La vida de mi amigo Carmelo ya disponía de
elementos suficientes como para ser llevada al cine antes de la parte de su
historia que voy a relatar. No creo que le fueran a dar ningún premio, pero
entretenida sí que hubiera resultado. Casado tres veces y divorciado otras
tantas, - y en todas las ocasiones, con profesionales de la salud -, admite con
un cierto dolor y mucha socarronería, que ha montado varias casas y ahora no
tiene ninguna.
Según cuenta él mismo - yo no estaba allí
para verlo, igual que la madre de Gila cuando nació su hijo - vino al mundo en
una tienda de muebles. Y claro, al final fue a lo que se dedicó
profesionalmente.
Un día, las cosas, empezaron a torcerse. Pero
a torcerse de verdad. Ingresó en un hospital por una dolencia y terminó en el
quirófano salvando la vida casi de milagro, aunque el médico tuvo bastante que
ver. A partir de ahí, los infartos le dejaron secuela que se fueron añadiendo a
su diabetes, deficiencia respiratoria y complicaciones renales, entre otros
asuntillos similares apenas sin importancia que no voy a detallar para no
aburrir al personal. El caso es que con un panorama así, la Seguridad Social,
comenzó por darle la incapacidad permanente parcial. Y fue entonces, cuando las
cosas se complicaron aún más.
Por si todo lo anterior no fuera suficiente,
el bueno de Carmelo se vio en la tesitura de tener que ir recopilando papeles, certificados
y documentos de todo tipo y condición, repartidos por media España, pues su
vida personal - como ya ha quedado esbozada - además de intensa, ha sido
extensa. Me refiero al territorio cubierto dentro de España.
Fue durante ese período de tiempo de
recolección de datos y certificados cuando descubrió, no sin estupor y mucha
más preocupación, que alguno de sus anteriores jefes, no había cumplido con sus
obligaciones con respecto a la Seguridad Social, y no le había dado de alta
como es obligado, por lo que además de todo lo anterior, tendría que iniciar un
procedimiento cuyo objetivo era demostrar que había existido esa relación
laboral, con unos determinados ingresos, etc. etc. y todo ello con el único objetivo de que le
fueran reconocidos todos sus derechos a la hora de recibir las prestaciones de
las que pudiera beneficiarse.
Como la cosa ya había adquirido tintes
heroicos, se vio en la necesidad de acudir a un abogado, a sabiendas de que no
sabría cuándo podría pagarle, si es que algún día podría hacerlo.
Su vida a partir de esos momentos, era un
constante peregrinar entre visitas a su abogado, los diversos centros de la
Seguridad Social a los que debía acudir, bien para proporcionar datos o recibir
documentos y certificados, y la farmacia, de la cual y debido a sus múltiples
dolencias, salía con unas voluminosas bolsas repletas de todo tipo de
medicamentos, una en cada mano, y los abrazos y parabienes de la propietaria de
la farmacia, a la que probablemente no la iba a convertir en rica, pero ayudaba
mucho en la tarea. Después, al llegar a su casa, desplegaba en la mesa del
salón - la más grande - toda la lista de recetas e indicaciones, junto con un
tabletero gigante, tamaño “king size”, en cuyas celdas iba depositando las
dosis recomendadas por el médico, para desayuno, comida y cena de cada día de
la semana. En total, unas cien pastillas, tabletas y píldoras, que
conjuntamente con las diversas citas para todo tipo de pruebas y análisis clínicos,
constituían su día a día.
Carmelo, fue así soportando con admirable estoicismo
y sentido del humor su lento caminar - literalmente - entre papeles y médicos,
mientras cobraba una mierda de pensión, debido en gran medida al problema que le
había originado su ex jefe.
Carmelo, durante este largo y proceloso
deambular por la Administración española, aprendió a interpretar un papel
lastimero, a fin de intentar sacar algún beneficio a su favor y que le
atendieran con “cariño”. Así es que, como la mayoría del personal que le atendía
era del género femenino, optó por provocar ese sentimiento de protección que
toda mujer lleva dentro.
“Mire usted…es que yo he sufrido…y claro, la
cabeza ya no me funciona como antes…usted sería tan amable de ayudarme…..es que
llevo 2 años de un lado para otro….”. Y a ver quién es la desvergonzada que se
niega a echarle un cable a un señor mayor, con aspecto deliberadamente desastrado,
que se sienta delante de tu mesa de funcionaria y te habla en esos términos.
Cuando después de más dos años de andanzas,
aventuras y desventuras parecía que se comenzaba a vislumbrar la luz al final
del túnel…resultó que era un tren que venía de frente y a toda pastilla.
En su última visita a la oficina de la
Tesorería General de la Seguridad Social, la funcionaria de turno, - una señora
con más trienios en el Ministerio que “Las Meninas” - involucró directamente al
Director de la oficina, para que tomara personalmente el asunto entre sus
manos.
A Carmelo, tal comportamiento le llenó de
satisfacción y sobre todo le proporcionó una enorme tranquilidad. Por fin,
alguien de la Administración, iba a darle el empujón definitivo a su causa y como
consecuencia, al desbloquearse su asunto, mejoraría su situación económica.
