viernes, abril 11, 2014

La figurita.



(basado en un hecho real)


Jamás hubiera imaginado Ana que ese día iba a significar tanto en su vida. Era imposible adivinar lo que más tarde sucedería. Aunque lo cierto, es que no fue hasta unos días después cuando pudo encajar las piezas de un puzzle trágico, misterioso y con final feliz.

Caminaba por la calle con destino a su trabajo como Relaciones Públicas de un hotel de 5 estrellas en Madrid. La primavera, había hecho un regalo ese día a la ciudad y lo había convertido en uno de esos, en los que es tan agradable pasear por la mañana temprano en Madrid, que incluso, no importaba que lo hicieras camino del trabajo.

Llegó puntual, como siempre y se dirigió hacia el pequeño despacho que tenía destinado en la planta inmediatamente inferior a la principal del hotel. Más que un despacho, la categoría más adecuada sería la de habitáculo, porque grande, lo que se dice grande, no era mucho. Sobre su mesa de trabajo, perfectamente ordenada, sobresalía una foto con su única hermana y sus padres. No hacía mucho que se había divorciado y no había tenido hijos, así es que, no había ese tipo de fotos. En una estantería del mueble que tenía detrás de su silla, había otra foto en la que estaba ella sola, con la Gran Pirámide de Egipto al fondo. Era una viajera impenitente, ávida siempre de conocer otras culturas, otras gentes, otros paisajes, otras costumbres; sin duda alguna, fruto de los muchos lugares y países en los que había vivido en su infancia y juventud, como consecuencia del trabajo de su padre. De eso y de una mentalidad abierta, aceptando siempre al otro, con sus diferencias y precisamente por ellas mismas. Tal vez fuera por el origen holandés de su familia y por ese mito de que todo holandés, es un emigrante; tal vez por la educación que recibió basada en el protestantismo aunque sin ser una practicante activa; o tal vez por una mezcla de todo eso. Ana, disfrutaba con su trabajo de conocer a personas muy distintas, de diferentes países. Hablaba con soltura varios idiomas: español por supuesto, inglés, francés, alemán, italiano... aunque en su familia, entre ellos, hablaban en holandés.

Al entrar en el despachito, coincidió con su ayudante, Marga. Ana, que siempre solía huir de las posturas pretenciosas, del falso protocolo y en general de lo estúpidamente ampuloso, la consideraba su ayudante y no una secretaria.

-   Hola Ana, ¿cómo estás?
-  Estupendamente. ¿Hoy hace un día precioso, verdad? - sugirió con el entusiasmo que la caracterizaba y su sempiterna sonrisa que siempre la acompañaba.
-   Aquí nos han pasado los de Recepción, la lista de VIPS que hoy hacen check out, señaló Marga.

La repasaron juntas y Ana empezó a tomar notas en su agenda, las horas correspondientes y las acciones que tenía que desarrollar a la hora de despedirse de sus clientes VIPS. Hoy iba a ser un día tranquilo, pensó. Sólo había un par de clientes que abandonaban el hotel; uno a mediodía, Mr. Simon Goldman y el otro, a media tarde. El primero, era un escultor americano de cierto prestigio, aunque Ana a pesar de ser una enamorada del Arte con mayúsculas, no le tenía localizado. El otro era un francés, diseñador de moda, que había venido a Madrid invitado por una casa con el fin de intentar llegar a acuerdos comerciales. Estos datos, para el trabajo de Ana, también era importante el conocerlos.

- Muy bien, Marga. Ya tenemos controladas las salidas; ahora veremos las entradas, añadió Ana.

El trabajo abarcaba una amplia gama de actividades que lo hacía estresante y al mismo tiempo muy atractivo. De una u otra manera Ana estaba en contacto con diversas áreas del hotel: desde el departamento de ventas hasta animación y publicidad pasando por reservas y marketing, pero ella era una persona muy capaz y muy seria con todo lo que hacía y realmente disfrutaba con aquel trabajo. 

A la hora convenida, recibió una llamada de Recepción. Mr. Simon Goldman, estaba abonando su factura. Ana colgó el teléfono y subió los escasos tramos de escalera que la separaban de la entrada para encontrarse con su cliente VIP. Llevaba un vestido primaveral de color verde manzana, justo un poco por encima de la rodilla. Lo acompañaba con un cinturón amplio de color blanco y unos zapatos a juego, casi sin tacón. Sus 170 centímetros, junto con su pelo rubio natural y ojos azules, - o sea, típica holandesa - hacían el resto. Su estilo era profesional pero era absolutamente imposible no caer rendido ante su simpatía, su sonrisa y su belleza nórdica.

