lunes, diciembre 30, 2013

De cómo afrontar la Nochevieja y no morir en el intento.




Hasta donde alcanza mi memoria, jamás he tenido esa especie de obligación de tener que pasarlo especialmente bien en esa noche última de cada año. Parece como si hubiera un interés especial en hacer que por ser justamente la última, tuviéramos que compensar todas las desdichas que hubiéramos tenido durante el resto tiempo.

De todas las Nocheviejas de mi vida, recuerdo tres con especial detalle. 

La primera fue en mi adolescencia, en un pueblo de la sierra de Madrid, no muy lejos de El Escorial. Los de la pandilla, nos pusimos de acuerdo y decidimos que después de cenar en casa con la familia, nos reuniríamos en el garaje de una amiga y allí pasaríamos toda la noche. Como era de esperar, hacía un frío considerable, tratándose del mes de diciembre, de la sierra y de un garaje, pero el problema quedó solventado con una estufa de leña, que por lo menos, caldeaba el ambiente. Todo fue genial hasta las 3 de la mañana. A esa hora, servidor, decidió acurrucarse al lado de la estufa, se puso lo más cómodo que permitían las circunstancias y me decidí a esperar al Año Nuevo, descansadito y en condiciones. Los demás, alucinaron y como que no entendían que para una noche “loca” que teníamos la dedicara a dormir. Pero yo, acostumbrado desde hacía mucho a tomar mis propias decisiones y afrontar la responsabilidad de ser el impar, seguí durmiendo hasta la mañana siguiente en la que me fueron a buscar.

La siguiente Nochevieja de la que guardo un especial recuerdo, fue mucho tiempo después. Y lo de especial recuerdo viene porque la fiesta era en casa de unos amigos, en Torrelodones. Bueno por eso y porque el trayecto Madrid-Torrelodones, me costó 3 horas, debido al atasco gigantesco que había en la A-6. Un dato fundamental este, que ayudó, aún más si cabe, a abominar de la obligación de salir de casa y de tener que pasarlo excepcionalmente bien, porque sí, porque es Nochevieja.

La última, fue algo parecido, sólo que en esa ocasión, el atasco fue en la Plaza Elíptica, que de pronto se convirtió en una trampa mortal para osos y de allí, ni entraba ni salía nadie, por el monumental atasco de coches que se había organizado.

Todas esas experiencias, venían a confirmarme que, efectivamente, donde hay que pasar la Nochevieja, es en casa, calentito, con una cena ligera, bebiendo lo justo – champán francés, por supuesto; nada de cava - y yéndose a dormir a una hora prudente. No es un tema de la edad. Ya lo pensaba cuando era adolescente.

Tal vez alguno, pueda pensarse que semejante actitud, pudiera deberse a alguna  experiencia traumática previa, vivida en mi infancia. Todo lo contrario. Recuerdo que por Navidades, nos reuníamos en casa de mi tío – hermano mayor de mi padre- que vivía en el mismo rellano, en la puerta de enfrente y allí, mi primo, montaba la de San Quintín. Nos reuníamos todos los Usín, es decir, mi padre, sus dos hermanos – el mayor y el pequeño – y el resto de “estorbajos”, uséase, esposas e hijos, primos, sobrinos y demás. Había otro hermano vivo, otro Usín, pero había emigrado a Argentina.

Como el salón de mi tío no tenía las dimensiones del de la Duquesa de Alba, eso era un guirigay que hacía que lo del camarote de los Hermanos Marx fuera una nimiedad en comparación con todo aquello. Recuerdo un año, que mi primo, se llevó hasta un grupo musical - amigos suyos - con batería, guitarras, micrófonos y toda la parafernalia. Todavía no entiendo cómo los vecinos no llamaban a la policía. Eso era peor que los de La Gran Familia!

A lo mejor es por esa algarabía por lo que no soporto las muchedumbres, ni los griteríos. Vaya usted a saber. El caso es que, años más tarde, cuando ya me había independizado, seguí con mi tradicional sistema de vivir la Nochevieja como una noche, tan solo, algo más especial, pero sin la más mínima pretensión de que quedara en mi recuerdo para siempre jamás.

De hecho, lo que más me gusta de la Nochevieja, es el Concierto de Año Nuevo desde Viena, que es al día siguiente. Lo de los saltos de esquí, paso, pero el Concierto, no me lo pierdo. Y siempre me pregunté qué hacían los músicos esa noche: ¿habrán bebido esta noche? ¿Habrán dormido? o como austríacos que son y por tanto cuadriculados, ¿se han ido a dormir a las 9 de la noche?

Y todo esto viene a colación porque mañana, que cenamos con unos amigos en casa, hemos invitado a otra amiga, a la que han dejado tirada como una colilla. Y la invitada, no hace más que insistir en que “somos muy rancios porque no ponemos música ni bailamos”, como si ella, que está a punto de ser desahuciada de su casa, tuviera motivos como para ponerse a cantar y a bailar.

En primer lugar, ya me parece un gesto feo que vayas tocando las narices y llamando rancios y aburridos a los mismos que te invitan a su casa, sobre todo, cuando la anfitriona, te acaba de hacer el enésimo favor de regalarte un postre, hecho por ella misma y que tú vas a vender. Ni que decir tiene, que la autora del postre, no se lo va a cobrar.

Es esa falta de coherencia entre la vida que llevas el día 30 de diciembre con la que pretendes llevar el 31, la que no entiendo. 

Pero hombre, si cada vez que la preguntas “¿qué tal, cómo estás?”, te empieza a contar sus penurias y te dan ganas de decirla “criaturita, que era una pregunta retórica”.  Pues hombre, lo de hacer una pequeña excepción en Nochevieja me parece, incluso recomendable, pero con moderación. A ver si ahora va a resultar que como es Nochevieja, hay que desmelenarse, como si fuera la comida de Navidad de la empresa. Que esa es otra: las comidas de empresa y los desmelenes de quienes no saben comportarse en según qué casos y condiciones.

Pero ese, es otro tema.









1 comentario:

Anónimo dijo...

Carlos, me ha encantado tu reflexión. Tienes que escribir un libro.

Un abrazo,
Juanlu.

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