Algo, no demasiado, pero siempre a mejor.
Carmelo le hizo entrega de toda la
documentación que poseía, un enorme montón de papeles de todos los colores, que
con el devenir de los meses y el trasiego de un lado a otro, iban adquiriendo
aspecto de legajos históricos y que ocupaba una considerable altura en la mesa
de la funcionaria. En ese montón de papeles, estaban depositadas su vida y sus
esperanzas. Los anhelos de dos años de lucha sin desfallecer.
Mi amigo, salió de la oficina, absolutamente
convencido de que “en quince días, a lo sumo un mes” se iban a poner en
contacto con él para darle la buena nueva.
Al cabo del mes, Carmelo, comenzó a llamar
por teléfono a esa funcionaria tan maja y tan cariñosa, que se había tomado tantas
molestias a la hora de atenderle. Y comenzó a sospechar que algo no iba bien
cuando a pesar de llamar a todas horas, - respetando eso sí los descansos de
los funcionarios para ir al desayuno, el aperitivo y el supermercado a hacer la
compra - la funcionaria no atendía a sus requerimientos y no devolvía sus
recados. Así es que, aunque la oficina le pillaba en a tomar por saco punto com
de su domicilio, y aunque ya no podía conducir, se las ingenió para que le
acompañara un amigo en su coche. Intentaría preguntar eso tan típico de “y cómo
va lo mío”, bien a la funcionaria o incluso al Director que tan gentilmente se
habían portado con él.
Después de sacar el número para esperar su
turno y de aguardar un tiempo considerable, finalmente, su número aparece en la
pantalla, con la casualidad de que le toca la misma funcionaria de la última
vez. La desaparecida.
Tras las consabidas salutaciones y mutuo interés
por las respectivas familias, Carmelo preguntó “y cómo va lo mío”. La respuesta
de la amable funcionaria, hizo que por su espalda corriera un sudor frío, muy
poco alentador.
¾ ¿Lo suyo? ¿Y qué es lo suyo? -
preguntó la funcionaria.
¾ Pues, hombre, no se acuerda de
que estuve aquí hace un tiempo y le traje una montaña de papeles y se los dejé
sobre esta mesa? ¿No recuerda que me dijo que el Director se había tomado
interés personal en mi tema? Debería tenerlo ahí - dijo Carmelo, señalando con
la cabeza a la pantalla del ordenador.
La funcionaria, tecleó los datos de Carmelo
para ver si en la pantalla le aparecía el expediente, pero sin ningún
resultado.
¾ Pues aquí, no me aparece su
expediente.
Carmelo llegó a pensar que se trataba de la típica
broma - sin gracia alguna, por cierto - de los funcionarios a los ciudadanos.
Pensó que enseguida le diría con una sonrisa “que no, hombre, que lo tengo aquí”.
Lo pensó, pero nada más.
¾ Pues no. No. Su expediente no ha
sido grabado.
¾ Bueno, entonces, ¿cuándo lo
tendrán? - preguntó incrédulo mi amigo Carmelo.
¾ Pues es que primero, tenemos que
encontrar su carpeta. A ver dónde está guardada.
Al pobre Carmelo, lo de los sudores fríos, se
le habían convertido en lo que él suponía un principio de un nuevo infarto y
estaba casi seguro que de ser así, esta vez no iba a tener tanta suerte.
¾ ¿Quiere decir que han perdido
mis papeles? - insinuó de modo educado a sabiendas de otra actitud le iba a
traer sin cuidado al guacamayo que tenía enfrente.
¾ No. Perdido, no. Sólo es que no
sabemos dónde los tenemos almacenados.
¾ ¿Y qué diferencia hay? -
preguntó Carmelo con tono muy poco amistoso y cara de vinagre.
¾ ¿Usted no tiene copia de esos
papeles? - intentó escabullirse el guacamayo.
Carmelo abandonó la oficina, hundido,
cabizbajo y derrotado. Tras más de dos años recopilando una valiosísima y vital
información, una inútil pagada por el Estado y con puesto de trabajo fijo,
había decidido, probablemente, que esos papeles ocupaban demasiado espacio en
su mesa como para mantenerlos allí y después de haberlos colocado en vaya usted
a saber dónde, había condenado a mi amigo a otro lento y doloroso peregrinar
para volver a solicitar todos los certificados y pruebas que ella le había
extraviado.
Y lo malo de toda esta historia, es que este
no es un ejemplo aislado de ineficacia e inutilidad. Porque hace un par de
días, otra amiga, también con una historia laboral compleja en dos Continentes
y dos países distintos, se encontró de buenas a primeras con el consejo de que “tardamos
menos tiempo en repetir todo el proceso que si nos ponemos a buscar dónde están
sus papeles”.
Al fin y al cabo - deben pensar esos
funcionarios - a ellos les van a pagar lo mismo, al margen de si hacen bien o
no su trabajo y como lo único que se pierde es el tiempo de los contribuyentes,
pues aquí paz y después gloria.
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