domingo, mayo 19, 2019

Viena.

El viaje a Eslovaquia, pasa inexorablemente por Viena. Por el momento, practicamente no hay vuelo directo a Bratislava.

Cuando lo planificamos, tuvimos claro desde el principio que aunque es factible salir desde el pueblo donde estábamos en Eslovaquia (Chactice) y llegar hasta Viena de una tacada y en unas dos horas y media o así, ello obligaba a un esfuerzo y un madrugón, que conllevaba ir con la lengua fuera y correr el riesgo de sufrir cualquier contratiempo y perder el vuelo. Así es que esa opción, la descartamos y preferimos hacer una escala en Viena más tranquila.

El viaje desde Bratislava, lo hicimos como a la ida: en un autobús genial. En apenas una hora, llegas a Viena. Aunque parezca mentira, nos costó un poco encontrar un taxi hasta el hotel, porque no hay parada en la estación central de autobuses. Pero el caso es que tuvimos suerte y en 5 minutos pudimos coger uno de un viajero que dejaba uno libre.

Al llegar al hotel  hicimos el correspondiente check in y ya en la habitación, que era bastante espaciosa, intentamos organizar lo que ya teníamos en mente desde hacía tiempo, que era visitar exclusivamente el centro del Viena, la Catedral, dar una vuelta por allí y zamparnos una tarta sarcher en un café vienés. O sea, como comerse un bocadillo de calamares en la Plaza Mayor de Madrid, pero en plan Sisi. Ya de paso, organizamos la cena que, por supuesto, no ib a ser en el hotel. 

Con el correspondiente mapa que nos dieron en recepción y sus indicaciones, enseguida llegamos a la estación de metro que nos dejaría 5 estaciones después, en plena Catedral de Viena. Y fue allí, donde al salir del mtero a la plaza, pensé: "¡coño! qué corto se me ha hecho el viaje a Tokyo!" Tal era la cantidad de japoneses que había por el lugar.











Después, al entrar en el edificio, sufrí una profunda vergüenza ajena. Aquello me recordaba al pasaje de la Biblia en la que Jesús expulsa del templo  a los comerciantes, a base de latigazos.
Del techo de la nave central, colgaban piedras sujetas con cables, que representaban una obra de algún genio artista. El gentío, deambulaba por el lugar, sin el más mínimo recato ni respeto a los escasos feligreses que pretendían rezar. Era como pasear por el Rastro madrileño un domingo. Ahí fue cuando comprendí a Martín Lutero.

Salimos de allí algo escandalizados por el triste espectáculo y fuera, pudimos comprobar, que la catedral como tal, debería sufrir el mismo tipo de renovación que hemos hecho en Santiago, por ejemplo. Da la sensación de que están en ello, pero les queda curro para rato porque por fuera, el lateral del edificio, está lleno de mierda hasta la bandera.

Una vez de vuelta en la plaza, el Google maps nos fue indicando el camino para llegar hasta el Café Central, con la sana intención  de comernos la tarta más famosa de Viena en el café más conocido. Mientras seguíamos las indicaciones del móvil, íbamos descubriendo las calles más comerciales y las firmas más exclusivas de todo tipo: Armani, Breil, Jimmy Choo, Cartier...hasta Tifany!

Lo curioso es que los japoneses compraban en todas esas tiendas como si no hubiera un mañana.







Finalmente, llegamos a nuestro destino pretendido y pudimos comprobar lo que ya nos habían advertido: que era muy probable que para entrar en el Café Central, hubiera que esperar un cola curiosa y después, tener suerte de poder sentarte en una mesa en condiciones.

Por eso, después de hacer la foto como prueba de que efectivamente, hay gente capaz de ponerse en una cola para entrar a comerse un trozo de tarta, nos dimos media vuelta y buscamos otro café.

En el camino, habíamos visto uno cuyo nombre nos llamó la atención: "Levante", en perfecto español. No albergábamos la menor esperanza de que el propietario fuera un compatriota, ni siquiera que dentro se hablara español y al entrar, efectivamente, no nos defraudaron. 

El dueño tenía aspecto de ser Sirio, Libanés o de cualquier otra parte similar, pero desde luego de Valencia o Alicante, ni de coña. Y ni qué decir tiene que sólo había un camarero que hablaba inglés. El español, lo escuchamos un par de veces por la ciudad y una de ellas, fue en el metro.

A pesar de todo y sabiendo que más que una cafetería era un restaurante, le preguntamos si podíamos satisfacer nuestro antojo de tarta y como nos dijo que no había problema, nos pedimos dos diferentes. 

Después, volvimos nuestros pasos hacia el metro, no sin antes parar en una tienda de recuerdos y comprar por el módico precio de 6€ un escudo magnetizado para el frigo. 

Como por esos mundos de Dios tienen unas costumbres a la hora de comer y cenar que deberían ser declaradas ilegales, llegamos nuevamente al hotel para deshacernos de todos los elementos que nos identificaban como turistas y en la habitación, seleccionar el restaurante al que íbamos a cenar. Tuvimos suerte porque en la misma calle del hotel, a una manza de distancia, había un indio que ya habíamos visto y tenía buena pinta. Y allí que nos dirigimos y la verdad, mereció la pena. El restaurante se llama Satraj y si te gusta la comida india, te lo recomiendo.  

Al día siguiente, nuestro avión salía a las 14.00 horas así es que teníamos tiempo de sobra para despertar sin agobios y desayunar sin prisas. Eso sí, fuera del hotel, porque el buffet tenía un coste adicional de 15€ por persona, lo que me pareció totalmente ridículo e inaceptable. Por eso, buscando a través de internet habíamos visto una cafetería justo enfrente del restaurante indio y allí que nos fuimos.

Hacía un día espléndido, un sol radiante y una temperatura de unos magníficos 5 o 7 grados. Aún así, fuera de la cafetería, había dos mujeres suramericanas, hablando perfecto español y desayunando en un ambiente estepario. Nosotros, más acostumbrados a temperaturas más cálidas, nos metimos dentro y pedimos un café y un croisant cada uno y por el módico precio de 11,20€ habíamos terminado de desayunar.

Después, a eso de las 11.00, nos llamaron desde recepción para indicarnos que el taxi que nos llevaría al aeropuerto, ya estaba allí. La verdad, es que lo esperábamos para un poco después, pero asumimos que eso de llegar tarde era patrimonio exclusivo de los españoles y que un alemán, jamás llega tarde. En este caso era una alemana, súper simpática, que no dejó de parlotear en inglés hasta que nos dejó en el aeropuerto. 

Dejamos Viena con algo menos de 10 grados y aterrizamos en Málaga con casi 30. 

Nos queda pendiente visitar Viena más despacio.

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