-  Mr. Goldman? Es un placer haberle tenido entre nosotros  - le dijo dirigiéndose a él en un perfecto inglés, mientras estrechaba su mano y le hacía entrega de su tarjeta de visita -. Esperemos que haya tenido una feliz estancia y que si vuelve por Madrid, permita que le atendamos nuevamente.

El hombre se vio gratamente sorprendido por la belleza de Ana, lógico, pero hubo algo más que le llegó a turbar. Ana observó cómo se quedó mirando su tarjeta de visita durante unos segundos que parecieron una eternidad, al tiempo que en el semblante de Mr. Goldman, se dibujaba una sombra; una sombra larga y tenebrosa que parecía venir del pasado.

-  ¿Se encuentra bien? – intentó averiguar Ana cuando empezó a preocuparse por la tardanza en responder de su VIP.
-   Oh, sí, sí. Disculpe. Es que al ver su tarjeta me han venido a la memoria recuerdos de hace mucho tiempo. Lo siento. ¿Me permite una pregunta de tipo personal?
- Claro, Mr. Goldman, respondió ella con esa fórmula tan “profesional” que le quitaría a cualquiera las ganas de intentar nada improcedente.
-  Hace muchos años conocí a una persona que tenía su mismo apellido. Su nombre era Janssen, Fritz Janssen. ¿Le conoce por casualidad?

Ana, se quedó algo sorprendida por la pregunta pero aún más cuando comprobó que jamás había oído hablar de este señor tan amable.

-          Sí, claro. Es mi padre, respondió ella.

El hombre volvió a mirar la tarjeta de visita que le había entregado Ana. Esta vez, esbozó una leve sonrisa, muy leve, pero apreciable en sus labios, al tiempo que en sus ojos aparecían unas tímidas lágrimas a punto de brotar.

-   Por favor, dígale a su padre que “muchas gracias y que todo salió bien”. No he tenido la oportunidad de agradecérselo en persona, pero el destino me ha regalado esta oportunidad.

Las palabras de Mr. Goldman, sonaron intencionadamente crípticas.

- Disculpe, señor, pero no entiendo. ¿Puedo preguntarle a qué se refiere?, dijo Ana.
-  Me encantaría poder contarle la historia, de verdad, señorita, pero ahora mismo tengo que salir hacia el aeropuerto y no tengo tiempo. Por favor, discúlpeme, pero no podía imaginar que usted fuera hija de Fritz Janssen. Pídale a él que le cuente la historia. ¿Nunca le habló de mí?
-  No, nunca había oído su nombre en casa. Pero no se preocupe, que el próximo fin de semana, le pediré a mi padre que me cuente esa historia tan interesante que al parecer me he perdido.
-   Es una historia curiosa, muy curiosa. Ya lo verá. Había sido ya un placer conocerla, señorita Janssen, pero ahora, es un auténtico privilegio. Me ha alegrado mucho haber hablado con usted.
-   Es usted muy amable, Mr. Goldman. Le daré recuerdos de su parte a mi padre y le pediré que me cuente lo que sucedió. Buen viaje y hasta siempre.

Ana, siempre había mantenido unos lazos muy estrechos con sus padres. Entre otras muchas virtudes, podía decirse que era una hija ejemplar, pero desde su reciente divorcio, las visitas los fines de semana se habían multiplicado hasta hacerse costumbre. De este modo, evitaba tener que pasar demasiado tiempo, sola en la casa y de paso, frecuentaba su compañía y recibía el cariño del que tanto carecía. Además, ese fin de semana no podía perdérselo porque le tenía que pedir a su padre que le contara la historia de Mr. Goldman, que tanto la había impactado unos días atrás.

Los fines de semana, los Janssen, solían trasladarse a una casita que se habían construido a orillas del embalse de El Burguillo, en la localidad abulense de Cebreros. Era un chalet en dos plantas que no era ni lujoso ni estoico. En definitiva, era cómodo vivir allí. Constituía un sitio perfecto para el relax, el descanso. Rodeado de pinos y árboles centenarios, al frente de la casa había una planicie de césped y al fondo, por entre las ramas de los árboles, se veía claramente una parte del embalse, con algunas embarcaciones de recreo y algunos bañistas que en las épocas estivales disfrutaban del entorno. La amplia parcela, estaba llena de flores de todos los colores y olores y daba un colorido y una atmósfera especial a la casa. Del jardín, se encargaba con mano de santo a juzgar por los resultados, la madre de Ana. Fritz, su padre, solía pasar el tiempo construyendo barcas de recreo, con las que más tarde, solía salir al embalse a navegar. Ya había construido una y ésta, era la segunda. Lo hacía en la planta de abajo, en el garaje, que daba también a un lateral de la casa y al jardín.

