Como parte de la campaña política de las próximas elecciones del próximo 23 de julio, algunos de esos que se autodenominan progresistas, están enarbolando la bandera de la lucha contra una supuesta censura y, cómo no, en pro de lo que ellos entienden por libertad de expresión. En realidad, lo que esta gente califica como censura no es más que una llamada a la lógica, al buen gusto y a la normalidad. Lo de salir al escenario en pelotas quedará muy bien, siempre y cuando lo exija el guion, que era la frase preferida de las actrices españolas en la época del cine llamada “del destape”. Pero de ahí tampoco se puede inferir que cada vez que a alguien se le ocurra salir en bolas, los demás no tengamos derecho a protestar o incluso a protegernos. Nosotros, los que no nos autodenominamos progresistas, también tenemos nuestros derechos y al parecer, con esta errónea manera de entender la vida, los únicos que tienen derechos son los que abusan de nuestra condescendencia.
Y como suele ocurrir en infinidad
de ocasiones, estos mismos que claman por sus derechos y su libertad de
expresión, consideran que dichos derechos y libertades les pertenece en
exclusiva, porque para eso son “progres” y ya se sabe que el progreso está por
encima de todo lo demás. Supongo que debe ser esa mentalidad la que ha llevado
a la Yoli Carolina Herrera, la propuesta de expulsar del periodismo a los
informadores que "manipulen y desinformen". Pues si eso no es
censura, ya me contarás.
Entonces, deduzco, que de lo que
se trata no es de abolir la censura sino de imponer una censura sobre otra; es
decir, de imponer SU censura sobre cualquier tipo de información que contraríe
lo que los progres consideran incuestionable. Curioso. Esta manera de pensar es
la que mantienen todas las religiones del mundo, además de que es la base de
cualquier régimen totalitario.
Lo de controlar qué información
ve la luz y qué debe ocultarse es una obsesión de los partidos totalitarios o
neo-totalitarios, entre los cuales tengo que incluir al PSOE de Sánchez. Es
este giro hacia posiciones extremas – da igual que sean de derechas o de
izquierdas, porque ambas buscan lo mismo – lo que motivó en su momento la
creación del llamado “ministerio de la verdad”.
“El Gobierno de Pedro Sánchez
ha creado un organismo para vigilar las «noticias falsas» difundidas por
internet, a cuyo frente figuran dos altos cargos de La Moncloa: el jefe de
gabinete del presidente y el secretario de Estado de Comunicación. La orden publicada
en el BOE reserva al Ejecutivo la potestad de determinar qué informaciones son
erróneas y cuáles no, sin precisar los criterios en los que se ha de basar tal
decisión.” (Diario
La Verdad – 7/11/2020)
Y a lo que se ve, Yoli CH sigue
en sus trece, llegando a sugerir la inhabilitación a perpetuidad de quien osara
cometer tamaño delito. Llama la atención que, en cuestiones de principios
éticos, la Yoli no se haya pronunciado sobre los políticos corruptos, los
malversadores o los que abusan de menores tuteladas, pero sí contra ciertos
periodistas. En fin, cosas del progresismo.
Durante la pandemia y el
confinamiento, por cierto, ilegal, al que nos sometió Sánchez, éste puso un
especial interés en la eliminación de todo aquello que el gobierno consideró
calificarlo de bulo. Cierto es que los hubo, pero en un país libre y
democrático la desinformación no se combate con restricciones o censura; se
combate con más datos, con más verdad. Pero Sánchez prefirió amargarnos la
sobremesa de los fines de semana, con unas intervenciones maratonianas en
televisión, al más puro estilo Fidel, en las que, en su opinión, esa era la
única verdad en la que había que creer. Estaba tan convencido de que estaba en
posesión de la verdad absoluta, que nunca admitió preguntas y cuando lo hizo, fue
filtrando los medios que formulaban las cuestiones y las preguntas que más le
interesaban; o sea, una censura de facto.
Más tarde y por si no hubiéramos
tenido suficiente, Sánchez se las arregló para cerrar el Congreso - con la
excusa de la pandemia-, durante 6 meses. Tiempo más que suficiente para que el
gobierno siguiera emitiendo decreto tras decreto, a la vez que nadie le podía
pedir cuentas porque el parlamento estaba cerrado. Otra forma de censura.
Cuando a Sánchez se le ha pedido
que publique los gastos ocasionados por sus permanentes viajes en Falcon, ha
decidido que esa información es secreto de Estado y que, por tanto, no puede
hacerse pública. O sea, más censura.
Durante la pandemia y las medidas
de confinamiento, se nos hizo creer que había un comité de expertos del que, a
pesar de la insistencia de los informadores, nadie conocía sus nombres y
responsabilidades o experiencia. Se nos dijo que era para protegerlos de las
presiones externas. Finalmente, supimos que jamás hubo ningún comité de
expertos, o que el único que formaba parte de él era el mismo tarado que
vaticinó que en España habría un caso o dos de COVID.
Eso también es censura.
Si la desinformación fuera
delito, Tezanos estaría condenado a la perpetua.
Lo irónico del tema es que ahora,
Sánchez se queja de que han sido los medios de comunicación los que han
desprestigiado su imagen.
Censurar es hurtar a la población
más joven su propia historia, eliminando aquellos hechos que no interesan por
razones oportunistas, tergiversando, manipulando o retorciendo el resto hasta
hacer la historia irreconocible. Ese es el objetivo de la llamada ampulosamente
la “ley de memoria democrática”.
Censurar es enterrar el asunto de
las cuarenta maletas de Delcy Rodríguez en Barajas y mentir siete veces a los
españoles.
Como vemos, una vez más se da la
circunstancia de que los que ahora se quejan amargamente de ser víctimas de una
supuesta censura, son los mismos que llevan tiempo aplicando una férrea censura
sobre todo aquello que les concierne directamente y han decidido mantener en la
más absoluta oscuridad.
Para terminar, lo haré con una
frase atribuida a uno de los personajes que siempre está en boca de todos los
llamados progresistas:
¿Es que ha visto
usted algún censor que no sea tonto?
Francisco Franco
Bahamonde