cada sábado a tener que acudir al colegio, podría dar la sensación de que el hombre no tenía nada mejor que hacer y nos usaba como excusa para rellenar su tiempo libre a costa del nuestro, lo que en realidad representaba un sobre esfuerzo, porque, no hay que olvidar, que los miércoles por la tarde, sí que teníamos clase.

El ambiente en general en el colegio era de una persecución implacable, una opresión y un acoso sin fin. Nunca he estado en un campo de concentración, pero estoy seguro que si alguna vez caigo en alguno, ya iré entrenado porque no debe haber mucha diferencia. Y para muestra, otro botón más.

Una tarde cualquiera, a la hora del recreo, en vez de jugar al fútbol paseaba por el patio junto con mi compañero, Alfredo, con el que además compartía pupitre.

Estábamos charlando tranquilamente cuando de pronto, algún zoquete tuercebotas de los cientos de chavales que estaban jugando al fútbol, lanzó un disparo que casualmente tropezó en mi pie y salió rechazado, con tan mala fortuna, que fue a parar a las narices del hermano Valeriano, que venía andando en sentido contrario y que estaba a escasos tres metros de distancia.

El problema fue que el balón no sólo golpeó en la nariz del cura, sino que le rompió las gafas y encima al romperse las patillas que reposan en la nariz, hizo que se clavara el metal en la carne y comenzara a brotar algo de sangre.

Como es lógico, Alfredo y yo nos acercamos a interesarnos por él. El golpe había sido tremendo y veíamos cómo sangraba por la herida. Dolía con sólo verlo. Sin embargo, la respuesta del hermano Valeriano – sí, ya sé que tiene rima – me sorprendió

-     ¡Usín, da dos vueltas al patio corriendo! - espetó casi de inmediato el cura en un arranque de venganza.

Parecía una respuesta refleja, automática, de cualquier cura ante cualquier evento: Usín, dos vueltas al patio, aunque el tal Usín estuviera en su casa con gripe. Lo indignante en este caso, es que mi compañero Alfredo estaba conmigo, a mi lado, y al que le ordenaron empezar a correr fue a mí, no a él.

-     ¿Pero por qué? – pregunté.

Al menos este cura fue capaz de mantener un diálogo inteligente entre seres humanos durante unos minutos, al cabo de los cuales, mi compañero y yo le hicimos comprender que sólo había sido un desgraciado accidente y que no respondía a una acción terrorista premeditada por mi parte, ni siquiera que hubiera tenido parte activa. Finalmente, no se llegó a cumplir ningún castigo, pero, en cualquier caso, ese era el ambiente que se vivía a diario en el colegio.

1970 fue un año tan bueno como los anteriores.

 

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