Ana, aparte de ayudar a su madre en las tareas del jardín, pasaba la mayor parte del tiempo descansando en una tumbona, entre las sombras de los árboles, disfrutando de ver a las ardillas corretear entre ellos y con un libro entre las manos, que leía con interés entre cabezada y cabezada.

Aunque estuvieran en una casita de campo, eso no era razón para que a la hora de comer, la mesa no estuviera montada con auténtico primor. Los Janssen, disfrutaban de una posición acomodada, pero en el pasado habían vivido como auténticos potentados y por tanto, acostumbrados a ciertos hábitos y protocolos, los relacionados con la mesa, habían pervivido. Tanto la vajilla, como los cubiertos, las servilletas y todo lo demás, no desmerecían en absoluto de la mejor de las casas de Madrid.

-  Papuchi -comenzó Ana justo antes de sentarse todos a la mesa- el otro día en el hotel, conocí a un señor que me dijo que te conocía. Incluso me dio un mensaje para ti, un poco raro. Me dijo que “muchas gracias por todo y que todo salió bien”, o algo así y que me contaras la historia. Me dejó un poco alucinada, la verdad.
-   ¿Cómo se llama ese señor?- preguntó su padre
-   Goldman, Simon Goldman, respondió ella.

Y entonces, Ana, se quedó aún más sorprendida cuando reconoció en el rostro de su padre el mismo gesto que unos días atrás, había visto a Mr. Goldman cuando leía su tarjeta de visita. Estaban de pie, junto a la chimenea del salón, que en invierno servía para agruparles a todos al refugio de su calor y hacer que las veladas fueran más agradables, aunque lógicamente, ahora en verano, no la usaban. Entonces, Fritz, se volvió hacia la repisa y cogió una figurita. La figurita en cuestión, representaba a una bailarina realizando un movimiento aéreo y delicado. Se la enseñó a Ana.

-   ¿Ves esta figurita, hija?
-  Claro, papá. Lleva aquí toda la vida. Desde que era pequeñita la llevo viendo. ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver con Mr. Goldman?
-  Es una historia que no suelo contar. No es agradable recordar ciertos momentos de nuestras vidas, pero voy a hacer una excepción.

Hace muchos años- comenzó a contar Fritz- en los tiempos de la Guerra contra los nazis, algunas personas en Holanda y también en otros países, intentaban ayudar a los judíos en función de sus posibilidades.

Ana se quedó de piedra cuando su padre comenzó la historia que empezaba en la Segunda Guerra Mundial. Y le dejó continuar, sin interrumpirle.

Aquello era una persecución implacable e injusta a unas personas que en realidad, no habían hecho nada para merecerlo. Así es que yo también hice lo que pude.

Ana, alucinaba. ¡Su padre se había jugado la vida por unos judíos, por un ideal y ella ni siquiera tenía noticia de ello! Pero guardó silencio. La historia lo merecía.

Un día, llegaron un grupo de personas para que les ayudara a abandonar Holanda por una vía segura. Su destino, como el de tantos otros, era ir a América. Entonces, se acercó un hombre no muy alto, delgado, más bien algo enclenque y sin duda minado física y psicológicamente por la extrema necesidad y peligro por los que estaba pasando él y su esposa. Se acercó y me dijo:

-  No tengo nada. No me queda nada. Los alemanes nos han quitado todo. Sólo me queda la ropa que llevo puesta. No puedo pagarle por su ayuda.
- Señor, yo no hago esto por dinero. Lo hago porque “necesito” hacerlo, para poder seguir mirándome en el espejo todos los días de mi vida y no escupirme, respondió Fritz al sujeto.

Entonces, el hombrecillo, continuó el padre de Ana, sacó del bolsillo de su destrozado abrigo una figurita y me dijo.

-  Soy artista. Soy escultor. No tengo nada más que esta figurita. Es pequeña y no tiene ningún valor, pero desde este momento es suya. Es el pago por su ayuda. Le ruego, por favor, que lo acepte.
 -  Le doy mi palabra de honor de que jamás me desprenderé de ella, le respondí.

Y esta, es la figurita, hija, - dijo Fritz depositando entre las manos de su sorprendida hija, la figurita en cuestión. Ella, mientras tanto, no supo qué decir. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Lágrimas de emoción, de rabia por lo que tuvieron que pasar aquellas personas, pero sobre todo, lágrimas de admiración. Admiración por tener la suerte de tener un padre como él.

Agarrando la estatuilla entre sus manos, se abrazó al cuello de su padre entre tímidos sollozos y así permanecieron en silencio unos minutos. Ella llorando y él, abrazándola. Cuando la madre vio la escena, al principio se preocupó, pero después de un gesto de su marido, pudo ver la estatuilla entre las manos de su hija y lo comprendió todo.

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